7 / Los poetas malditos
Cansinos-Assens contra Ramón / Cuando Carrere cobraba de Aunós /Eliodoro Puche había perdido la hache de su nombre entre Murcia y Madrid / Eugenio Noel comía cera y se dejaba la melena de Balzac / Alejandro Sawa no ex Max Estrella: Max es la nostalgia de Valle glorioso por sus años de bohemia / Álvaro Retana o la sicalipsis (que no es más que una errata y no significa nada) / Joaquín Dicenta, el solitario del Manzanares / Guillermo de Torre, mi contertulio sordo / Gómez Carrillo, a quien nunca quise prologar / Armando Buscarini o el prestigio de no ser nadie / Papini y los soviéticos en Pombo.
Rafael Cansinos-Assens (1),judiazo y triste, vivía de las traducciones, y Emilio Carrere vivía de su sueldo del Tribunal de Cuentas (Fuencarral), adonde seguramente lo habían metido Aunós y Maura, y adonde sólo iba a cobrar. Eran los capitanes de la poesía maldita española, porque España es un país que no ha dado maudits puros. ¿Por qué?Luego, quizá, veremos por qué. Cansinos, judío de la morería del Viaducto, más que judío de la judería, escribe bien, demasiado bien, y lo que no sabe es escribir mal. Pero el escritor/escritor tiene que saber, asimismo, escribir mal. Conversacionalmente. Cansinos hizo sus memorias. El material es muy bueno y la prosa es mala. Sólo recuerdo, ahora, dos ejemplos de memorias conversacionales perfectamente logradas: las de Baroja y las de Ruano. Un libro tan gordo como suelen ser unas memorias no admite otro estilo que el conversativo. Cansinos y Carrere, como digo, son los padres y maestros más o menos mágicos, liróforos celestes de la poesía (y la prosa) maldita española de entre dos siglos. Censo o centón: Eliodoro Puche, Eugenio Noel, Alejandro Sawa y su hermano (que era más bien un funcionario de la literatura), Comet, Pedro Luis de Gálvez, que hacía unos sonetos post/rubenianos, desgarrados y agresivos, no malos, Álvaro Retana (salvado en la novela porno o Novela Breve), Vidal y Planas, el galaico Xavier Bóveda, Joaquín Dicenta (muy enfermo y salvado en el teatro), Guillermo de Torre (en sus comienzos), Gómez Carrillo, salvado /frustrado en el -periodismo, Ibarra, del Vando Villad y, sobre todo, Armando Buscarini. No tener noticia de Buscarini es no tener noticia de la erudición más minuciosa y gallofa de la Puerta del Sol. Siguen las firmas, naturalmente. Pero esto son unas memorias en folletón. Rafael Cansinos-Assens vive de las traducciones, como se ha dicho; su último "mecenas" fué Aguilar, o sea, un judío utilizado por otro judío, con una hermana, a quien llama siempre la Hermana, con aquel afán post/modernista por las mayúsculas. Cansinos entabla una innecesaria y peligrosa competencia con Ramón Gómez de la Serna, que entonces era la vanguardia española en Pombo, y a quien vienen a ver Papini y hasta algunos soviéticos. Cansinos, con un premio de cuentos de 500 pesetas, dado por amigos (y de las cuales sólo le pagan veinte duros), se autoproclama maestro de juventudes, y repite este título de maestro hasta la extenuación, cosa que no le reprochamos, pues que la literatura es un inmenso Yo, e ignorar eso, cuando se escribe, es autoengaño o hipocresía. Gómez de la Serna lo explica bien: "Las almas de los sablistas muertos flotan en la Puerta del Sol". La Puerta del Sol, en los principios del siglo, fué un limbo de los injustos adonde destacaba, como un Balzac de entrecalles, Eugenio Noel, con melena de paje, culo caído y piernas cortas. ¿Por qué Ramón, Cansinos, Unamuno incluso, se mezclaron con toda aquella bohemia de entre dos siglos, que evidentemente no conducía a nada? Ramón y Cansinos eran escritores que no vendían y buscaban, cuando menos, discípulos. La tertulia de Ramón era fija y la de Cansinos transeúnte, cada sábado en un café bien elegido. España no ha dado poetas malditos porque, aquí, el que tiene rentas no renuncia a ellas y se hace del Tiro de Pichón, para tirar antes o después que el Rey. En Europa, los poetas malditos -Baudelaire, Villon, Hólderlin, Lautreamont, Nerval- resulta que eran los grandes poetas. En España sólo eran el lumpem de la poesía.
Cansinos tenía perdida la batalla contra Ramón, porque Cansinos era triste y Ramón era alegre, y la gente lo que buscaba es alegrarse, divertirse y, a ser posible, cenar bien. Quizá, la Autobiografía de Paris, de Eduardo Aunós, compañero de La Cierva en el Gobierno militar de Primo, la escribió Carrere, que se sabía Paris de memoría, por los planos, los mapas y los libros. (Una vez escribí que Carrere jamás había estado en Paris y que sólo era el Verlaine de la calle Preciados, y en seguida me salió la familia, muy tarasca.) Estaría bien que Carrere (a quien alcancé en sus últimos artículos del Madrid de los Pujol, antes de que lo volase Sánchez-Bella, con su chambergo, su cachimba y su capa), estaría bien, digo, que la Autobiografía de Paris la hubiese escrito Carrere, ya que sería su mejor libro, por una parte, y, por otra, justificaría todos los sueldos injustificables que le dieron en el Tribunal de Cuentas. El gran amigo y protector de Cansinos era don Manuel Machado, sevillanos ambos. Cansinos habla delicadamente mal de todo el mundo, como debe ser, menos de Machado. Machado también se mezclaba con aquella gallofa de entre dos siglos, realmente tierna y sucia, como Ramón y Cansinos, quizá por cansancio de la propiá obra y convencimiento de que, conseguida ya la inmortalidad en vida, bien podían derrochar el resto de la biografía con aquellos malditos, borrachos y latinizantes, que eran la izquierda (forzosa) de la literatura española. Cansinos quiere ser académico. Visita a Cortázar, el matemático, que naturalmente no le entiende, y al doctor Cortezo. Y desiste de la penosa camináta. "¿Para qué seguir visitando fósiles?". Es el gesto más erguido de su naturaleza claudicante, aunque escribía mejor que todos los académicos de aquel momento.
Eliodoro Puche, murciano, campesino y bruto, había venido a Madrid para hacer versos y pegarse con la gente, a más del vino que bebía. Pero Madrid recha7a testarudamente a algunos (aunque se queden en Madrid, incluso), y Puche se volvió a su pueblo. Después de la guerra le cayó una herencia rural, y murió rico y olvidado. Le había quitado la hache a su nombre por aquel jaleo que se traían con la ortográfia los modernistas/ ultraístas (el vicio secreto del ultraísmo lo había importado el minutísimo Guillermo de Torre en un cabás). Noel, hijo de un hombre de Iglesia, se había alimentado de la cera de las velas. Escribió Las siete cucas e hizo una larga campaña antitaurina, hasta que unos andaluces le raparon la melena balzaquiana. Unos andaluces que, sin duda, no sabían quién era Balzac. Pero uno acaba por convertirse en aquello que combate, y Noel parecía ya un banderillero goyesco vestido sólo a medias de paisano. Era un arbitrista que había encontrado todos los males de la Patria en los toros como otros los encuentran, hoy, en el fútbol. Bueno. Alejandro Sawa no tenía, en el centro de sus tragedias concéntricas, más que una tragedia: que escribía mal. Titular Iluminaciones en la sombra, después de Rimbaud, no es sino tautologizar torpe e innecesariamente a Rimbaud. Una iluminación ya supone en sí una sombra en torno. Sólo por este título (que no es lo peor del libro, empero) se ve que Sawa tenía el sentido de la retórica, pero no el sentido de la lírica, que no es lo mismo, sino todo lo contrario. Se ha dicho que Valle lo inmortaliza como Max Estrella, en Luces de bohemia, pero Valle, más bien, utiliza la máscara astrosa del viejo y mal escritor ciego y muerto para contarse a sí mismo, para contar al fracasado que él mismo pudo ser, para explicar su mitad de sombra, con la inevitable nostalgia del triunfador por sus años de vino y rosas del mal.
Álvaro Retana gana dinero con la novela verde, en cualquiera de sus modalidades, porque aquellos locos estaban muy cuerdos y sabían que sólo la pornografía o sicalipsis, o el teatro, podían sacarles de su cielo inverso de vino y risa. Jamás la poesía modernista/ultraísta (se estaba dando suavemente el giro hacia lo nuevo). Lo cual que sicalipsis es palabra espuria que nace de una errata de imprenta, y nunca ha llegado a saberse cuál era la palabra legal y original: algo, sin duda, referido a la pornografía, ya que sicalipsis queda, entre los cursis de la época, como erotismo refinadísimo. Los cursis de hoy dicen sofisticado por perfeccionado, que es todo lo contrario. Cursis y ágrafos ha habido siempre, y sobre todo ágrafos cursis, con o sin melena a lo Balzac. Joaquín Dicenta, muy enfermo, se estaba siempre en lo que entonces era ya el campo, entre el Manzanares y la ermita de San Antonio, respirando la mierda saludable del río, y en conversación ininterrumpida con la amarga compañía del vino. Guillermo de Torre enamora a Norah Borges, la hermana del funcionario de Poe o burócrata del misterio, o sea Borges, quien siempre nos ha deslumbrado más como crítico/ensayista literario o como cronista de Buenos Aires, de Fervor de Buenos Aires a Evaristo Carriego, que como maldito de biblioteca, aunque tenga la de Alejandría en su piso porteño. Guillermo y Norah formaron largo matrimonio. En los 70, de vuelta de América, yo he tratado bastante a Guillermo de Torre en el Gijón, completamente sordo y con voz de lo mismo, que es lo peor de los sordos. Era, con toda justicia, el Meriéndez Pelayo del vanguardismo, incluso con sus heterodoxos, también (que quizá eran los que más le fascinaban, como a don Marcelino). Me contaba muchas cosas y yo no le contaba nada, porque no me gusta hablar a gritos y porque uno, entonces (y ahora), tenía poco que contar. A su Norah, me parece que ya muerta, la seguía llamando "musa porveinirista".
Ay cuando la vanguardia se queda neoclásica. Y ya hemos hablado aquí de los neoclásicos. Gómez Carrillo (2) se viene de Paris cuando la guerra del 14 e inicia en Madrid un periodismo de grandes reportajes, relegando a los articulistas. Un periodismo "moderno" que hoy llamaríamos "de investigación". Si algo le debemos es esta renovación del decimonónico periodismo madrileño, a cambio de sus insufribles crónicas, de un decadentismo parisino y aprendido. Mal aprendido. Pero jamás he visto que nadie le hiciese justicia por ese lado. La literatura no es sino un inmenso equivoco que, además, da igual. Hace unos años, el editor valenciano Giner me propuso reeditar todo Gómez Carrillo, con un prólogo/estudio mío. Yo no había leído nada de aquel señor. Giner me dejó los libros y en seguida comprendí que yo no tenía nada que prologar ni estudiar en aquel espadachín resabiado. Terminada la guerra, se volvió a Paris. Andaba ya detrás de Raquel Meller. También tuvo un lío con la hija pequeña de Carmen de Burgos, la novia madura de Ramón. Con Ibarra, el bohemio que se mantuvo puro como la penicilina en el hongo, aún cené alguna vez en Lhardy, invitados los dos, naturalmente. Buscarini (3) era la destilación última de todo aquello, algo así como el resultado de retorcer el trapo sucio que había en los cafés para limpiar los veladores. Armando Buscarini, con apellido de pianista y leyenda de nada (era la nada hecha leyenda), me parece que puede cerrar bien esta antología escasa y urgente de los poetas malditos españoles, que nunca ha habido, porque, como dice Sartre sobre Baudelaire, el poeta es "el parásito del parásito", o sea del príncipe (siquiera del príncipe industrial de la burguesía). Y la burguesía española sienta un pobre a su mesa sólo a condición de que no sea poeta.
1. A Cansinos, muerto y tendido sobre el mármol del depósito, lo vimos -¿lo vimos?-, en los cincuenta, como la estatua yacente de sí mismo.
2. Enrique Gómez Carrillo era latinoché y en su segunda etapa parisina hizo poco más que emborracharse -no creía en la "literatura seca"- y odiar a Blasco Ibáñez.
3. Adolescente rimbaudiano y lombrosiano, brutalizado por Villaespesa y sus negrazos, "protegido" por Hernández-Cataz, el cubano estilista y homosexual, autor de La juventud de Aurelio Zaldívar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.