El arte depurado de Frederica von Stade
Frederica von Stade confeccionó para su actuación en Madrid un programa tan interesante como atípico. Sólo tenía un inconveniente: el exceso de autores, cada cual con su estilo y su significación. Hasta 10 fueron abordados por la Stade y su colaboradora, nada brillante por cierto, Gillian Cookson: Fauré, Richard Strauss, Rossini -con fragmentos de Otelo y Semíramis-; los americanos Copland, Virgil Thompson, Charles Ives, Richard Hundley y Thomas Pasatieri; Joseph Canteloube con sus Canciones d'Auvergne, naturalmente, y Arnold Schönberg con algunas de sus canciones de cabaré.La Von Stade -que celebraba el sábado su 40º aniversario- es una artista de singular talento y largo repertorio de sutilezas. Nunca olvidaré su Melisande de París (ver EL PAIS, 1 de mayo de 1977), dirigido por Lorin Maazel y Jorge Lavelli, y si esta vez, en parte por la torpe labor de su pianista colaboradora, ni a mí ni a nadie causó la misma impresión, quedó clara la singularidad de la artista, la belleza de su dicción y de su línea, el raro encanto de un timbre que se apodera de nuestra atención y nuestro ánimo.
Año Europeo de la Música
Grandes recitales líricos. Frederica von Stade, soprano; Gillian Cookson, pianista. Teatro Real. Madrid, 1 de junio.
Puntos altos
Puntos altos del recital: Mandoline y En el cementerio, contrastadas como lo están los versos de Verlaine y los de Richepin; Die lerwachte Rosa (La rosa despierta) y Begegnung (Encuentro), de Strauss; entre los americanos, el mejor lied fue también el interpretado con mayor poder creativo: Serenidad, de Ives. (Entre paréntesis: cómo habríamos agradecido un grupo amplio de melodías de este autor, verdaderamente genial).En fin, todo el repertorio popular, adecuadamente tratado por Canteloube y procedente de Auvernia tuvo tan ricas y elegantes -versiones como plenas de gracia fueron las de Schönberg en sus Brettlieder sobre Wedekind, Bierbaum y Schikaneder. Éxito grande, como grande era la visitante del Teatro Real.