Espías entre nosotros
Además de por la trágica suerte de cuatro aviones comerciales que ha segado la vida a más de 1.000 personas, usted recordará probablemente este verano de 1985 como la canícula del espionaje, de los espías, o mejor de los grados de incompetencia, pero también de amenaza para todos a que pueden llegar en su actividad los servicios secretos de uno u otro lado. Probablemente nada hay más parecido a un servicio, de un país democrático o no, que otro, como lo ejemplifican los casos protagonizados ahora mismo por alemanes, franceses, británicos o soviéticos.El servicio secreto francés, bajo el burocrático nombre de Dirección General de la Seguridad Exterior (DGSE), ha sido el primero en ser puesto en la picota por su hundimiento en aguas neozelandesas, el 10 de julio pasado, del Rainbow Warrior, el buque bandera de la organización ecologista Greenpeace.
El espionaje de París no se ha cubierto de gloria al organizar un sabotaje a lo James Bond -en el que murió un fotógrafo de Greenpeace- simplemente para echar a pique en el puerto de Auckland el buque insignia de un grupo que ha venido obstaculizando con los escasos medios a su alcance, propagandísticos sobre todo, las pruebas nucleares galas en el Pacífico sur.
La 'razón de Estado'
Las conclusiones de la investigación ordenada por Mitterrand para explicar los hechos de Auckland no han convencido a nadie, ni en Francia ni fuera de ella. El primer ministro Fabius no sólo ha aceptado rápidamente la inocencia de sus funcionarios: en una huída hacia adelante, y frente a las explicaciones exigidas por el Gobierno neozelandés, ratifica lo que considera derecho a proteger los intereses nacionales franceses en el extranjero mediante "misiones de información". El grupo que intervino en la voladura del Rainbow Warrior, todos franceses y algunos militares, se excedió probablemente en el cumplimiento de su misión informativa.Si los espías franceses han protagonizado una rocambolesca historia de ajuste de cuentas que dista de estar políticamente cerrada, el servicio secreto de la República Federal de Alemania ha reeditado una novela de John Le Carré con la fuga al Este de Hans J. Tiedge, uno de los personajes claves de su contraespionaje. Las dos Alemanias son el escenario más fluído y poblado del espionaje mundial. Los servicios secretos respectivos -el- de contraespionaje de Bonn se denomina elípticamente Oficina Federal para la Protección de la Constitución- tienen infiltrados a sus hombres por millares y es moneda corriente el intercambio de agentes apresados con las manos en la masa. El escándalo Tiedge es para Bonn y sus aliados el más grave ocurrido en la RFA desde el asunto Guillaume, que arrastró en 1974 al canciller Schmidt. Y en ningún caso la destitución del responsable de los servicios federales de información explica por qué Tiedge, de 48 años, conocido por su afición a la cerveza, más moroso de lo que cabe esperar de un alto funcionario y con serios problémas personales, era mantenido desde 1981 en el puesto clave de responsable de operaciones contra el espionaje de la RDA, que dirige desde hace, 27 años Markus Wolf. Tiedge es ahora huésped del mítico Mischa.
El Reino Unido es otra cosa. Allí conviven, al amparo de la impecable legitimidad democrática nacida de la Carta Magna, un Estado dentro del Estado. Los ingleses prefieren denominar a sus servicios secretos de una manera inquietante: MI-5, MI-6. El Reino Unido no sólo está penetrado por una rigurosísima ley dehominada de Secretos Oficiales, qué sobrevive desde hace años a todos los embates destinados a abolirla (sin duda porque a ningún Gobierno le interesa hacerlo), sino que sus ramificados, competentes y misteriosos servicios (MI-5, dependiente de Ministerio del Interior y MI-6, del Foreign Office) operan en virtualmente cualquier actividad importante de la vida nacional.
De Londres a Moscú
Lo ilustra bien la revelación reciente de que desde hace muchos años la selección de los puestos medianamente importantes de la BBC, el paradigma de la objetividad informativa radiotelevisada a escala mundial, está controlada por el MI-5, que otorga credenciales de buena sangre política a los profesionales que trabajan en el caserón londinense denominado Broadcasting House. Nada menos que un general, con un equipo de cuatro ayudantes, está instalado en el despacho número 105 del edificio para encargarse de ello.En este verano de espías -en el que hasta los israelíes han inaugurado en Tel Aviv su estela funeraria dedicada a los de momento 360 agentes muertos más o menos en el anonimato- la nota quizá menos dramática la ha puesto el Kremlin. Parece que, entre otros menesteres, los servicios secretos soviéticos se dedican a rociar con un producto potencialmente peligroso a los ciudadanos de EE UU que viven en Moscú. El objetivo es tenerlos perfectamente localizados, a ellos y a sus contactos locales, y por tanto espiarlos mejor. Washington sugiere que el agente químico utilizado puede ser cancerígeno y el Departamento de Estado se ha apresurado a lanzar un serio aviso a los rusos para que cesen inmediatamente tan viciosa práctica. Propagandísticamente, este polvo de espías ha servido para poner una nota de color a la anunciada cumbre entre Reagan y Gorbachov.
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