Biografía de Cortés escuchada desde La Paz
El soroche, el mal de la puna -las veladas cresterías andinas donde habitan las llamas-, ataca al viajero en el mismo aeropuerto de La Paz, la pista aérea más alta del mundo. En las mismas escalerillas del avión, las piernas se hacen de goma blandísima, y es preciso boquear como un pez para llegar voluntariosamente al control de pasaportes y equipajes. Al menos así ocurre con corresponsales tabáquicos y con el cuerpo harto trabajado por los años y los últimos viajes.El soroche provoca una debilidad generalizada y una angustiosa falta de aliento, que se ve multiplicada transitando las empinadísimas calles de la capital boliviana -una ciudad enterrada en un desfiladero y trepada por sus laderas-, carentes, para mayor sacrificio, de un servicio regular de taxis. Sólo a un monje, Pedro de Lagasca, austero, amargado y mediocre mediador entre los partidarios de Pizarro y Almagro, podía habérsele ocurrido la idea de consagrar en este nido de cóndores la capitalidad de Bolivia.
La falta de oxígeno, o acaso la indiscriminada ingestión de coramina, aspirinas y litros de mate de coca, genera un raro dolor de cabeza itinerante, punteante, bellamente luminoso e iridiscente en el fondo de las pupilas, e insomnio. Un insomnio sorprendente hasta para los insomnes, en el que el viajero frota por enésima vez con cremas sus labios cuarteados, resecos y azulencos y, sintiéndose desdichado, prende la radio buscando consuelo.
Las radios bolivianas no tienen programas nocturnos, y sólo un par de horas antes de que el sol rompa por la silueta nevada del Illimani, que preside La Paz, comienzan a emitir una extraña música trompetera y, supuestamente, apasionantes comentarios en el armonioso quechua -mucho menos dulce que el guaraní- y en el hermético y seco aymará. El viajero busca convulsivamente Radio Exterior de España desde su excelente auditorio a 4.000 metros de altura, y, noche a noche, el apunamiento se va incorporando al organismo, que se reacomoda en la atmósfera enrarecida.
Pero la programación de Radio Exterior, no.
La mejor utilidad de Radio Exterior de España se la da a un corresponsal otro periodista radiofónico uruguayo: "Emiten los partidos de fútbol de un tirón y sin publicidad. Nosotros los grabamos de inmediato, los vamos cortando con publicidad, y los emitimos para los gallegos de las dos orillas del río de La Plata. Nos hacemos de oro, ché".
Está bien, y puede que las cosas no puedan ser de otra manera, por más que a veces resulte inexplicable el criterio infórmativo y programático de Radio Exterior de España escuchada desde Latinoamérica y por un español. Pero no creo que el soroche de este corresponsal haya sido tanto como para haberse movido a una injustificada sorpresa y desagrado por algunos capítulos de una biografía radiada de Hernán Cortés, emitida, por lo detriás, dentro de un espacio dedicado expresamente al V Centenario del Descubrimiento de América y que de haberse escuchado en México habrá provocado la rotura colérica de no pocos receptores.
Parece que continuarnos rebajando la figura de Hernán Cortes, una personalidad política, militar y humana fascinante; genial estratega, magnífico táctico, gran estadista, cruel, generoso, profundamente humano, presunto asesino de su esposa, amante de Malinche, que le instruía en el lecho sobre los secretos del Imperio azteca -el malinchismo ya es un término psicológico para definir a quien se entrega a un poseedor voluntarioso-, hasta presentarlo como un mero conquistador de indios patanes coronados de plumas y recién descendidos de las palmeras. Cortés, equiparado poco más o menos que al general Custer y su Séptimo de Caballería antes de la matanza de Little Big Horn.
Continuar definiendo como indios -ya ni siquiera como amerindios- a los aztecas, abundando en el increíble error geográfico de Cristóbal Colón, no es menos grave que tildar de gallegos a los sevillanos, como con frecuencia se hace en el río de La Plata. Ahora mismo, en La Paz, Macabeo Chila, líder del Movimiento Revolucionario Tupac-Katarí, un partido indigenista, tiene que continuar insistiendo: "No somos indios, somos quechuas, aymarás y kollas". Una verdad bastante elemental, incontestable, que, a lo que parece, jamás llegará a España, la nación que antes y mejor debería entenderlo.
Moctezuma, pese a su derrota y calvario, es una personalidad contradictoria, atormentada, profundamente religiosa, entregada a hondas dudas metafísicas, que le perdieron y que denotan su elevado coeficiente intelectual. No es inferior a Cortés ni es un simple indio. Y Guatimozín, su áspero sucesor, sólo conocido por los españoles que hayan visitado México, estuvo en un tris de acabar inteligentemente con Cortés y sus expedicionarios y, probablemente, invertir el rumbo de la conquista española del subcontinente. Se recuerda la barbarie de los sacrificios humanos mayas y aztecas o que al fundador de Buenos Aires se lo comieron los indígenas prácticamente a pie de playa, y se soslaya la Inquisición o se pasa un espeso velo sobre la forma en que los españoles ajusticiábamos a los nativos. El mismo término descubrimiento, quizá ya definitivamente aplicado al quinto centenario del choque racial y cultural hispano-americano, suena a broma desde esta orilla de los océanos. Tienen razón Les Luthiers, unos excelentes parodistas musicales bastante conocidos en España, cuando en su Cantata de don Rodrigo Díaz de las Carreras embroman a su público sobre la llegada de los españoles a su continente: "¡Ya nos descubrieron. Menos mal; por fin; ya era hora!".
A estas alturas parece indudable que tribus asiáticas no excesivamente bárbaras cruzaron el estrecho de Bering y poblaron América desarrollando importantes culturas -agricultura, elaboración de metales, matemáticas, calendario cósmico, arquitectura, sistemas de organización social y religiosa-, cometieron los errores de desconocer el caballo -Cortés acostumbraba a excitar al suyo para impregionar a sus visitantes indígenas, que lo creían humano-, la pólvora -a la postre, inventada por los chinos- y de no avisar con tiempo a Europa de que estaban allí.
Recientemente, en Buenos Aires, los más altos responsables españoles del Instituto de Cooperación Iberoamericana -ese ICI que los latinoamericanos no saben lo que es, aunque siguen intuyendo lo que podría haber sido un buen Instituto de Cultura Hispánica- expresaban su interés por reelaborar, conjuntamente con las naciones latinoamericanas, la enseñanza de los más de 300 años de historia en común. El V Centenario, sus fastos, llegará y pasará, y se consolidarán los excelentes negocios particulares que se están fraguando en Sevilla. Pero algo puede quedar y aliviar la atroz miseria intelectual latinoamericana: una verdadera y digna historia en las escuelas de las dos orillas de La Plata.
Todavía, para los latinoamericanos, Cortés, Pizarro, Almagro, Cabeza de Vaca, Juan de Garay, Orellana, el loco Aguirre, y la familia de los Pinzones, y Cristóbal Colón -que se equivocaron de camino- no pasan de ser una laya de aventureros, mezquinamente arribistas, oportunistas y lujuriosamente crueles para con las nativas y las riquezas. Para los españoles, el conocimiento es aún más pobre: hemos colonizado y poblado por más de 300 años estos territorios, aquí dejamos nuestra sangre, los apellidos, el catolicismo y el idioma, y no hace precisamente mucho tiempo; pero es dudoso que un español sepa diferenciar a un inca de un maya, a un kolla de un mapuche, y aún menos un toba de un diaguita; o que albergue alguna ligera noción sobre las figuras de Manco Capac, Moztezuma, Tupac Amarú, Guatemozín o Tupac Katarí. Y si se desdeña el indigenismo, resultaría igualmente sorprendente que los escolares españoles encontraran en sus libros algunos datos básicos sobre Bolívar, Sucre, San Martín, O'Higgins, Belgrano, Morelos, Hildago o Martí.
La historia de la conquista de la independencia es un despropósito tal como se relata a los jóvenes estudiantes en una y otra orilla de los océanos, y hasta la crónica de los virreinatos -un prodigio de habilidad política bastante más interesante que la operación Roca o la trabajosa elaboración de una socialdemocracia en el Cono Sur- es ignorada hasta extremos que sonrojan de vergüenza. Lo único perdurable e interesante que podría deparar este V Centenario sería un replanteamiento de la historia común en el nivel de las escuelas, que al menos nos permitiera conocer que, en Ayacucho, el mariscal Sucre libró la última batalla de la independencia contra un ejército español formado disciplinadamente por tribus quechuas y aymarás que supieron morir por la bandera española. Lo demás será la continuación del triste partido de tenis intelectual (?) entre el lamentable pacoumbralismo de los latinochés y los sudacas y su consecuente y no menos triste respuesta sobre los gallegos, gringos y gachupines. La siempre brillante soberbia de la ignorancia.
Pero volvamos al soroche, y al principio, y a Cortés. Hagamos lo que hagamos y sean las cosas como fueren, al menos, no convirtamos al primero de nuestros héroes americanos en una especie de guardia municipal de Barrionuevo poniendo orden porra en ristre en una lejana y olvidada vaguada entre unos díscolos emplumados un poco más allá de nuestro callejón de tierra entre el Mediterráneo y el Cantábrico. Españoles y americanos fuimos y somos mucho más que todo eso.
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