La agricultura familiar, ante la adhesión a la CEE
Tomando como referencia la Encuesta de Población Activa (EPA), podemos considerar ex plotaciones familiares a las equivalentes con "ocupados en sentido estricto en el sector agrario, que sean empresarios sin asalariados y trabajadores independientes". Estos son los datos de ocupados en sentido estricto en 1985 (primer trimestre) para el sector agrario (excluido el sector pesquero): 25.600 empleadores, 829.500 empresarios sin asalariados, 413.800 ayudas familiares, 491.100 asalariados y 3.000 no clasificados; en total, 1.763.000 ocupados.A falta aún de los resultados totales del censo agrario de 1982, estos datos constituyen una aproximación seguramente por exceso del número de explotaciones familiares. Nos encontramos con que, junto a los asalariados agrarios fijos o eventuales sin tierras, las explotaciones agrarias familiares, que a su vez emplean un volumen importante de ayudas familiares, constituyen uno de los componentes básicos del tejido social del campo español.
Bajo nivel de renta
Este amplio conjunto de pequeñas y mediadas explotaciones agrarias familiares es, junto al de los asalariados agrarios, perceptor de los niveles de renta más bajos del sector. Utilizando como referencia los datos de las encuestas de presupuestos familiares de 19713-1974 y 1980-1981 y como indicadores los gastos de consumo por hogar y los ingresos por hogar para las diversas categorías socioeconómicas de activos agrarios y para el total de activos no agrarios, se obtiene que las diferencias de rentas dentro del sector han seguido siendo muy significativas durante el período considerado, y en algunos casos superiores a las existentes entre activos agrarios y activos nd agrarios. Los datos se reflejan en el cuadro adjunto.
Destaca en particular el bajo nivel de rentas que presentan los empresarios sin asalariados (presumiblemente las explotaciones familiares), que parecen aproximarse a las que percibe el colectivo resto de activos agrarios (principalmente asalariados agrarios), tanto desde la perspectiva de los gastos de consumo como de los ingresos por hogar. Estos datos, dadas sus limitaciones (obsérvense las diferencias por indicadores y la incidencia que sobre los mismos pueden haber tenido aspectos coyunturales, como la mala cosecha de 1981), han de ser manejados con prudencia. Pero nos ponen en la pista de un fenómeno muy preocupante y deficientemente conocido: que un porcentaje posiblemente mayoritario de nuestras explotaciones agrarias familiares no permite alcanzar a sus tituares niveles de renta mínimamente suficientes. De otro modo, que su tamaño, su equipamiento técnico, sus orientaciones productivas -en definitiva, su estructura-, impiden que muchas de estas explotaciones sean económicamente viables.
Ciertamente, el concepto de explotación viable no está bien definido, ni resulta fácil hacerlo, pues, por ejemplo, en la agricultura a tiempo parcial, que reviste una importancia notoria y creciente, la mayor o menor racionalidad económica se ajusta a las posibilidades de dedicación a la explotación. Este relativo desconocimiento es debido fundamentalmente a la ausencia -esperemos que ya por poco tiempo- de fuentes estadísticas fiables que permitan clasificar las explotaciones por tipos de aprovechamiento y unas medidas de viabilidad económica, como puede ser el margen bruto estándar utilizado en la CEE.
Pero, a pesar de, todo, no puede aceptarse la posición de quienes piensan que ayudar a las explotaciones actualmente no viables es improcedente desde el punto de vista de la eficiencia económica, porque se trata de subvencionar inversiones en empresas que van a continuar siendo marginales.
Ayudas específicas
Muy al contrarío, hemos de preocuparnos seriamente por el futuro que aguarda a estas explotaciones ante la adhesión al Mercado Común agrícola, tratando de promover su urgente modernización para que alcancen la viabilidad económica al menos durante el llamado período transitorio. No actuar así equivaldría a forzar un nuevo episodio de reconversión del sector que, en contraposición al que tuvo lugar,en los años cincuenta y sesenta, sería ahora económicamente inviable y social y políticamente mucho más regresivo.
Tradicionalmente, por parte del Ministerio de Agricultura se han venido instrumentando diversas líneas de ayuda técnico-económica para la modernización de explotaciones, que, bajo la forma de créditos a bajo interés y subvenciones, han pretendido inducir una elevación de su nivel de capitalización. Del mismo modo se han aplicado planes de reestructuración y reconversión de algunos sectores, como el de producción lechera, el del olivar, etcétera.
La existencia de estas líneas de ayuda, utilizadas en algunos casos con fines claramente electorales (recordemos, como ejemplo más reciente, el llamado Plan de Capitalización Agraria, lanzado por el último Gobierno de UCD seis meses antes de las elecciones legislativas de 1982), no permite eludir la hipótesis de que hayan beneficiado mayoritariamente a un reducido número de explotaciones, precisamente a las que tenían más posibilidades de endeudamiento y más capacidad de iniciativa, condiciones menos frecuentes en la agricultura familiar.
Así, pues, promover medidas de modernización general de la agricultura sin delimitar simultáneamente las características de los beneficiarios de estas medidas conduciría muy probablemente a la inutilidad de las mismas para reducir las desigualdades de rentas anteriormente señaladas.
Este ha sido el planteamiento habitual de quienes, amparándose en la defensa del sector globalmente considerado y enarbolando la bandera de un genérico agrarismo, han propugnado objetivos como el de precios altos para todos, olvidando u ocultando que las mayores diferencias de rentas se encontraban a menudo dentro del propio sector agrario.
Lo que se requiere son ayudas específicas para la modernización de los colectivos más necesitados del sector, y en este caso para los titulares de explotaciones agrarias familiares, que contribuyen con un porcentaje básico a la producción final agraria. Este enfoque no es, por otra parte, nada revolucionario, ni siquiera novedoso. Desde 1972 existen en la Comunidad Económica Europea, a la que vamos a incorporarnos, directivas que discriminan en favor de ciertos colectivos.
El núcleo de la llamada política socioestructural comunitaria, que hoy se contiene básicamente en el Reglamento 797/85 de la CEE, sobre mejora de la eficacia de las estructuras agrarias, está definido en favor de los agricultores jóvenes, las zonas de montaña y rurales desfavorecidas y las explotaciones agrarias de carácter familiar. Es decir, para unas zonas geográficas y unos colectivos sociales concretos.
Estos son los objetivos que al parecer han venido orientando la política de estructuras agrarias llevada a cabo por el Ministerio de Agricultura en su última etapa, y que en estos días se concreta en el lanzamiento de un nuevo programa de ayudas especialmente diseñado para los titulares de las aproximadamente 500.000 explotaciones familiares.
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