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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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En el bar de concentración

Una mañana brumosa de febrero del año 1940 dejábamos el puerto de Marsella en un barco, el Mendoza, camino de las orillas del río de la Plata. Los españoles recordamos bien aquellos días. Los campos de concentración de Francia y África seguían llenos de nuestros soldados, de nuestras mujeres y niños, tan sólo por el crimen de haber sido los primeros combatientes, los primeros héroes en la lucha contra el fascismo internacional, que no ya sólo acababa de apuñalar a la República Española, sino que se expandía, como una lava de muerte, por todas las ciudades y campiñas del continente europeo. Recuerdo que yo escribía, al zarpar de los litorales franceses camino de América, estos versos sobre mi vieja Europa: "Ahí quedas, vieja Europa, sacudida / de Norte a Sur, de Oriente hasta Occidente. / Hora de la partida. / Te abandono apagada, tristemente encendida. / Con otra luz espera volverte a hallar mi frente".Abandonaba una Europa a oscuras, tan sólo iluminada por el fuego de los cañones y las bombas incendiarias que llovían del cielo. Casi 11 años iban a cumplirse en 1950 de estos versos, cuando yo, acompañado del siempre valiente y peligroso José Bergamín, remontaba las nubes del Atlántico de regreso a ese viejo mundo que nos diera la vida, y con ella el orgullo de todo lo que somos.

"Con otra luz espera volverte a hallar mi frente".

Vuelo de maravilla sobre el mar. Vuelo conmovido sobre los montes, los campos y las ciudades, amaneciendo, de nuestra España. Vuelo ilusionado a Inglaterra, rumbo a Sheffield, a la magna asamblea de la paz, a unir allí mi voz a la de todos, en nombre de tantos españoles de aquellas orillas americanas.

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"Con otra luz espera volverte a hallar mi frente".

Sí, con otra luz, bajo otra atmósfera distinta a la de aquellos días de oscuridad y de espanto soñaba yo encontrar a Europa, de la que Gran Bretaña iba a ser la primera tierra suya que tocarían mis pies después de tantos años de ausencia.

El aeródromo de Northolt apareció de pronto en un desgarrón de la bruma. Y con las tímidas luces encendidas para alumbrar un poco la larga tarde otoñal que se borraba entramos José Bergamín y yo a la Inglaterra del Gobierno laborista de mister Attlee, representada -¡oh, sorpresa!- por los seis más selectos detectives de Scotland Yard -esto lo supimos después no sé por qué diario-, que con una elegante distinción muy británica nos esperaban rígidos, como seis rubios palos, tras unos pequeños pupitres con aire de colegio. Media hora de interrogatorio, acompañado de las más corteses inclinaciones de cabeza, de las más hipócritas sonrisas, distribuidas convenientemente entre el deliberado candor de las preguntas. Y como disparo, de pronto, la esperada: "¿Viene usted al Congreso de la Paz?"

Como objeto del viaje escrito en mi visado, concedido por el consulado británico de Montevideo, ponía: "Estudios y conferencias". Conferencias, era cierto que tanto Bergamín como yo las hubiéramos dado en las universidades de Cambridge y Oxford, en donde viejos hispanistas amigos nos esperaban; estudios que en las grandes pinacotecas de Londres sobre todo yo hubiera hecho, para ampliar mi libro de poemas dedicados a la pintura. "Sí, asistiría, ¿y por qué no?, al congreso de partidarios de la paz, autorizado por su Gobierno", le dije. "Sé que viene una delegación de republicanos españoles, Sé que vienen en ella Pablo Picasso y el doctor Giral, nuestro presidente del Consejo de Ministros de la República Española en el destierro".

Una nueva sonrisa, la más larga y pérfida de todas, me dedicó, levantándose a la vez de su pupitre y diciéndome: "Ah,ora tengo que ver su equipaje".

Ver, por lo que pude ver yo luego, era sólo otra fórmula distinguida en la manera de hablar de aquel detective, porque me revolvió de arriba abajo el equipaje, desventrándomelo todo, poniéndolo imposible, sacando fuera, de entre mis calzoncillos y camisas, algunos ejemplares de mis libros de versos (que se encuentran en todas partes, incluso en las librerías de Londres), un borrador de mi Cantata de la paz y una serie de conferencias, escritas a máquina, sobre Garcilaso, Fray Luis, Góngora, Quevedo, García Lorca y Machado. Éstas eran las terribles materias explosivas que escondía mi equipaje. Todo lo manuscrito y mecanografiado se lo llevó el astuto y elegante detective de mister Attlee, mientras un nuevo policía me conducía al bar del aeródromo, en donde otros policías, leyendo, distraídos, las patas sobre las mesas, me recibieron sin mirarme. A todo esto, poco después hacía su aparición en aquel mismo bar José Bergamín, a quien también otro selecto detective había interrogado y registrado por su parte. Venía Bergamín bastante sonríente, alimentando ciertas posibles esperanzas de traspasar las puertas de la aduana y dirigirse libremente, como en país de tradición tan liberal era lógico, al lugar del congreso -Sheffield-, no muy distante de Londres. Pero..., nuestros cariñosos y atentos detectives no consintieron ni por un momento dejarnos de mostrar su simpatía.

Primeramente me tocó a mí. Apareció de nuevo el mío, quien después de entregarme mis originales me pidió le enseñala todo cuanto tuviese en los bolsillos. No debió de satisfacerle mucho mi autorregistro, pues, luego de mostrarle la cartera y el cuaderno de direcciones, me registró él con sus propias manos, convencido sin duda de encontrarme, tal vez en el hoyo de una axila, alguna misteriosa bomba atómica de fabricación... uruguaya. Terminada tan fina y sutil tarea me entregó un estrecho papelito amarillo en el que decía que por el artículo primero -es decir, sin más explicaciones- no se me consentía la entrada en el Reino Unido, en la gran patria de Shakespeare, de Cromwell y el Gobierno socialista de mister Attlee.

Momentos después, con el casi ilusionado Bergamín hicieron lo mismo: o sea, que por medio de otro papelito amarillo y el fulminante artículo primero le dejaban recluido en aquel bar del aeródromo, cerradas para él, con 17.000 llaves, las puertas de Inglaterra. Cuando nos quedamos solos, siempre en aquel mismo bar -que Bergamín llamó con mucha gracia "bar de concentración", en vez de campo-, me contó que los dos detectives que a él le habían investigado le preguntaron que "cómo él, tan grande y católico escritor, se atrevía a cometer el grave error de viajar acompañado de un tipo como yo", dándole a entender que sin mí seguramente no le habrían prohibido la entrada.

¡Oh, pobre mister Attlee! Yo me acordaba, durante aquella noche que nos hicieron pasar sentados en una mala silla, que fui su acompañante, su guía por los heroicos frentes de Madrid, nuestra invencible capital de la gloria. Y me acordaba también cómo con su acompañante, la diputada laborista Hellen Wilkinson, en una fiesta del teatro Español a la que con ella fue invitado, pedía a voz en grito a nuestros combatientes: "¡Resistid! ¡Resistid!", pues el poder para él y los de su partido lo consideraba muy próximo, y la ayuda, entonces, de su país y su Gobierno a la República Española la salvaría de la muerte a manos de Franco, Hitler y Mussolini. ¡Resistid! ¡Resistid! Dos españoles de esa resistencia estábamos llamando a los umbrales de su casa, ¿y cuál fue su acogida?

¿Era esta la nueva luz que yo esperaba a mi regreso a Europa? Afortunadamente, no, no era esa. La nueva luz iba cayendo en Inglaterra desde los aviones, llenos de amigos, que arribaban, ilusionados, para el congreso de Sheffield; iba llegando en los barcos que por el mar del Norte, el Canal de la Mancha, el Atlántico, se acercaban a los litorales ingleses; la nueva luz se encontraba también dentro del Reino Unido, al lado de aquel mismo mister Attlee, y sus caninos detectives encargados de oscurecerla.

A todo esto, nuestro bar de concentración se iba animando. Un nuevo prisionero de la paz entraba en él. Alegre, movido, lleno de carcajadas. Era el presidente de la delegación noruega. Dos italianos, que yo al principio creí dos policías, se encontraban en el bar antesde nuestra llegada. Eran un hombre y una mujer, también delegados al congreso. Él, amigo de España, soldado de la Brigada Garibaldi en los años de nuestra guerra. Su manera de acercarse a mí no la olvidaré nunca. Lo hizo, al comienzo, receloso, dando un lento paseo por el bar. Mas cuando me tuvo de frente, me lanzó, decidido, lleno de confianza: "Venís desde muy lejos. Mas esta lejanía/ ¿qué es para vuestra sangre, que canta sin fronteras?". Era mi poema A las Brigadas Internacionales, escrito en los días de la defensa de Madrid, en no viembre de 1936. Le di un abrazo.

"Yo asistí en Valencia", me dijo, ,la la representación de tu Cantata de los héroes. Era entonces muy joven. No tenía 20 años. Ahora soy diputado del PCI. Me llamo Giuliano Paietta. Éstos", y distinguió a los policías ingleses con una palabra castellana que se retuerce en forma de dos cuernos, "no nos dejan entrar, como a vosotros. Pero vamos a ver qué hacen con los 300 italianos que a estas horas estarán llegando a Inglaterra por el Canal de la Mancha".

Y nos divertimos pensando en los interrogatorios que esperaban a los elegantes detectives de Scotland Yard. Cuando más bromas hacíamos, uno de nuestros vigilantes, que había salido, regresó trayendo un diario. Le pedimos al punto nos lo dejase hojear, a lo que accedió sin resistencia. Al desdoblarlo vimos que desde el centro de su primera página nos miraba con ojos chispeantes y mano amenazadora alguien muy conocido para nosotros. Era Picasso, sorprendido por los fotógrafos en el instante de poner pie sobre la rubia y nunca mejor llamada pérfida Albión. Aquella mano espantosa, como raro cacharro de cerámica, hacía aún más fulmíneo el rayo de sus ojos. Debajo de la foto se leían, entre comillas, estas cortas palabras: "Es terrible". Eran las pronunciadas por Picasso como comentario a la hospitalidad dispensada por el Gobierno laborista a los invitados al congreso de Sheffield. La verdadera paloma de la paz, la que acababa de diseñar Picasso, su abierta y blanca entrada en Inglaterra, le quitó el sueño a mister Attlee, a quien tampoco iba a ser muy grato para su buena digestión y la de su Gobierno, conducidos a remoque de la política ya bélica de Washington, oír la voz del congreso clamando -lo mismo que hoy hacemos- por la prohibición de las armas atómicas, la reducción controlada de los armamentos y el renacer de la confianza en un nuevo mundo fraterno de paz y de justicia, lejos de los horrores de la guerra...

Y la paloma de Picasso tuvo que levantar el vuelo hacia Varsovia. El Comité Polaco de la Paz ofreció al comité mundial que se celebrara allí el congreso. Y hacia allí, hacia Varsovia, también José Bergamín y yo levantamos el vuelo, viendo desde la altura, entre los agujeros de la niebla, achicarse, hasta luego desaparecer, nuestro pequeño, como abominable, bar inglés de concentración.

® Rafael Alberti.

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