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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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En las noches y los amaneceres

Cuando uno está escribiendo un libro de memorias quiere decir que lo fundamental es el desvelo, convocar los recuerdos más cercanos o más recónditos, relegados en esas misteriosas "galerías" -Machado- en donde se pasean sin dormir o, por el contrario, reposan como en estado yacente, esperando ser resucitados. A lo largo de más de 80 años de anaqueles repletos de tan diversos hechos y cosas, mi memoria también siempre está llena de míllones de versos, míos, o de los demás de todos los tiempos, y tantos, en los dos o tres averiados idiomas que conozco.Vous demandez des bocks ou de la limonade... / On nest pas sérieux quand on a dix-sept ans. (Rimbaud). ¡Qué maravilla allá en la adolescencia, o incluso bien ya entrada la primera juventud, mi loca admiración y gusto por los refrescos de colores, por aquellos pálidos helados en forma de barquito o por los muy frágiles barquillos de canela, ganados al azar a las reolinas de los barquilleros en las endomingadas fiestas verbeneras! Claro que no se es nada serio cuando se tienen 17 años y hasta unos cuantos más. Yo he recordado, escribiéndolo tantas veces, que unas 4.000 pesetas de las 5.000 que me dieron por el Premio Nacional de Poesía me las gasté en helados, invitando durante muchísimas tardes, en un gran salón bajo el desaparecido hotel Nacional, a todos los amigos y hasta desconocidos que quisieran tomar cuantos helados les apeteciesen. Pero yo entonces -a pesar de los barruntos de mi "adenopatía hiliar con infiltración en el lóbulo superior del pulmón derecho"- era bastante feliz. En mis primeras habitaciones, siempre más bien pequeñas y sin visillos o cortinas en las ventanas, quedaba algún espacio suficiente como para recibir a los pocos visitantes amigos que yo tenía. Ahora ya no es así. Ya no lo era ni en Buenos Aires ni en Roma. Ya no lo es, ni mucho menos, en mi alta torre de Madrid. Ahora es cuando deseo, sobre todo en las noches, cuando quisiera tirar todo. Romper todo. Vamos. ¡Valor! Me inundan, me acosan los papeles: cartas, sobres rotos, catálogos de exposiciones, revistas, periódicos... Me invaden. Mi cuarto ya no es más que el breve espacio de mi cama. Dentro de ella me defiendo. Mi barricada. Mi trinchera. Pero me cercan. Avanzan milímetro a milímetro. No puedo más. ¡Afuera! No quiero ver más libros, más cartas, más sobres a pedazos por el suelo. ¡Dejadme! Voy a gritar. Y grito. La noche. Me responden los perros más lejanos, los gallos anticipados del amanecer. Subid. No sabrían ayudarme a romper todo. Mejor sería un mono, un gorila feroz, un animal salvaje, inteligente. Tal vez lo haría por mí, porque yo estoy cansado, sin fuerza ni valor para acabar con todo. Se está acercando el alba, como sucede cada día. Y perderé la mañana, la tarde entera, el día entero buscando entre tanto papel algún papel perdido, una foto, una carta que contestar -¡tantas y tantas (¡perdonadme!) sin respuesta alguna!-, un libro idiota del que decir una palabra estúpida. Oigo la radio. Las radios. Desde antes del amanecer. Tengo seca la voz. ¿Qué dicen? Sólo se habla de matar. ¿Y la vida? Sólo de muerte. Matar. De proyectos de matar. Pocos hay que no quieran matar. De este lado. De este otro. ¿Matar para dejar de matar? Miedo. Terror. Las ondas están llenas de cuchillos, de disparos, de lluvia de bombas, de explosiones. De muerte... Mas allá abajo espejea el mar. Pueblos blancos, tranquilos. La playa. La arena, de cuando no había cartas ni periódicos, ni radio, ni catálogos de exposiciones, ni tanta muerte, tanta velocidad para hablar sólo de la muerte.

Pero también durante muchos amaneceres me cantan, sonrosándome la memoria, estrofas de Garcilaso de la Vega y aquella, también inmortal, gongorina, de la Fábula de Polifemo: ¡Oh bella Galatea, más suave / que los claveles que tronchó la aurora; / blanca más que las plumas de aquel ave / que dulce muere y en las aguas mora! Y me escapo, veloz, hacia Sicilia, a los altos inquietadores de Taormina, con el Etna, perpetuo fumador de estruendoso fuego, al fondo. Por allá abajo se abren las playas y los caminos de Acis, el desgraciado amante de la ninfa del mar, la bella hija de Doris, Galatea, la desesperada y asesina pasión de Polifemo. Y entonces me acuerdo, ahogado por la encendida y negra fumarola del volcán, de la Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora, que llevo preparándola, hace casi dos años, para el homenaje que en honor del gran poeta cordobés prepara Sicilia, fábula de la que todavía sólo he manugrafiado el poema y preparado apenas cuatro serigrafías de las 10 que lo han de ornamentar.

Fue en Italia adonde vi a Eugen Jabeleanu y a Fiorica, su maravillosa compañera, lírica y delicadísima díseñadora, muerta a los pocos días de regresar a su patria, Rumanía. ¡Dios de Dios! Yo me encontraba allí, una vez, en la Transilvania rumana, sobre unos altos montes, desde los que se veía allá abajo, como una transparente pupila de agua, el lago Rojo. Habíamos traducido ya, con la preciosa ayuda de Verónica Porumbacu, una gran selección de la poesía de Mihail Eminescu, el mejor clásico y romántico de toda la literatura rumana; a Tudor Arguezi, admirable y anciano poeta innovador, viviente aún en aquel tiempo de mi viaje. Habíamos publicado ya en Argentina las Doinas, bellísimos romances y canciones, tesoro de la memoria campesina de aquel pueblo de danzas pastor¡les al son del abejorreo de las flautas. Llegaron los labradores. / ¡Quéjúbilo de colores! / ¡Qué albas camisas deflores! / Me cantaron. / En la tierra amanecía. En paz el trigo subía. Era la mar quien crecía. / Me cantaron. / Yo no reía, lloraba. / El campo era quien cantaba. / El mundo quien despertaba. / Me cantaron. / ¡Ay, qué soles me trajeron! / ¡Ay, qué estrellas me dejaron / cuando se fueron! Pero yo me encontraba en lo alto de aquel monte y no quería descender, pues el camino me había parecido muy arriesgado, sin contrafuertes, asomado constantemente a unas hondonadas profundas llenas de árboles. Me dijeron que podía bajar por una senda estrecha, que llevaba hasta el lago, ahorrándome el temor de aquel otro camino tan peligroso. Me decidí a hacerlo. Y comencé, antes, el descenso de una pequeña cuesta que conducía al sendero. Pero no sé qué me pasó. Perdí pie. Una piedrecilla, quizá, que se me agarró a la suela de un zapato. Pensé, aterrado, que rodaría por la pendiente. En un relámpago comprendí que lo mejor que podía hacer para salvarme era provocar mi caída, antes de seguir avanzando. Y me caí. Di por tierra con todo mi esqueleto, que me sonó en los oídos como si fuera un armazón de bronce. Me ayudaron a levantar. Me había roto dos dedos de la mano izquierda. Una rodilla me sangraba, enseñando el hueso. Un pie me había crecido por un lado, saliéndoseme del zapato. Pero lo que realmente me dolía, me lastimaba fuerte, era el tórax, en el que me había incrustado la máquina fotográfica que llevaba colgada de un hombro. Rápidamente, bajamos por la carretera que me infundiera tanto pánico y, subiendo a otra montaña, fuimos a dar a un puesto de socorro instalado en la cima para los alpinistas. Un joven doctor me repitió lo que ya se veía: dos dedos rotos, una rodilla casi sin carne y una gran luxación en el pie izquierdo. Todo eso no me importaba, pues lo que a mí me dolía, como si fuese a tener un vómito de sangre, era el tórax. El dolor era irresistible. El doctor me auscultó, en profundidad. Luego, me dijo lentamente: "Usted sólo tiene un fuerte hematoma, pero lo peor no es eso: es que usted fuma muchísimo, de una manera atroz, y eso es grave, pues se halla muy expuesto a un enfisema pulmonar". No me extrañaron sus palabras. Pero lo sentí. Llevaba justamente 15 años fumando. Desde 1945 hasta 1960. Pipa, casi exclusivamente en pipa. Pero fumaba 30 o 40 pipas diarías. Desde el amanecer. Las alternaba. Cuando dejaba una, ya la otra, enfriada, era atacada de nuevo con aquel tabaco, siempre de primerísima calidad, que me ayudaba a escribir mis mejores Retornos y Baladas durante mi destierro argentino. Aquellos tabacos que fumaba eran casi comestibles, produciéndome diferentes sabores a frutas secas, enmeladas, que a veces me adormecían, ayudándome en mis estados líricos a prender con más perfilados contornos la nebulosa con que suele tantas veces presentarse el poema. En esos años nada era mejor acompañante para la soledad y lejanía de España que aquellas azules humaredas en las que terminaba envuelto todo yo en aquel cuarto cerrado en que solía escribir mis poemas o componer mis liricografías. Pero también era verdad que algunas madrugadas me despertaba ahogándome, jadeante mi respiración, atacado de asma, que me placía olvidar durante el día, encerrado en aquella pequeña habitación en que dormía y trabajaba.

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-Usted se va a morir -me dijo el joven doctor, tal vez exagerando- Usted, si me hace caso, debiera de dejar de fumar ahora, en este mismo instante. -Usted lo que quiere -le dije bromeando, viendo que por allí, sobre un cenicero, descansaba una pipa- es que yo le regale esta mía con el maravilloso tabaco que fumo, ya que el suyo es ese macedónico que fumáis por aquí sin sabor alguno y que se quema en pocos minutos, sin dar tiempo a ensoñar, a prolongar el éxtasis conveniente al poeta. En el momento en que el joven doctor sonreía, de las tres maravillosas pipas que yo llevaba le regalé dos, acompañadas de parte de la provisión del gran tabaco que iba fumando en el viaje. Dos días después, en Sinaia, la magnífica residencia de los escritores rumanos, me desperté, muriéndome casi, en mitad de la noche. El pulso se me paraba. No podía respirar, esperando se me acabase el corazón de un momento a otro. Llamé al doctor que siempre había de guardia en aquella casa de los escritores. Llegó en seguida. Me auscultó. Me tomó el pulso. Me volvió a auscultar. Se quedó un rato pensativo.-Usted, de corazón, me parece no tener nada. Pero... ¿Es usted fumador?

-Lo era...

-Pero ¿cuándo dejó de fumar?

-Hace sólo poco más de dos días.

-¿Dos días? Pero ¿cuánto fumaba?

-Treinta o 40 pipas... Todo el tiempo. De la mañana a la noche.-¿Y se ha quitado así, de pronto?

-Sí...

-Es un gran disparate. Haga el favor de fumar ahora mismo... Y vaya dejándolo poco a poco.

-Doctor: veo que a usted también le gusta la pipa, por esa que le asoma del bolsillo de la chaqueta. Perdone que no le regale ésta, pues es la única que me queda para ir ahora lentamente retirándome del tabaco...

Todavía, allí en Sinaia, con Verónica Porumbacu, que era hija de una familia de judíos sefarditas, mientras ella traducía el primer tomo de mi Arboleda perdida, tuvimos tiempo para que me ayudase a poner en castellano algunos poemas de María Banus, una maravillosa poeta rumana, que tuvo la suerte de salvar la vida cuando pocos años después un terremoto destruyó casi por completo la ciudad de Bucarest. No tuvo la misma fortuna mi queridísima y siempre desvelada Verónica Purumbacu, pues murió, aplastada con toda su familia, bajo los escombros de la misma casa en que vivía y se hablaba en la lengua de los viejos judíos españoles siempre que yo llegaba.

Y ahora, como es de esperar, va a amanecer. Y mi radio de la madrugada sigue hablando de muertes y atentados, esta vez no muy lejos del lugar donde vivo. Y de entre los miles de poemas que me habitan, mezclados, la memoria, se me impone, de pronto, este de Rubén Darío: ¡Torres de Dios, poetas, / pararrayos celestes / que resistís las duras tempestades / como torres escuetas, / como picos agrestes, / rompeolas de las eternidades! A esas celestes torres de poetas siempre he soñado yo pertenecer.

Rafael Alberti.

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