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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Helsinki no fue una fiesta

LA CELEBRACIÓN del décimo aniversario de la firma del Acta final de Helsinki, un documento nacido de la distensión, el término con el que unánimemente se bautizó entonces el nuevo clima de coexistencia que se afianzaba entre las dos potencias, no ha sido precisamente una fiesta. Ha sido más bien una reflexión preocupada e incluso cansina, porque tras las posibilidades de variación que ofrece la retórica se esconde una realidad evidente: los 35 países que firmaron los compromisos de 1975 han denunciado ahora que es poco lo avanzado, pero han reconocido también que no existe otra posibilidad que seguir la misma vía. El hecho mismo de que no fuera posible llegar ayer a la clausura de los actos a un comunicado conjunto de los 35 países participantes, pese a toda la tenacidad de esa bisectriz europea que es la diplomacia finlandesa, es suficientemente ilustrativo.Soviéticos y norteamericanos han acaparado la atención del aniversario porque, en definitiva, se acepta sin paliativos que tienen en sus manos los grandes problemas. Las diferencias de fondo siguen siendo las mismas para las dos superpotencias: donde EE UU ve un simple compromiso moral que apunta a la ampliación de las cotas de libertad individual y a la promoción de los contactos entre los dos bloques en Europa, la URSS reclama la existencia de un tratado llamado a tener consecuencias inmediatas y un reflejo preciso en la legislación interna. Donde Washington aprecia problemas de derechos humanos y cerrazón de fronteras, Moscú denuncia la carrera armamentista.

Al margen de estos debates sobre el fin y los medios, que llegan a confundir los propios actores, y que, como toda discusión teológica, podrían no concluir nunca, un cierto cambio de clima se ha reflejado en Helsinki en detalles que los dos grandes protagonistas de las jornadas reconocían por vía de alusión pero que no concretaban en ningún caso. Una atmósfera algo más favorable, por tanto, parece el fruto más perceptible de estos contactos.

Esa ausencia de referencias directas tanto a la amenaza como a la esperanza se refleja en el hecho de que el secretario de Estado norteamericano, George Shultz, no empleara ni una sola vez en su discurso el término distensión, détente, como dicen, sin traducir la palabra francesa, los anglosajones. Ese tipo de generosidad semántica gusta a la Europa reflexiva y amante de la seguridad. Es como una pequeña prenda de que los buenos propósitos no mueren nunca. Choca, en ese mismo sentido, la falta de referencias en el discurso de Shultz al problema del control de armamentos, porque si bien no es el tema central del acta y tiene otros foros de debate, refleja una de las preocupaciones esenciales de Europa. Quien no se preocupa hoy por la posible amenaza bélica que implican las recientes directrices de la política de defensa, teme, al menos, sus consecuencias económicas. En ese contexto, la insistencia exclusiva en las violaciones de los derechos humanos por parte de la Unión Soviética puede llegar a tener un impacto limitado en la opinión pública, por muy inadmisibles que resulten los argumentos que la URSS esgrime en su propia defensa.

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La próxima cumbre Reagan-Gorbachov prevista para noviembre en Ginebra, que el norteamericano aborda con ese enfoque pragmático que rehúye la détente como norma y el soviético con el deseo coincidente de buscar soluciones inmediatas, concita en estos momentos las mayores esperanzas. Pero existe otra vía de acción que volvió a ser sugerida en Helsinki por varios países, y entre ellos por Francia. Si "la seguridad y la paz de nuestras naciones depende", según dijo Shultz, "de la mayor seguridad y estabilidad de la paz en Europa", y si "el desarrollo de toda la situación internacional depende en gran medida", como afirmó el ministro soviético de Asuntos Exteriores, Eduardo Shevardnadze, "de la evolución de las relaciones en Europa", al margen de que estas declaraciones sean o no sinceras, no hay una razón evidente para que los propios europeos no puedan consolidar en el plano político el entramado de conexiones profundas que ya mantienen en la práctica. Parece claro que un debate entre protagonistas europeos sobre la seguridad en el viejo continente no es para hoy ni para mañana, pero se trata de una posibilidad que bien merece una esperanza.

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