'La Paloma'
Ésta de la Paloma es, sin duda, la más castiza advocación de la Virgen para los madrileños, pese a su relativa modernidad, y es que los nativos de la Villa, amigos de novelerías y encantamientos, no pueden resistirse al encanto de estas imágenes que un día aparecen en un vertedero y se hacen entronizar en su hornacina a petición propia.A espaldas del palacio de Oriente, junto a la carrera de San Francisco, tiene su cuna la leyenda y su marco la verbena. La calle de la Paloma es corta y angosta, pero caben en ella una cerería, una fábrica de patatas fritas, varias tabernas y un, café moderno.
En el mes de agosto, bajo las bombillas multicolores y los gallardetes de papel, las vecinas cambian su mesa camilla por el portal y se instalan en la acera hasta la madrugada, alrededor del gran barreño de sangría o limoná.
Un catador entusiasta puede probar aquí, en una sola manzana, hasta 12 variedades de sangría, elaboradas con fervor artesano y removidas con sabiduría.
En un rincón impensable caben tiovivos, norias, churrerías y barracas.
Los churros se expenden todavía engarzados en el clásico junco, y los pinchos morunos, en agujas de hacer punto.
Si todas las verbenas de Madrid tienen labor a pueblo, a estas que unen a san Cayetano, san Lorenzo y la Paloma, aún mucho más; los zaguanes se muestran engalanados con cadenetas y farolillos, bullen los organillos en todas las esquinas y en las cicatrices de solares y descampados se improvisan quermeses para el baile.
No tienen estas verbenas una gran plaza que unifique el tinglado; son verbenas descentralizadas que aparecen y desaparecen en plazuelas y rincones, que tapan las calles y abren las puertas de los patios y las corralas.
. Hasta las herméticas güisquerías descorren sus cortinas y sacan a la fresca sus existencias; combinando el mantón de Manila con la minifalda, las pupilas de la casa se olvidan por un día de sombríos reservados y sospechosos descorches para bailar el chotis sin complejos ni tarifas.
Si abundan los mantones y las gorras de cuadros no es porque el alcalde, que estuvo por aquí inaugurando un farola, lo haya recomendado, sino porque los indígenas de la zona tienen a gala ser la reserva más castiza de la urbe y quizá la única que sobrevive a los rigores de agosto sin abandonar sus enclaves.
El toque cosmopolita lo pone la discoteca Okume, reducto de la africanidad madrileña, donde se pueden escuchar los últimos hits del funky nigeriano; en la discoteca Okume, para honrar a la patrona del barrio se organizan estos días concursos de break-dance, y el único empleado blanco de la casa monta guardia en los umbrales vestido de esmoquin.
Los rockeros de base tienen también sus ritos en el cercano parque de Cabestreros, al otro lado del Rastro, con figuras autóctonas como el Ramoncín de Vallecas y los Burning de la Elipa, aunque por aquí se sustituya con frecuencia la sangría por la no menos típica litrona de cerveza.
En la quermés de Cabestreros el cheli se funde con el lenguaje más castizo para crear una de las jergas más ricas y flexibles de Europa, de esa Europa de la que Madrid es capital, en cuanto a alegría y divertimento se refiere, como dan fe los innumerables bares que permanencen abiertos hasta el amanecer.
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