Los paraísos perdidos
El arranque de testimonio es espléndido y desconcertante: en un idílico paisaje rural vemos a unos pocos personajes. Visten como si vivieran en el siglo XVII, hablan en un dialecto alemán, no hay rastro de coches ni aparecen en el horizonte postes de electricidad. El interior de las casas continúa manteniendo el equívoco, sólo roto por algún objeto -unas gafas Ray-ban, por ejemplo- indiscutiblemente contemporáneo. Además, un título sobreimpresionado viene a acabar con la confusión, pues dice lo siguiente: "Pensylvania 1985". Aunque quizá sea mejor decir que con el letrero se instala de manera definitiva la confusión, ya que ahora no son las gafas el anacronismo sino todo lo demás: la comunidad Amish, auténtica protagonista del filme. Se trata de unos descendientes de una secta anabaptista cuyo puritanismo y rigor les obliga a vivir en las mismas condiciones de hace 200 años. El suyo es un paraíso incontaminado por la civilización, sin teléfonos ni tractores, un reducto rural en el que reina la ley de Dios. Kelly McGillis -una actriz magnífica que se dio a conocer con Reuben, Reuben- es la heroína que acaba de quedar viuda. Eso la lleva a emprender un viaje acompañada de su hijo en el trayecto. En la estación del tren de Filadelfia, mientras esperan el ferrocarril que ha de enlazar con el suyo, el niño asiste aterrorizado a un asesinato en los urinarios del edificio. Es el único testigo.
Único testigo
Director: Peter Weir. Intérpretes: Harrison Ford, Kelly McGillis, Lucas Haas, Josep Sommer, Jan Rubes, Alexander Godounov. Guión: Earl Wallace y William Kelley. Fotografía: John Seale. Música: Maurice Jarre. Estadounidense, 1985.Estreno en Madrid: Cines Conde Duque, Imperial y La Vaguada.
Descubrir el mal
Si abandonan el reducto sagrado equivale a descubrir el mal; el trayecto inverso es el que recorrerá Harrison Ford, un policía duro perseguido por unos colegas suyos que son, a un tiempo, los criminales de la estación y unos traficantes de drogas a gran escala. La secta Amish servirá para que Ford se recupere de las heridas físicas y morales que le ha propinado su oficio. Ordeñar vacas, beber auténticas limonadas, acariciar niños y trabajar en el campo es la terapia ideal -¿hace falta decir que ecológica?- para una cura de desintoxicación metropolitana.La película está muy bien hecha, con excelentes secuencias de acción y actores dirigidos adecuadamente. El atractivo suplementario que aporta el presentar un mundo que, a nuestros ojos es exótico por su lejanía en el tiempo y a la vez que por su contemporaneidad, ayuda a que Único testigo sea una buena versión moderna de La gran prueba, la cinta de Wyler en la que unos mormones pacifistas se enfrentaban a la guerra. Las citas a Dreyer tampoco faltan, aunque el australiano Weir -Gallipoli, El año que vivimos peligrosamente- se siente más cómodo con la actual moda ruralista del cine USA. La película es moralista, tiene algo de encíclica en defensa de los valores perdidos y de manifiesto en pro de la América profunda. Esto, en un momento en que la Administración Reagan se enfrenta a los pequeños propietarios agrícolas al retirarles las líneas crediticias a las que hasta ahora tenían acceso, puede interpretarse como una contribución artístico-ideológica a la causa conservadora, pero lo cierto es que el sociologismo no tiene por qué empañar el mérito del filme.
Babelia
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