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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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El público

Francisco Montes cierra su Tauromaquia completa o sea el arte de torear en plaza nada menos que con una llamada reforma del espectáculo, que dedica un párrafo, más bien largo, al comportamiento del público.En él Paquiro da cuenta de los abusos habituales de los espectadores -"la clase baja cree tener en los toros una soberanía indisputable", comienza- y señala la obligación de éstos de "contenerse dentro de los límites justos y reducirse a vitorear y a aplaudir a los lidiadores, animándolos y entusiasmándolos más y más", echando mano si es preciso "de las agudezas propias del gracejo de los españoles y de los chistes con que ameniza la diversión el ponderativo andaluz".

Mucho ha llovido desde 1836; va para siglo y medio. Y si nadie entra ya en la plaza garrote en ristre, como pasaba entonces, dispuesto a poner tal instrumento disuasorio del lado de la justicia propia, tampoco el vítor y el ánimo, el entusiasmo contagioso que propugnaba un Francisco Montes, juez y parte, han pasado a las páginas de ningún nuevo Catón del aficionado a los toros.

Orden y concierto

Sin embargo, ese Paquiro que pide orden y concierto pero también apoyo moral intuye con agudeza -está profesionalizando la fiesta, marcando sus límites-que ese público, que en los toros -y no digamos en nuestra plaza de las Ventas- es el menos anónimo de los colectivos, tiene un papel que desempeñar más allá del derecho que parece otorgarle el certificado incontestable de haber pagado.

A la mejor policía del público taurino ha contribuido sin duda su carácter alejado de esa masa informe y tan igual que acude a otros espectáculos. En la plaza nos conocemos todos, y a quien no está iniciado en el rito se le nota en seguida. Nos sentamos siempre en el mismo sitio, preguntamos por la familia y compartimos con los mismos vecinos los efluvios de cohiba que nos vienen del lado de la sombra y el humazo a faria que desprende el sol. Los tendidos, las gradas y las andanadas son como un patio de luces de los de antes, donde con sólo mirar la ropa tendida se sabía lo que pasaba en cada casa. Y, como en cualquier corrala, unos inquilinos son aquí más escandalosos que otros, poseen especiales dotes para la reconversión inmediata y el discurso tajante y seco. Así, la protesta a voz en grito por el toro escaso la escuchará con tanta claridad el presidente que no podría evitar enflaquecerle un tanto la autoridad, aunque le entre por un oído y le salga por el otro. A Espartaco y a El Soro se les dice que a reírse¡ menos, que estamos en Madrid, y se amostazan de inmediato. Que hay que callarse con Chenel o con Paula o con los Curros, pues se calla uno y en paz. Con Esplá hay división de opiniones. A los taurinos -sobre todo a uno del tendido bajo del nueve- no les gusta que sea tan profesional, y los aficionados se encandilan con su hermosa y breve estampa de torero añejo. Nadie se tapa aquí con el pretexto del tumulto: "Si tié usté algo que decir, lo diga, pero que lo oigamos tós".

El espectador de Las Ventas, que como Ortega quería acotar una parte de sí mismo para la contemplación, ofrece también la cruz de una crueldad que le marca en exceso. Que se lo digan si no a Macareno -torero querido en Madrid, del gusto de afición tan exigente-, qué saludó montera en mano dos años después de que un toro casi lo dejara inválido y se marchó de la plaza entre los pitos menos nobles que uno recuerda. Es lo que ocurre cuando el público pide lo que él entiende por honradez, cuando ni se conmueve como con Antoñete ni se asombra como con Esplá, cuando ni siquiera mira al toro.

Y ya decía don Gregorio Corrochano que la única forma de ser espectador es mirar al toro, y luego ya vendrá el conmoverse y el asombrarse. Pero antes que callar -y más si es de aburrimiento- el público prefiere conformarse con la obligación -las circunstancias mandan- de pedir más por su dinero. Alguno hay que si tuviera la garrota que temió Paquiro hasta la usara y todo.

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