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Tribuna:Una reflexión intelectual sobre la incorporación de España a la CEE / 2
Tribuna
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La ausencia de osadía de la inteligencia

El temor a la osadía intelectual en el seno de la sociedad tradicional española es, a mi juicio, la primera de las claves para entender íntegramente el reto que nos lanza nuestra incorporación a la Comunidad Económica Europea. Cosa tanto más notoria, cuanto que en otros órdenes de la actividad humana -lucha contra el islam, aventura de los almogávares, conquista de América, Lepanto, Flandes, guerra de la Independencia, guerras civiles y pronunciamientos del siglo XIX- ha sido eminente el arrojo de las gentes de España. "¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?", preguntaba con ingenua jactancia Bernal Díaz del Castillo, soldado de Hernán Cortés. Toda la España tradicional haría suyas esas palabras. No: osadía bélica no nos ha faltado a los españoles; pero sí, hasta Cajal, Unamuno y Ortega, verdadera osadía intelectual. Es cierto que el propio Bernal Díaz del Castillo, como para desmentir a los que luego hablarán de nuestro misoneísmo, dice en otra página que "los españoles todo lo trascendemos e queremos saber". Con curiosidad empírica, tal vez, y no siempre; con el denuedo explicativo e interpretativo que la verdadera osadía intelectual lleva consigo, pocas veces.La guerra civil

Debo preguntarme ahora si nuestra deplorable tendencia a convertir la guerra civil en recurso para la convivencia cuidadana tendrá alguna relación psicológica con el déficit de osadía intelectual que subyace a la escasez de nuestra ciencia. Pienso que sí.

Quiero ser bien entendido. En modo alguno desconozco que guerras civiles las ha habido en todo el planeta: la Rochela, la Vendée y la Commune, en Francia; la guerra de Cromwell contra Carlos I, en Inglaterra; la guerra de los Treinta Años, en Alemania; la guerra de Secesión, en Estados Unidos. La lucha contra el hermano, nervio común de todas las guerras; en todas partes se ha hecho alguna vez guerra contra el convecino. Triste y evidente realidad, que me apresuro a reconocer. Lo que yo quiero afirmar es que la reiteración de las guerras civiles y, en consecuencia, la no resolución o la solución falsa del conflicto interno que la guerra civil manifiesta es un desgraciado hecho de nuestra historia; y que, por añadidura, muchas de nuestras contiendas civiles han sido en alguna medida guerras de religión.

Osadía bélica

¿Por qué? ¿Qué es lo que en la estructura de nuestra vida histórica ha determinado esta nefasta conversión de la guerra civil en hábito colectivo y en pleito religioso? La sobra de osadía bélica que la guerra civil delata, ¿no llevará dentro de sí, enmascarada por ella, una deficiencia de osadía civil, a la postre intelectual? Así lo pienso. Porque la deliberada o indeliberada renuncia a la guerra civil, la resuelta voluntad de aceptar la libertad de quien no es como uno, presupone dos cosas: la búsqueda sincera de la razón que el otro pueda tener y la sincera consideración, siquiera como posibilidad, de la manquedad o el error propios; faenas ambas que sólo a favor de una recoleta y serena valentía moral pueden ser cumplidas. "Es más fácil morir por una idea, y aun añadiría que menos heroico", escribió valientemente Marañón, en la plena madurez de su pensamiento, "que tratar de comprender las ideas de los demás". En mil ocasiones han mostrado los españoles la verdad de esta sutil sentencia. Entre ellos, en efecto, ha solido ser más fácil "morir por" que "vivir para". "Massa pensaves, en ton honor / i massa poc en el teu viure", dice a España la conocida oda de Maragall.

Para mí no hay duda: tanto la "segregación intelectual" y el "enquistamiento espiritual" a que Cajal atribuye la escasez de nuestra producción científica como la acusada resistencia a admitir las razones del otro tienen su más inmediata causa psicológica y social en el déficit de osadía intelectual que tan notorio ha sido entre nosotros hasta hace un siglo.

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Las causas del déficit

Es preciso seguir inquiriendo. ¿Por qué y cómo tal déficit ha llegado a producirse? ¿Por la índole de nuestro suelo y nuestro clima? ¿Por obra de una inexorable tara de nuestra constitución biológica? Evidentemente, no. El ambiente fisico y la peculiaridad racial condicionan el contenido de la historia, no lo determinan. En la historia de España, y sólo en ella, habrá que buscar, pues, la verdadera clave de nuestras excelencias y nuestras deficiencias. Por tanto, dos interrogantes se imponen: ¿cómo ha sido nuestra historia para que la mucha osadía bélica y la poca osadía intelectual coexistan de tan evidente modo en la vida social de los españoles?; y puesto que tal realidad ha sido expresión de hábitos psicosociales históricamente adquiridos e históricamente modificables, ¿qué deberá hacerse para que España sea satisfactoriamente eficaz sin dejar de ser fielmente española?

Desde que la penosa historia de nuestro siglo XIX suscitó entre nosotros la punzante preocupación por lo que somos y por lo que podemos y debemos ser, una y otra vez han surgido en España interpretaciones de nuestro pasado y proyectos para nuestra reforma. Los nombres de Costa, Cajal, Unamuno, Menéndez Pidal, Ortega, Marañón, Madariaga, Ferrán Soldevilla, Américo Castro, Sánchez Albornoz y Julián Marías vienen sin demora a la mente. A todos ellos habría que recurrir para lograr una respuesta válida y total a las interrogaciones precedentes. Yo quiero limitarme a decir que, aceptando con gusto cuanto en cada uno de tales autores parezca indudable o plausible, y, por supuesto, las rectificaciones a que pueda conducir un examen leal de las tesis castrianas, mi personal respuesta se atiene en lo fundamental a la concepción de la historia de España que en los últimos años de su vida propuso Américo Castro.

Cuando el inesperado drama de nuestra última guerra civil me obligó a plantearme el problema de la realidad histórica de España -y, por consiguiente, la razón por la cual esa realidad había sido problemáticamente vivida desde la famosa polémica de la ciencia española: España como problema-, en el torso de la concepción castriana de nuestra historia fui viendo la más convincente respuesta a mi menester y el más adecuado fundamento de una reforma capaz de hacer suficientemente gustosa para un intelectual responsable la condición de ciudadano español.

¿Por qué con tanta frecuencia ha recurrido España al expediente de la guerra civil para resolver el problema de la convivencia política? ¿Por qué nuestras peleas internas han solido ser en tan considerable medida guerras de religión? ¿Por qué ha sido tan exigua nuestra contribución a la filosofía y la ciencia modernas? He aquí la respuesta: porque durante los casi ocho siglos en que se constituye la realidad histórica de España, los que transcurren desde Covadonga hasta la rendición de Granada, la peculiaridad factual de nuestra historia dio lugar a la formación de hábitos anímicos y sociales que exaltaban la ambición de grandes empresas bélico-religiosas y relegaban a segundo plano la creciente racionalización de la vida -naciente burguesía artesanal y comercial, teología y filosofía escolásticas, saber matemático, incipiente ciencia moderna del cosmos- que durante la Edad Media se produce en los más importantes países europeos.

Hábitos anímicos y sociales

La fuerte tendencia a convertir en compacta uniformidad la siempre relativa y múltiple unidad de las cosas humanas, el integralismo de la persona, el vivir como desvivirse, la visión del mundo más como escenario de la hazaña personal que como objeto de conocimiento y dominio, el modo español de concebir la Inquisición y la limpieza de sangre, el menosprecio de las artes mecánicas, el recelo religioso ante lo que pudiera alterar ese poderoso sistema de ideas y creencias, tales fueron los más importantes hábitos anímicos y sociales que nuestra peculiar historia medieval paulatinamente engendró; hábitos que cobraron su máxima intensidad durante los siglos XVI y XVII -tres concausas de esa exaltación: la aventura americana, las dificultades en el logro de la unidad nacional, la concepción de la Contrarreforma como guerra total- y que, aun acosados y alterados por la creciente e inexorable penetración de la modernidad europea en la vida española, perdurarán hasta nuestros días en los senos más tradicionales de nuestra sociedad. Y no sólo en ellos. Vengamos, si no, al más inmediato ayer: ¿por qué no se resolvió en 1936 con un pacto razonable y trató de resolverse con una horrenda guerra civil la división política y religiosa de los españoles?

Sería improcedente que yo, desazonado amante de la historia de España, pero en modo alguno cultivador profesional de ella, me enfrascase ahora en la tarea de exponer documentadamente lo que en nuestro pasado es común a todos los pueblos peninsulares y lo que es propio de aquellos que nunca se han incorporado totalmente a la castellanización de la Península consecutiva al matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Sólo una cosa quiero afirmar: que, a mi juicio, el déficit de osadía intelectual en que la exigüidad de nuestra conciencia y las lacras de nuestra convivencia tienen su más importante fundamento psicológico, a ese arraigado pero modificable modo de ser debe atribuirse. Svipuesto lo cual, ¿qué deberá hacerse para responder adecuadamente al reto que a los españoles nos lanza nuestro reciente ingreso en la Comunidad Económica Europea?

Pedro Laín Entralgo es médico y escritor. Director de la Real Academia Española.

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