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Casas de mujeres para huir de la violencia y la soledad

Maite Nieto

El elevado número de denuncias presentadas en las comisarías de Madrid por malos tratos infligidos a mujeres la convierten en la provincia con el índice más alto de agresiones conyugales. Tras las casi 3.000 denuncias anuales, que son sólo una parte del número real de casos, se esconden distintas historias que tienen en común el miedo, el alcoholismo y la falta de trabajo. El Gobierno regional abrió en diciembre una casa refugio, destinada específicamente a mujeres, con una capacidad de 60 plazas. Más de la mitad de las solicitudes todavía no han podido atenderse.

Una puerta de hierro verde y un mosaico que representa a la Virgen con el Niño en brazos es lo primero que observa el visitante al acercarse a la casa-refugio para mujeres maltratadas que el Gobierno regional inauguró en diciembre en Madrid. Para entrar en el edificio de tres plantas que está rodeado por un jardín y altas alambradas, no hay más remedio que identificarse a través de un contestador automático "Tenemos medidas de seguridad" explican a modo de disculpa las responsables del centro, "porque algunos maridos se han enterado de la dirección de la casa y han venido a buscar a su pareja utilizando métodos violentos".En el interior, la frialdad de los pasillos se rompe con las carreras y los gritos de los niños que, poco después, juegan en una luminosa sala cuyas paredes están pintadas con muñecos de colores. Las ordenadas literas de las habitaciones y las salas de televisión, donde no faltan muebles coquetones, no ocultan la tristeza que se refleja en los rostros de algunas de las mujeres que se encuentran realizando las labores de limpieza o cocina que les han designado para la semana.

La directora de la casa-refugio, Lola Cortón, explica que la mayoría de las mujeres llegan acompañadas de tres o cuatro hijos. "Los niños y la falta de independencia económica", añade, son algunas de las causas que provocan la permanencia de las mujeres en el domicilio conyugal, sometidas a las vejaciones del marido o compañero".

Petri tiene 29 años, y hace cinco meses que vive en la casa-refugio con sus hijos, de 7 años y 15 días, respectivamente. "Mi estancia", explica, "se está prolongando un poco más de lo normal porque cuando vine estaba embarazada de más de cuatro meses y tengo que esperar un poco para poder dejar al niño en una guardería e intentar encontrar trabajo". Mientras fuma un cigarro relata que los insultos y las palizas de su marido se iniciaron a raíz de tener a su primera hija. "A mi marido le gusta mucho la calle", dice, "y cuando yo no pude salir con tanta frecuencia empezó a hacerlo sólo y a llegar bebido a casa".

Las palizas, los golpes, los tirones de pelo, los puñetazos en los muebles, casi nunca tienen una causa justificada, dicen estas mujeres. El detonante puede ser una cena que se enfrió, una arruga en la ropa, un problema con los hijos, pero la mayoría de las veces es la pura arbitrariedad.

Carmen Ramos tiene 30 años. De los 12 que ha estado casada, ocho han sido "un infierno". Ella, y sus tres hijos, de 12, 7 y 3 años, viven en la casa-refugio hace dos meses y siete días. La exactitud de las cuentas hace pensar que cada día que ha pasado desde que abandonó su hogar ha sido algo especial. "Yo aguanté", reconoce, "con mi marido porque soy cobarde; me daban miedo él y tener que enfrentarme a la vida con la responsabilidad de sacar adelante a mis hijos".

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Haberse casado con 17 años y embarazada no impidió que el amor y la tranquilidad reinaran en su hogar durante los primeros años. "Después, la bebida y las drogas que empezó a consumir mi marido, que es óptico", dice, "provocaron que le despidieran sucesivamente de varios trabajos y que comenzaran los malos tratos, sin fin y sin motivo". Carmen esperó a que su hijamayor le dijera que no quería continuar viviendo con su padre para decidirse a dar el gran paso y pedir ayuda a los organismos oficiales. Ahora duerme tranquila, sin esperar con miedo el ruido de la puerta, que significaba que él volvía a casa.

El ambiente entre los habitantes de la reducida comunidad es relajado. Cada familia dispone de una habitación, pero el resto de los servicios son comunitarios. La cocina, el lavado y planchado de la ropa, la limpieza del edificio, se distribuyen en turnos. Todas comparten el mismo problema y saben cuándo una de sus compañeras necesita estar sola.

La mayoría de las mujeres han trabajado antes. Además de soportar la violencia y el maltrato, mantenían a su familia. "Desde que me casé", relata Chus, de 33 años de edad, "no he parado de trabajar, mientras veía como mi marido permanecía en casa. Tres veces he tenido que vender todos los muebles de la vivienda para asegurar la comida de mis cuatro hijos". Pero Chus no se libraba de las agresiones de su cónyuge y ahora, después de nueve años de matrimonio y cuatro meses fuera de casa, se siente libre "por primera vez" en su vida.

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Sobre la firma

Maite Nieto
Redactora que cubre información en la sección de Sociedad. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora de información local de Madrid, subjefa en 'El País Semanal' y en la sección de Gente y Estilo donde formó parte del equipo de columnistas. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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