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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cuando los locos guían a los ciegos

En la anterior temporada, 1984-1985, a los suecos les dio, sin mediar gorigori ni conmemoración alguna, por Shakespeare. Nada más normal: el gran Will estaba, está, de moda, gracias a la Mnouchkine, con sus Tudores a la salsa Kurosawa, amén de otros suculentos platos de caza. En el teatro de Klara, Marianne Rolf montaba La fierecilla domada, y John Caird, de la Royal Shakespeare Company, Como gustéis. En Gotemburgo representaban el Sueño de una noche de verano, y en el teatro municipal de Upsala, un Macbeth. El Pistol-teatern de Estocolmo ofrecía un Hamlet mafioso, y el Riksteatern, una Noche de reyes galáctica, ambientada en el año 3832, en el planeta Iliría. En la ópera daban el Falstaff de Verdi y el Julio César de Haendel. La televisión sueca programaba otro Hamlet, y en el Dramaten representaban otro Julio César, dirigido por Staaffan Roos, y estrenaban el Kung Lear de Bergman. Once Shakespeares. Comparados con los innumerables Victor Hugos con que Jack Lang azota este año a los cultos y sufridos franceses puede parecer una bagatela, pero teniendo en cuenta que Suecia, el teatro sueco, es una dramaturgia de ámbito restringido, como lo es la catalana, pues ¡caray con los suecos!De esos 11 Shakespeares, el que aquí y allí cuenta es el Kung Lear del Dramaten. Allí, en Suecia, porque era el reencuentro de Bergman -el sueco más universal, más que Borg, que Pippi Calzaslargas, que Olof Palme y el Ombudsman- con el Dramaten, con sus cómicos y con su público, después de su exilio, autoexilio, las cosas como son, en Múnich. Porque era el tercer Shakespeare de Bergman, el más difícil, después de Macbeth (1944, teatro municipal de Hälsingborg, un Macbeth antinazi) y Noche de reyes (Dramaten, 1975, presente en París, cinco años más tarde, para celebrar el tricentenario de la Comédie). Y porque Jarl Kulle, un actor muy querido entre los suecos -su Cyrano resultó tan apoteósico como aquí el de Flotats-, actor bergmaniano, iba a alcanzar la cumbre, como él mismo dice, de su carrera artística. ¡Iba a ser Lear!

Kung Lear (El rey Lear)

De William Shakespeare. Traducción al sueco de Britt G. Hallqvist. Intérpretes: Jarl Kulle, Margaretha Byström, Ewa Fröling, Lena Olin, Jan-Olof Strandberg, Börje Ahlstedt, Per Myrberg, Mathias Henrikson, Tomas Pontén, Per Mattson, Peter Stomare, Peter Andersson, Lakke Magnusson, Johan Lindell, Oscar Ljung, Hans Straat, Birger Malmsten, Rolf Skoglund, Frank Sundström, Pierre Wilkner, Jan Nyman, Dennis DashIsten y cerca de 30 figurantes. Música: Daniel Bell. Luces: Klas Möller. Escenografía y vestuario: Gunilla Palmstierna-Weiss. Coreografía: Donya Feuer. Direccion: Ingmar Bergman. Teatro Tívoli.Barcelona, 19 de mayo

La clave del montaje

En Barcelona, Kung Lear representa otras cosas, cuenta por otras razones. En primer lugar, porque abre, brillantemente, un Congreso Internacional de Teatro cuyo tema central es la relación entre dramaturgias de ámbito restringido -como son la sueca y la catalana- y las de ámbito mayoritario. Porque aquí queremos y admiramos a Ingmar Bergman, al que sólo conocemos por su cine.Porque el Drarnaten es una institución teatral con 200 años de historia -los cumple en 1988-, una gran escuela de actores -hay que oír cómo los jóvenes miembros del Dramaten, una compañía estable, con 70 actores y actrices, hablan, con qué cariño, con qué respeto, de Jan-Olof Strandberg, el maestro, el bufón de Kung Lear-.

¿Qué decir del Kung Lear de Bergman? Aunque uno no cace una sola palabra de sueco, por poco que conozca el texto de Shakespeare se dará cuenta de que el montaje, la clave del montaje, se encierra en la última escena, ausente en el texto de Shakespeare, cuando Edgar, el buen hijo de Gloucester, y el duque de Albany, el marido de Gonerill, desenvainan sus espadas, dispuestos a luchar por la corona, por el poder; por esa corona que, desde el mismo momento en que Lear el "ingenuo Lear", como le llama Kulle -¿ingenuo?, yo diría más bien déspota, caprichoso y, a la postre, estúpido- se despoja de ella, permanece en el suelo, concentrándose en ella eso que Wilson Knight califica como la más intrépida confrontación con la crueldad fundamental de las cosas que jamás pariera la literatura británica.

El Lear de Bergman es una tragedia -tan absurda como quiera Kott, es decir, de la única manera en que hoy es posible entender la tragedia- sobre el poder. La escena, cerrada, sin puertas, sin entradas y salidas, sin mesas, sin sillas, sin lechos, sin picotas, sin catafalcos -es sobre los siervos donde los poderosos asientan sus posaderas: qué fácil es humillarse y qué fácil es para nosotros, público, qué normal, ver como el pueblo, ¿nosotros?, se humilla-, la escena, digo, está dominada por el rojo -rojo de sangre y, a la vez, de vida- y el negro. Pero el rojo y el negro, como dice la escenógrafa Gunilla Pamstierna-Weiss, ya se sabe lo que da: el nazismo. Pero eso, si ustedes quieren, es pura anécdota, ¡y qué anécdota!, y más para un país neutral, celoso de su neutralidad, como es Suecia. Detrás, más allá de los colores y su condenada significación histórica -pasada, presente y futura-, está la visión pesimista, casi apocalíptica de Bergman, el director, que sabe, y hace suyo, es su derecho, lo que el gran Will dice o hace decir en el acto cuarto de El rey Lear: "Es calamidad de estos tiempos que los locos guíen a los ciegos". Gloucester, el alter ego de Lear, es guiado por un falso loco, o un loco que se hace el falso loco, "el buen Edgard", pero, Lear, el loco por antonomasia, el protoloco -luego, no lo olviden, habrá una guerra civil-, no sabe -de ahí el absurdo, la tragedia- que está loco de remate, vamos, lo que Kulle llama su inocencia. ¿Inocencia? ¡De qué!

Oír y entender

Entre el sueco, entre los registros, los falsetes, los tempos, entre toda la música del Dramaten, queda diluido todo lo demás. Todo lo demás que no entendemos, pero que oímos, como lo oímos en el Liceo, es decir, que lo entendemos perfectamente. La relación de Lear/ Kulle con Cordelia/Lena Olin; la ternura -voz-ternura- de Lear con el bufón/ Standberg; el aria del bastardo ese Edmund/Tomas Pontén, un ejemplar de maldad digno de Visconti, de Rocco y de sus hermanos. ¡Qué ejemplar! El solo del bufón/ Strandberg, todo Shakespeare en un exabrupto, en un videoclip, como se dice ahora; la Margaretha Byström levantándose las faldas para que le cante -siempre el Liceo- su mayordomo, Oswald / Olof Lundsström (¿o Peter Andersson?), lo que le canta. Y lo que le canta, atareado bajo sus faldas, es todo el cine, todo el cine fuerte, de Bergman que conocemos. Como lo es Regan/ Eva Fröling y la grande, grandísima, Margaretha Byström, imágenes-voces del cine de Bergman que, por su sola presencia, darían a entender que ese Lear sólo puede ser de Bergman. La coreógrafa, Donya Feuer, una norteamericana que lleva 20 años trabajando con Bergman, igual que Gunilla, la viuda de Peter Weiss, me decía, después del estreno: "No entiendo cómo ustedes, que no saben una palabra de sueco, pueden apreciar -porque yo lo he visto: ustedes saben apreciarlo- todo lo que se dice en esta obra, en este montaje". Y yo le dije: "Señora; de sueco, cierto, no sabemos nada, pero sabemos de Shakespeare, de música, del rojo y del negro, y sabemos de toda la locura, de toda la rabia, de toda la ternura, de toda la impotencia que atraviesa -y nos atraviesa- ese espectáculo". El Kung Lear hubiese podido perfectamente darse en el Liceo, que no hubiésemos salido ni más entusiastas ni menos jodidos.Fue un éxito mayor incluso que en París. Por muchas, demasiadas razones, que el lector, eso espero, habrá pillado. La gente, en pie, aplaudía y seguía aplaudiendo, hasta que ellos, los suecos, se pusieron a aplaudirnos a nosotros.

Ausencia de personalidades

Ni Jordi Pujol, ni Pasqual Maragall, ni un director general estaban en el Tívoli la noche del domingo. Tampoco estuvieron, por la mañana, ni en el Palau ni en el Ayuntamiento, cuando se inauguraba el Congreso. Uno piensa que ante cerca de 50 Estados representados en el Congreso, Pujol debía haber estado allí. Aunque sólo fuera por toda la afición que, años atrás, demostró por el modelo sueco, ¿se acuerdan? Y Pasqual Maragall, otro tanto. Por el apellido que lleva y porque, aunque nadie ignora que legusta más el Barça que Shakespeare, sigue siendo el alcalde de Barcelona. En cuanto al ministro Solana, prefiero pensar que si no vino ni mandó a nadie no fue porqué se trataba de un Congrés de Teatre de Catalunya, sino porque luego, el Dramaten, se iba a Milán, en vez de a Madrid. De todos modos, peor para ellos, y nosotros, créanme, nos lo pasamos bomba.

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