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¿Hacia la tibetización de las universidades españolas?

Ortega y Gasset calificó de tibetización la situación cultural de España desde mediado el siglo XVI hasta bien cumplido el primer tercio del siglo XIX. Al parecer, Felipe II se asustó de las peligrosas novedades que se profesaban allende los Pirineos, en especial tras un informe de un clérigo alarmado por lo que escuchó en Lovaina. Su católica majestad mandó cerrar a cal y canto las fronteras universitarias, y la más rigurosa endogamia se aposentó en los centros docentes hispanos.Por definición, la Universitas medieval y renacentista no reconocía fronteras. San Alberto Magno pertenecía a la nación germánica; santo Tomás, a la itálica; el venerable Duns Escoto, a la británica; Pedro Hispano era portugués; Domingo de Balboa, español, diríamos hoy. La universidad de París los tuvo como maestros, al igual que a los de la nación de los francos, y a veces con más fama que estos últimos. Cuando se estudian las posibles causas del éxito científico-cultural de unas universidades y el anquilosamiento de otras se señala que la autonomía, la elasticidad de los planes y programas y el índice de exogamia -entendida como procedencia de otras regiones- son los factores más positivos.

En nuestros días, la Universidad española, autónoma en el papel, encorsetada en cuanto a titulaciones y planes, ve reforzados estos elementos negativos al agregarse a la rigurosa endogamia de los alumnos la de los profesores. Pese a sus defectos, la nueva Universidad decimonónica, codificada después por la famosa ley Moyano, no fue endógama respecto al alumnado y a su profesorado. Hasta bien entrado el siglo XX los alumnos se matriculaban en el centro y lugar que les placía, sin otra limitación que la impuesta por razones económicas. El profesorado tenía muy amplia movilidad. Así, y pese a la creación de los distritos universitarios, hasta 1960 el índice de exogamia del alumnado se aproximaba al 31 %, y el del profesorado, al 61%. Más aún, en el período 1946-1956, las dos universidades que proporcionalmente dieron mayor número de catedráticos fueron las de dos provincias medias: Zaragoza y Granada.

La plétora de alumnado condujo a enclasarlos dentro de su distrito universitario, de tal modo que a finales del curso 1983-1984 el índice de los procedentes de otros distritos había bajado al 11 %. En cuanto al profesorado, hasta 1968 el índice de los procedentes de otras universidades se mantuvo por encima del 50%. Pero a partir de dicha última fecha empezó a decrecer, y tras la masiva idoneización ha descendido por debajo del 25%. Las nuevas normas para los llamados concursos, vergonzantes minioposiciones, establecen que el perfil de la plaza y dos de los miembros de las comisiones lo serán a propuesta del centro correspondiente. De hecho, son los propios interesados quienes trazan el perfil y dan los nombres, con nuestra anuencia generalmente, porque ¿acaso no son los que mejor conocemos los miembros de su departamento y de su facultad?, ¿cómo voy a decir no a quien acaso formé o al menos acepté o contraté? Así, dentro de poco tiempo cada universidad no tendrá más alumnos que los de su zona periférica ni más profesores que los creados o recreados en ella, y esa no era la intención del legislador, ni creo que sea la de un ministro cuyo padre presume legítimamente de la formación y docencia de su hijo en varias universidades de acá y de allende las fronteras. Si el mal no se remedia, hasta el año 2005 aproximadamente, rebus sit stantibus, como aparecía en un estudio de hace tres años, la imprescindible movilidad universitaria será prácticamente nula.

Miguel Cruz Hernández es catedrático de la universidad Autónoma de Madrid.

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