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Los dolorosos frutos del exilio

Arrastrando su pequeña maleta y sus sueños frustrados, cada exiliado chileno salió del país pensando en volver. Obreros de la construcción, campesinos de Valdivia, coImerciantes de Valparaíso, estudiantes de Temuco y mineros de Antofagasta se vieron de pronto envueltos en otro idioma y amenazados por otros usos.De los entre 500.000 y un millón de exiliados chilenos repartidos por el mundo -nunca se ha hecho un recuento definitivo-, la mayor parte debió tomar el camino del desarraigo después del golpe militar que derrocó, el 11 de septiembre de 1973, el régimen del presidente Salvador Allende. Acogidos en más de 50 países por una reacción de solidaridad internacional casi sin precedentes en el mundo moderno, los exiliados chilenos alentaron por años la esperanza de un pronto retomo, que cada vez se iba alargando más.

La cultura chilena del exilio fue en el primer momento el reflejo atormentado de esta sensación dominante de transitoriedad. Se siguió haciendo música chilena, pintura chilena, poesía chilena, en Mozambique y en París. Más allá de su calidad artística intrínseca, este amplio movimiento fue la expresión cultural de un pueblo que, derrotado y desconcertado fuera de su patria, sólo atina a refugiarse en sus raíces rotas para no perderlas del todo.

El tema del exilio, como ese proceso de paulatina pérdida de la identidad nacional, fue la característica dominante en todas las obras producidas en el extranjero, casi como una desesperada necesidad de exorcizar los fantasmas del ayer al conjuro de los males del presente.

Escenarios y guitarras

La música folclórica continuó, fuera de Chile, el impulso innovador y crítico gestado en las dos décadas anteriores en el país. Isabel y Ángel Parra -hijos físicos y musicales de Violeta-, el compositor Patricio Manns y los grupos Quilapayún e Inti Illimani fueron los ejemplos más visibles de un movimiento que incluyó a decenas de grupos folclóricos (baile y música) que, surgieron-comosetas después de la lluvia en cada ciudad donde hubieran exiliados chilenos. Oficinistas que nunca habían bailado ni en su casa integraron grupos de danza folclórica, padres que nunca habían tomado una guitarra vieron de pronto a sus hijos interpretando motivos chilenos en conjuntos musicales formados en el exilio. Casi no hay ciudades en que no se haya cantado Te recuerdo, Amanda, de Víctor Jara; Gracias a la vida, de Violeta Parra; El pueblo unido, de los Quilapayún, o Venceremos, un himno de la izquierda -chilena.

El teatro, el cine y la literatura fueron los géneros más empleados, después de la música, para transmitir los temas del desarraigo y la derrota chilena.

Decenas de obras de teatro escritas por chilenos en el exilio y representadas en las más inimaginable s capitales mostraron todos los ángulos del drama chileno. Un grupo radicado en París, Alpeh, es el que ha tenido más éxito y continuidad, con sus obras atravesadas por un humor negro y autocrítico. Un autor radicado en Madrid, Jorge Díaz, ha sido el máximo exponente de la traducción, en clave dramática, de la tragedia política y cultural del pueblo chileno.

El del cine es un caso insólito y espectacular: entre 1973 y 1983, más de 150 películas dirigidas por chilenos en el exilio, unas 80 de ellas largometrajes argumentales, han dado cuenta de un florecimiento imprevisto del cine chileno fuera de las fronteras patrias. En el mismo período, en Chile, contando con todo el apoyo del Estado y del aparato cultural oficial, los cineastas del régimen no fueron capaces de malcomponer ni una decena de largometrajes en los 12 años de dictadura. Miguel Littin, radicado en Madrid y autor de dos obras que han postulado al óscar como la mejor película extranjera (Actas de Marusia y El vuelo del cóndor), y Raúl Ruiz, alabado en

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