Una reforma injusta
Los empresarios alientan una mayor reducción del gasto público destinado a protección social, alegando que nuestra Seguridad Social es la más cara de Europa y grava la creación de empleo.Para comprobar que tales argumentos son inconsistentes y que las propuestas del Gobierno no son justas, basta con indicar algunos datos. Los gastos del sistema de protección público español en relación al Producto Interior Bruto (PIB) están ocho puntos por debajo de la media europea. La incidencia de la Seguridad Social en los costes laborales en España se sitúa en un 37%; en la mayor parte de Europa están por encima, entre el 42,3% de Bélgica y el 51,9% de Italia. Tan sólo en tres países, Dinamarca, Irlanda y Reino Unido, las cargas sociales en los gastos salariales son inferiores a las de España, pero, como bien saben la CEOE y el Gobierno, estos tres países han partido de un sistema distinto de protección pública de carácter universal-fiscal.
Como contrapartida, en estos tres países de excepción, la aportación del Estado a la Seguridad Social a través de la fiscalidad es la más elevada; el 84,9% en Dinamarca o el 60,4% en Irlanda.
Es decir, en estos países el menor peso de las cuotas en la financiación de la Seguridad Social está compensado por la mayor aportación fiscal. También en los demás países europeos la media de financiación estatal de la protección social es superior a la española. En nuestro país, en una comparación seria, que tenga en cuenta las dos vías de financiación, los empresarios pagan menos que sus vecinos europeos.
El paternalismo franquista
Con frecuencia se alude desde el Gobierno y la derecha económica a que la Seguridad Social es fruto del paternalismo franquista. Cuando menos, es impropio de un Gobierno socialista que desprecie que desde el primer seguro de retiro obrero obligatorio de 1919 hasta la ley general de la Seguridad Social de 1974 se ha dejado sentir la lucha de los trabajadores, que no han sido regalos gratuitos.
Si hubo paternalismo para alguien, fue para los patronos, que durante todos los años del franquismo, hasta la reforma fiscal de 1977-1978, se ahorraron su aportación fiscal al sistema público de protección; hasta ese año la aportación del Estado fue del 3,6%. El actual Gobierno, en uno de tantos olvidos de sus promesas electorales, en lugar de aumentar esa aportación hasta el 34%, acaba por quedarse en el 21% raspado (21,3%) en 1985, cinco años de retraso con respecto al objetivo fijado por los pactos de la Moncloa para 1980.
A veces se critica el proyecto de ley que acaba de aprobarse en Consejo de Ministros por limitarse fundamentalmente al recorte de pensiones y otras prestaciones, sin diseñar un modelo global de Seguridad Social. Sin embargo, un análisis menos ingenuo lleva a la conclusión de que esta ley es la pieza que faltaba, junto con la ley de Sanidad también aprobada recientemente, para completar un modelo de Seguridad Social que, por degradación paulatina, se ha venido diseñando en los últimos años. En cuanto a la retribución de pensiones, se ha seguido una línea de pérdida constante de poder adquisitivo.
Por tanto, los actuales pensionistas están siendo ya seriamente perjudicados y lo serán aún más con la nueva ley, ya que mantener su situación dándoles aumentos inferiores al IPC previsto significa de hecho condenarles a un empobrecimiento continuo de sus pensiones.
Aunque la ley se centre en el endurecimiento de los requisitos para causar pensión y establecer la base reguladora de los futuros pensionistas, la omisión de mejoras para los actuales pensionistas supone que el proyecto del Gobierno, por acción en un caso y por omisión en otro, perjudique a los nuevos y a los actuales pensionistas. Lo demás son argucias publicitarias del Ministerio de Trabajo.
En el terreno de la sanidad hemos pasado de 20.691 pesetas de gasto sanitario por persona en 1981 a 15.350 en 1985. Nuestros gastos en sanidad, en relación al PIB, son del 5,4% por debajo, a gran distancia de los países europeos; nos supera por la cola Holanda, con un 8,7%. Frente a las 13,9 camas hospitalarias por 1.000 habitantes de media europea, en España tenemos 5,3, y a pesar de ello se siguen eliminando camas de hospital. Sólo en los dos últimos años se han eliminado 3.700.
Parece claro que, con anteriores Gobiernos y acentuado por éste, se ha ido delimitando un esquema de protección social público de mínimos, tendente a trasvasar recursos al sector privado. Se reconozca o no explícitamente, se ha venido aplicando la consigna del señor Cuevas: "Meter un afilado cuchillo a la Seguridad Social, para trasvasar dos billones de sus recursos al sector privado". Se va materializando así lo que tantas veces hemos denunciado desde CC OO: que se persigue privatizar las áreas más rentables de la asistencia sanitaria y fomentar la clientela de los fondos de pensiones complementarios contratados con empresas privadas.
El fraude empresarial
Simultáneamente aumenta el fraude empresarial (de 850.000 millones en 1982 a 1,5 billones en la actualidad; con ello se podría pagar el 61,5% de todo lo gastado en pensiones durante 1984) y disminuyen sus cotizaciones (el 1,77% entre 1978 y 1985). Y las cotizaciones obreras han subido el 0,65% en el mismo período.
Del examen estricto de nuestra Seguridad Social y del estudio comparado con las del resto de Europa no se desprende ninguna justificación para la actuación del Gobierno en esta materia. Por el contrario, se avalarían propuestas alternativas que, como la elaborada por CC OO, apuntan a la mejora de las prestaciones, la racionalización en los gastos y la solidaridad de verdad en su financiación.
La reconversión de las prestaciones económicas y asistenciales de insuficientes a mínimas es el exponente más grave y la prolongación de una política ineficaz, fracasada en lo económico y profundamente injusta en lo social. Llevamos dos años y medio oyendo frases vacías que, como si descubrieran algo nuevo, arropan una política económica tan vieja como repleta de desaguisados. "Los beneficios empresariales de hoy, que son las inversiones de mañana y los empleos de pasado mañana", se ha traducido en beneficios del 22%, caída del 3,5% de las inversiones y 690.000 parados más, superando, pese a los arreglos estadísticos de última hora, la fatídica barrera de los tres millones.
Estos efectos y el colapso de la negociación en los dos temas estelares, Seguridad Social y despido libre, han puesto en evidencia también el fiasco del AES. Es justo reconocer el gran valor de las declaraciones al respecto de la UGT, que termina por comprender que la negociación de temas tan vidriosos y de tanta trascendencia para los trabajadores como la reforma de la Seguridad Social debe hacerse en un marco institucional en el que estemos todos los interlocutores presentes. Es tanto como reconocer que el ámbito del AES no vale y que jugar a la exclusión de una parte importante y a la división del movimiento sindical acaba por perjudicar globalmente a los trabajadores y aislándose de ellos quienes animan tales prácticas.
Sin embargo, algo ha fallado, al pasar de las declaraciones a las acciones. Cuando el maximalismo del Gobierno se pone de manifiesto aprobando la ley en Consejo de Ministros, haciendo caso omiso a todas las opiniones en contra. Cuando se hacen interpretaciones tan estrafalarias como arrogantes de la función representativa del Gobierno ante "sus 40 millones de asociados", el movimiento sindical no sólo está legitimado, sino obligado a utilizar al máximo los derechos constitucionales, y entre ellos la huelga, si el Gobierno no retira el proyecto.
Es la respuesta proporcional al extremismo del Ejecutivo. No obstante, la UGT ha preferido por el momento quedar aislada de la práctica totalidad de las fuerzas sindicales, tanto a nivel estatal como en los distintos planos de nacionalidad, provincias y sectores que con toda responsabilidad hemos convocado un paro general de 24 horas para el próximo 20 de junio.
Por voluntad y esfuerzos unitarios por parte de Comisiones Obreras ni ha quedado ni va a quedar para que esa jornada de paro y cuantas acciones complementarias se convoquen antes y después cuenten con la participación de todos. Ahora bien, lo que debería quedar muy claro también es que meras actitudes testimoniales para cubrir el expediente de la protesta no eximen de su responsabilidad a ninguna central sindical que se precie ante el ataque más brutal contra los trabajadores de los últimos años.
Cargados de razones
La respuesta de los trabajadores, y en particular de CC OO, ante la evolución de este Gobierno no puede atribuirse a extrañas razones. Ha sido un proceso cargado de razones a nuestro favor, desde aquel día, poco después del 28 de octubre, en que Marcelino Camacho, dirigiéndose a Felipe González, opinaba con toda franqueza acerca de la necesidad de buscar los aliados necesarios entre los trabajadores y otras capas populares para hacer el cambio necesario. Se desatendieron estas posiciones, sinceramente constructivas, se optó por empolvar el programa electoral y hacer la política de los que detentan el poder económico de común acuerdo y en muchos casos supeditándose a ellos. Al hilo de esto, y aunque las comparaciones son odiosas, cabe recordar a Fausto justificándose en voz alta su pacto con Mefistóteles: "Puestos a ser esclavos, qué me importa el nombre de mi amo. Yugo por yugo, prefiero el tuyo". Sin embargo, el personaje de Goethe admitía que: "Después de acumular tanta ciencia, no había aprendido nada útil para liberar al hombre de su condición miserable". La sabiduría y humildad de esta reflexión contrastan con la arrogancia y la torpeza, que suelen ir juntas, tan propias de los más destacados miembros del Gobierno.
Pese a todo, si se tuviera la misma ductilidad que se ha tenido al modificar o congelar leyes que han molestado a la derecha, retirando el proyecto de contrarreforma que perjudica a la inmensa mayoría de la sociedad, el Gobierno aún podría salvar una buena parte de su credibilidad; el único perdedor sería Mefistóteles.
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