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Tribuna:LA FERIA DEL TORO DE PAMPLONA
Tribuna
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'E la nave va'

No resulta fácil ordenar el rol de quienes animosos o por la fuerza de la corriente se embarcan en esta nave que tiene un poco de la de los locos, otro poco de la de Baco y un algo de arca de Noé, y que más de un aborigen desearía que fuese un esquife o dominguero bote en el que navegar por un apacible estanque impresionista. Nada de eso, mal que les pese a los andobas y a la buena gente de toda la vida; turbulentas son las aguas y valeroso el pasaje que confía su suerte y su ventura a una tripulación aquejada de un irrefrenable baile de San Vito.A saber de dónde salen y por dónde o cómo vienen. Porque las apacibles calles de esta provinciana ciudad se ven de pronto invadidas por una apretada nube de trileros, adivinadores del porvenir -desde las gitanas de la buenaventura hasta aquel que entrega la dudosa suerte en el pico de un perico y que sólo es un vago recuerdo en la memoria-, descuideros, saltimbanquis, músicos callejeros, tragasables, tragafuegos, vendedores de tortugas, de donnicanores, de silbos y de trompetas del juicio final y, en general, de todas esas indescriptibles mercaderías que demuestran cómo la mente humana no conoce reposo.

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Llegan manguis y buscarruidos; unos avizoran o acechan a sus presas, los otros buscan sus particulares pleitos. Algunos acaban viendo la animación de los juzgados. Los más, tan sólo animan la calle con su bulla. Llegan los tarzanes, los hemingways y hasta los henrymillers de Logroño como si fueran a encontrar quién sabe qué enormidades. También llegan al paraíso de la alpargata las bandas de limpiabotas, de vendedores de claveles y de globos, los vagamundos y los peregrinos a la meca de la farra. Alguno se va muralla abajo envuelto en teologías y se da un trompazo que para qué. Otros saldrán de la ciudad cargados de sueño o con un mono, un loro o una ristra de ajos colgando del cuello a modo de floral bufanda. De esto saben mucho los filósofos de la fiesta: donde hay un lugareño, hay un filósofo. Y en este piélago, ya digo, meten pluma y cuchara, ojo y hasta pezuña, filósofos, reporteros dicharacheros, cineastas y cucos de variada índole, y cada cual saca su ventaja y su particular contentamiento.

Los de casa, cuando ven aparecer, sin explicárselo con precisión, ese variopinto gentío, dicen que la cosa está cada vez peor y creen estar condenados a poseer un inagotable boleto para una barraca de fenómenos. Mas luego, y si todavía no han puesto pies en polvorosa, se quedan fascinados ante ese renovado muestrario de extravagancia. Sin ir más lejos, la otra tarde, me crucé en la plaza del Castillo con un hombre que estaría en la cincuentena, de barba y melena canosas, envuelto en una piel de león a todas luces sintética, con los calcañares al aire y lleno de colgajos de algún remoto ceremonial. Le seguía a prudente distancia un gigantón tambaleante, de piel entre negra y aceitunada, cargado de bultos y petates. No había lugar a dudas. Eran Viernes y Robinsón Crusoe.

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