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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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De Odessa a Veracruz

"Por aquí, serranías, / que fuisteis para mí siempre montes azules, / por aquí, oscuro y solo, / abristeis a mi canto la más alta inicial de primavera. Hoy os contemplo, cumbres mantenidas / sin olvidos, / después de tantas nieblas y años lentos de sangre, / desde este fijo sol en las barandas / de un balcón que ahora pienso barca de aquella mar / que se entró hasta vosotras, serranías, / que seguís para mí siempre montes azules".Sí, sí, por fin voy a descansar, trabajando sin cartas ni periódicos, sin infartantes llamadas telefónicas, anónimos y provocaciones, mesas redondas o cuadradas, radiales o televisivas entrevistas, libre y algo escondido, en lo que cabe, asomado a aquel mismo paisaje guadarrameño de mis primeros años, sino que ahora, sobre el balcón de unos queridísimos amigos, de los que no revelo el nombre por sí salta de súbito al teléfono y muero, como el ocaso en el soneto de Julio Herrera Reissig, "cual si fuera atacado de repente / de un aneurisma determinativo". (De lo que se alegrarían muchos.) Sí, repito, voy a poder por fin descansar, trabajando de nuevo, transcurridos más de 60 años de ausencia, ante aquellas mismas montañas de constantes azules y aromados aires resinosos, contemplando otra vez, en sus noches de constelaciones brillantes, estrellas tan hermosas como Altair, Aldebarán, Algenib, así denominadas por los astrónomos árabes, tan líricos y musicales siempre.

... Pero sucedió entonces, en medio de las líneas de ese poema, que yo me encontraba en la Unión Soviética cuando saltó, brava y explosiva, la revolución de Asturias en octubre de 1934. Se nos imponía regresar a España lo más rápido posible. En Moscú había yo recibido una tristísima carta de José María de Cossío dándome cuenta de que un toro -Granadino- había cogido de muerte, en la plaza de Manzanares, a Ignacio Sánchez Mejías, gran amigo y entusiasta de nuestra generación. María Teresa y yo decidimos embarcar en Crimea, en un barco italiano que nos llevaría hasta Nápoles. En Odessa, donde debíamos tomar el Ariadna, bajarnos la famosa escalinata por la que desciende, en medio del delirio ínsurreccional de los marineros del acorazado Potemkin, de Eisenstein, aquel cochecito, ya vacío, de un niño muerto o desaparecido durante la batalla de los sublevados con las tropas del zar. Sacudido por la tan esperada como inesperada muerte de Ignacio, comencé un poema, una elegía, Verte y no verte, que fui desarrollando durante todo, el viaje, ignorando en aquel momento que la terminaría en la plaza de toros de México. "Por el mar negro, un barco / va a Rumanía. / Por caminos sin agua / va tu agonía. / Verte y no verte. / Yo, lejos navegando. / Tú, por la muerte". En Constanza, ciudad rumana donde el poeta Ovidio lamentó tristísimamente su larguísimo exilio, hablamos español con los judíos sefardíes allí instalados desde su expulsión de España. Lo mismo nos sucedió en Varna y Burgas, ciudades balnearias del litoral búlgaro. La civilización, que pudiéramos llamar de los limpiabotas, comienza en Stambul, extendiéndose por las costas mediterráneas, pasando el estrecho de Gibraltar, para concluir en las de Huelva. Seguramente ahora está ya declinando. Pero el lustrarse los zapatos, y sobre todo en un andaluz, es una necesidad de presumido orden estético. Cuando sentado en un café de Stambul me limpiaba los míos, el precioso chiquillo que lo hacía rompió su silencio, sin alzar la cabeza, al sentimos hablar en español.

-Yo también hablo -dijo.

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-¿Y cómo lo sabes?

-Sinyor, es mi pápa y mi máma en mi casa.

En el momento de subir de nuevo al Ariadna, un muecín pregonaba sus oraciones desde lo alto de un minarete.

En Nápoles, todavía la fumarola del Vesubio se elevaba como en los cuadros y grabados antiguos. Ahora, no. A Nápoles le falta su ígnea corona. Allí desembarcamos. Y permanecimos un día. Ya que estaba prohibida la entrada a las mujeres, visité yo solo el Museo Secreto, lleno de príapos voladores, faunos y ninfas poseídos de "indicios vehementes", como diría hoy la gaditana Ana Rossetti en sus eróticos devaneos, que hubieran merecido algún epigrama de Marcial, nuestro gran poeta romano de Calatayud. Un tren nos llevó a Roma. Desde un balcón del palacio Venezia gesticulaba histérico Mussolini. Valle-Inclán imperaba como director de la Academia Española de Bellas Artes. Había amenazado al Gobierno de la República con ponerse a pedir limosna con sus hijos en la plaza de la Cibeles si no lo socorrían con algún cargo. Y allí, en la Academia, lo vi yo, amable, señorial, maravilloso. (En otras ramas próximas de esta mi Arboleda perdida, enhebraré sus barbas, narrando mi permanencia a su lado durante unos pocos días romanos.) A todo esto, un telegrama y una carta de la madre de María Teresa nos aconsejaban no entrar en España. Habían allanado nuestra casa de Madrid, desenterrando hasta las plantas de la terraza buscando armas (!!) y precintando la puerta de nuestro domicilio. La policía republicana de lo que luego se llamó "el bienio negro" se había encargado de ello. Desde hacía algún tiempo, en aquel barrio de Argüelles éramos conocidos por los rusos. No nos quedaba más remedio que refugiarnos en París. La Italia de Mussolini no nos convenía. Asistí a un desfile cívico-militar de los fascistas, que me pareció operetístico y grotesco. Presencié en un momento de vocinglera y gran exaltación -brazos tendidos, ¡Duce, Duce, Duce!- cómo se deshacían algunas filas de la manifestación y se ponían a mear, con toda naturalidad romana, contra los árboles y las piedras sagradas del Coliseo. Valle-Inclán me llegó a decir "que aquel pobre Benito era un botarate". El ilustre marqués de Bradomín se habría mejor acariciado y lucido sus barbas en la gran urbe de los Borgia o en la Florencia de los Medicis.

En París nos dejó su casa aquel encantador e inquietante joven surrealista René Crevel de cuyo inesperado suicidio nos enteramos pocos meses después de instalados en México. Nuestra estancia en la capital francesa fue breve. Constantemente iban llegando, huyendo de la durísima represión, muchos obreros asturianos. Hubo una gran movilización de los sindicatos e intelectuales franceses para salvar la vida de Teodomiro Menéndez y de González Peña, acusados de dirigir la insurrección. Una tarde, nos citó en un café de Montparnasse alguien que no habíamos visto nunca. Se trataba de un italiano llamado Ercoli, un camarada, un alto dirigente del Socorro Rojo Internacional. Era necesario que lo que pasaba en España fuera conocido en América. Los mineros y sus mujeres estaban pasando hambre, después de haber combatido. Las familias se hallaban dispersas. Los hombres, en la cárcel o muertos. "Es imprescindible que vayáis, queremos que vayáis". Pocos días después nos pusieron en las manos los billetes para viajar en un nuevo trasatlántico maravilloso. Supimos, antes de partir, que aquel Ercoli era nada menos que Palmiro Togliatti, secretario del Partido Comunista Italiano, exiliado en París. En Cherburgo, al norte de Francia, embarcamos en un enorme buque alemán llamado Bremen, que en aquel momento era el barco de pasajeros más nuevo y grande del mundo. El viaje a Nueva York debería hacerlo en poco más de cuatro días. Pero el mar, como siempre, después de un gran calma, se rebeló y casi toda la travesía fuimos dando tumbos, cayendo la gente y vomitando en las inmensas calles y salones de la nave, que crujía y resonaba hasta volvernos locos. Por fin, con un día de retraso, en medio de un temporal de nieve, enfilamos hacia el puerto de Nueva York. La tremenda ciudad se alzaba en un amanecer de rascacielos como si fueran iluminadas ventanillas de trenes verticales subiendo entre la niebla. Por fin, estábamos en el país de las 13 bandas y 48 estrellas. Desde el barco, sin equivocarnos, vimos que nos esperaba una pequeña manifestación encabezada por un negro que ondeaba una bandera roja. Teminos que la entrada no nos fuese propicia. En el control de pasaportes no nos preguntaron, como había sucedido a Valle-Inclán, si veníamos a matar al presidente. Al verla estatua de la Libertad, con su antorcha iluminada -¿para quién?-, se me encadenaron en la imaginación todos los países de América Latina, recordando la pregunta angustiosa de Rubén Darío: "¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?". Estuvimos en Nueva York casi un mes. Escribimos mucho. Y hablamos en casas particulares de lo que sucedía en España. En la universidad de Columbia todavía se recordaba a Federico García Lorca y sus recién nacidos poemas de Poeta en Nueva York. Allí recité yo mis poesías dedicadas a la revolución de Asturias, no del agrado de algunos profesores. Nos hicimos muy amigos de John Dos Passos y de Waldo Frank. Edgar Varese, uno de los grandes compositores de la vanguardia de entonces, tocó en su casa el piano para nosotros, y el famosísimo fotógrafo Stigler nos dejó mirar en su estudio las imágenes más antiguas del novecientos que había sorprendido con sus cámaras. Mi Arboleda perdida, más adelante, en otras ramas, pasará a desafiar aquel mes entre los altos rascacielos de las avenidas a las que no llega el sol, la visita a los barrios más pobres que las abandonadas aldeas de nuestras Hurdes, porque la infinita y desastrada miseria no se halla muy distante del oro en la más grande ciudad bajo las 13 bandas y 48 estrellas.

"En La Habana las sombras de las palmeras, / me abrieron abanicos / y revoleras. / Una mulata, / dos pitones en punta / bajo la bata". Continuaba yo mi Verte y no verte, dedicado a Ignacio Sánchez Mejías. Un dictador, el coronel Fulgencio Batista, había inaugurado el terror en aquella isla, venturosa. Escritores tan conocidos como Juan Marinello y Regino Pedroso estaban presos en el castillo del Príncipe. Allí los visitamos. Siempre el gran miedo militar y de algunos políticos a los intelectuales. Mientras, La Habana era maravillosa. Casi un aire de gracia gaditana címbreaban las infinitas, palmeras, y el lenguaje de los negros y mulatos tenía un deje endulzado del habla de la bahía. (La Arboleda perdida ampliará esto en otras páginas.) Ahora, en el momento de llegar a La Habana, había sido declarada una huelga de los zafreros -los cortadores de la caña de azúcar-, apoyada por los estudiantes. Desde el balcón del hotel donde nos hospedábamos veíamos avanzar una gran manifstación de obreros y universitarios. Las ametralladoras esperaban apostadas en las esquinas. Los manifestantes avanzaban, cantando y contoneándose con aire de rumba: "Yo no tumbo caña, / que la tumbe el viento, / que la tumbe Lola / con sus movimientos". Poco se podía hacer, a las claras, por los mineros asturianos en medio de una situación como aquélla. Sin embargo, yo di algunas conferencias literarias que me fueron muy bien retribuidas, dejando, como siempre, una parte para la ayuda de las familias de los encarcelados y muertos en la revolución.

Después de unos 20 días en La Habana, nos hicimos a la mar en el Siboney. Durante la travesía, fui leyendo, en un banco de la cubierta, un libro maravilloso que había comprado en París: La conquista de la Nueva España, escrito por Bernal Díaz del Castillo, un soldado genial, de impresionante memoria, a las órdenes de Hernán Cortés. Van a pasar la mar los primeros caballos de América. Recuerda Bernal Díaz: "Quiero poner aquí por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron: un caballo castaño zaíno (el del capitán Cortés). Una yegua alazana, muy buena, de juego y carrera. Otra yegua rucia muy poderosa, que llamábamos La Rabona. Un caballo castaño oscuro, gran corredor y revuelto. Una yegua rucia, machorra, pasadera, y aunque corría poco. Un caballo overo, algo sobre morcillo. Una yegua castaña, y esta yegua parió en el mar".

El silbato del Siboney sonó por tres veces anunciando la entrada en el puerto mexicano de Veracruz. La gasolinera del práctico nos abordó para guiarnos al muelle de desembarque. A las tres de la tarde poníamos el pie en Veracruz, en la Villa Rica de la Veracruz, uno de los primeros puertos fundados en la Nueva España.

Desde el balcón de mis amigos, las serranías guadarramerlas seguían abriendo, como cuando en mis años iniciales, sus constantes azules.

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