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Retrato de una dama

En el gabinete -una acogedora salita ennoblecida por ciertos detalles de buen gusto, con el sello de distinción de su dueña- destacan dos excelentes retratos pintados por López Mezquita: el del presidente, de medio cuerpo, en impecable frac (hay una réplica de este cuadro en la Hispanic Society de Nueva York), y el de su joven esposa, figura de tres cuartos, en elegante vestido asalmonado. Y resulta emocionante contrastar esta gentil imagen de hace medio siglo con la de la anciana dama de hoy, ungidas una y otra por las mismas notas de esencial elegancia: equilibrio, sobriedad, discreción exquista.Doña Dolores Rivas Cherif, viuda de Azaña, ha vuelto a posar para fijar definitivamente, sin proponérselo, su silueta humana, hasta ahora borrosa o fugaz, prácticamente desconocida: esta vez, ante las cámaras de la televisión. Emotivo reencuentro con el pasado, y documento inapreciable para los historiadores dotados de un mínimo de intuición. Tengo para mí que desde hoy será más fácil "penetrar hasta el fondo" en la fisonomía moral del presidente: cherchez la Jemme... De él se ha dicho -lo escribió Madariaga- que protegía su excesiva sensibilidad "con una rudeza y una rugosidad puramente superficiales, amén de rodearse de una atmósfera algo cerrada y no poco malsana, que solían hacer irrespirable sus no siempre discretos amigos: ambiente de invernadero que favorecía el desarrollo de las espinas del resentimiento". Esa aspereza forzada, ese distanciamiento frío, halló sin duda su contrapartida en esta esposa sencilla, gentil, enamorada de la fuerte personalidad intelectual que caracterizó siempre, ante todo y sobre todo, a don Manuel Azaña. El hombre sensible -hipersensible- que había tras el político descansaba relajadamente en la serenidad y la comprensión de su encantadora compañera: en la cual, por supuesto, hubiera él deseado ver la imagen -transfigurada- del español medio, ineducado, poco receptivo, reacio a la flexibilidad y a la comprensión del prójimo (educada, receptiva, flexible, siempre dispuesta a comprender -y a perdonar- era y es -ahí está el documento vivo de TVE- doña Dolores Rivas Cherif).

En la entrevista -no siempre acertada en la elección de las preguntas ni en el tono con que éstas se formulan- sale a colación (¿cómo no?) la actitud religiosa de Azaña, en contraste con la firme convicción católica de su consorte. Quizá, y sin quizá, el discurso más célebre, más manipulado también, de don Manuel fue aquel que incluía la frase famosa: "España ha dejado de ser católica". Doña Dolores, sosegadamente, firmemente, se afana, una vez más, en aclarar el auténtico alcance de tan rotunda declaración: "Decir ha dejado de ser católica no tenía nada que ver con la convicción religiosa íntima de la gran mayoría de los españoles, ni con la libertad de éstos para desplegar tal convicción; la frase se refería a la contextura del Estado, situado al margen de una confesionalidad expresa". ¿Discutieron alguna vez los esposos sobre el tema? Al parecer, no. Ella comprendía y respetaba; él respetaba y comprendía; ella cumplía con sus deberes de conciencia; él incluso se los recordaba, la animaba a cumplirlos. (¡Dios mío, si esta relación ejemplar hubiera sido posible, o generalizada, en el seno de tantas familias y, en último término, en el plano de la convivencia nacional!)

La vieja dama tiene viva la memoria del egregio esposo en su dimensión más noble -la que nos devuelve de él una imagen sublimada, reverso de actitudes no siempre impecables a lo largo de su experiencia de gobierno-: la memoria del Azaña física y moralmente destrozado por la terrible ruptura de España en la guerra civil; el Azaña que escribe La velada de Benicarló; el Azaña que en su último discurso de Valencia apela al "mensaje de la Patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón". Doña Dolores repite la profecía, que pronto se hizo trágica realidad: "Mi corazón se romperá, y nunca se sabrá quién ha sufrido más por la libertad de España". Y aporta un recuerdo inédito, impresionante, el del Azaña trastornado por un ataque cerebral que en pocos días le llevaría a la muerte, y tratando de salir a la calle para abogar personalmente por los infelices refugiados en los campos de concentración de Francia; tropezando con el muro implacable de un pasilo, en el modesto hotel de Montauban: "Me han tapiado el camino para que no pueda hacer nada...". Hay como un dulce remanso de nostalgias en esta gran dama, siempre atenta a poner sordina en el resentimiento. Su nostalgia se ilumina a veces con una ílustración gratificante: la que evoca las conductas nobles, generosas, alzadas por encima del profundo lodazal de los odios fratricidas; así, ese conmovedor recuerdo de Joaquín Calvo Sotelo, amigo de la infancia, a quien desde el azaroso destierro dirige doña Dolores una carta suplicándole que interceda por su hermano Cipriano, caído en poder de los esbirros de Franco. Alguien la pone en guardia: "¿Pero cómo esperas que un Calvo Sotelo se avenga a ese papel ... ?". "Porque le conozco, le conozco muy bien de cuando éramos jóvenes: le conozco muy bien, no me puede fallar...". Calvo Sotelo, el hermano del protomártir, no falló a doña Dolores: Cipriano, liberado por fin, lo confirmaría a su regreso.

En cambio, doña Dolores parece ignorar el lenguaje del rencor: es como la antítesis del célebre personaje de Dürrenmatt. Su lealtad a la imagen histórica de Azaña se manifiesta en esa identificación suya con el dolor de España del presidente agónico, víctíma de la terrible ruptura en que quebraron los altos sueños regeneracionistas. Por encima de aquella ruptura y de sus, conse

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Retrato de una dama

Viene de la página 11 cuencias, latentes a lo largo de 40 años de explotación de una victoria fratricida, doña Dolores habla siempre de reconciliación y de paz. (En una de las trascendentales visitas del rey Juan Carlos a América se produjo el encuentro del joven monarca con la anciana viuda del último presidente de la República Española. Y ella le agradeció emocionadamente esa clausura de la guerra civil en que se cifraba su reinado, porque tal había sido también el sueño final, atormentado y agónico, de su marido, muerto mucho tiempo atrás.)

Hay en uno de los libros de recuerdos de Sánchez -Albornoz una referencia emotiva a esta primera dama que supo serlo con absoluta discreción y dignidad. En vísperas de la gran tragedia, don Claudio, embajador en Lisboa, visita Madrid y almuerza, en el palacete de La Quinta, con la pareja presidencial. Refiere, en .la sobremesa, cuanto sabe de la conspiración que está desarrollándose a sus ojos, en tomo a Sanjurjo. El ministro de la Gobernación, Moles, también presente, traza a su vez el cuadro de perturbaciones e inquietudes que el país está viviendo. Hay un silencio. Azaña se limita a musitar: "Bien, ya estamos buenos para que nos fusilen". "No sé", escribe el gran historiador, "lo que pensaron los otros ante aquellas palabras de un vencido sin combate. Lolita, su mujer, fue la única que se atrevió a acusar el golpe: 'Manolo, yo no quiero morir tan joven', exclamó. Sucedió a su espontánea réplica un silencio embarazoso. Me desplomé interiormente: todo estaba perdido". En efecto, la sola frase de doña Dolores subrayaba, de forma escalofriante, el patetismo del momento. Ella había aprendido a conocer por sí misma, desde el callado recato de su dulzura, todo el espantoso alcance del odio concentrado sobre la figura del presidente.

Alguien me refirió una anécdota significativa de la primavera trágica, y que viene aquí muy a cuento. En una boutique elegante de Madrid coinciden dos damas. Una de ellas habla vivamente con la empleada que la atiende: se desata en ataques contra la situación política y en desgarrados improperios contra el monstruo. La empleada, azoradísima, señala a la otra dama, que aguarda en silencio: "Por favor... Es la señora del presidente". Total desconcierto de la vociferadora: ya es demasiado tarde para excusarse; trata de hacerlo. Doña Dolores sonríe con amargura: "Por favor, no se apure... Estoy acostumbrada".

Doña Dolores no ha querido renegar de España, aunque está en Nueva España: conserva, en su hogar de México, como recuerdo intocable, su identidad española. Los ojos se le inundan de añoranzas recordando el Madrid de su juventud. Pero sin vacilar -expresión de una determinación adoptada hace mucho tiempo- afirma que no volverá ya jamás a la patria. Tampoco ahora se trata de una manifestación de rencor, de resentimiento: simplemente, ella está convencida de que no le sería posible resistir la impresión del reencuentro a solas. ¿Cómo podría volver al país que despertó la pasión creadora de Azaña sin llevarle a él a su lado? En realidad, ¿ha dejado de estar nunca en esa España sublimada por tan alto proyecto?

Y por primera vez las lágrimas borran la añoranza de sus ojos, mientras repite, con firmeza: "No, no volveré nunca".

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