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Tribuna:RELATO
Tribuna
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Ascensión a una columna dórica

Manuel Vicent

Hubiera bastado con usar a un especialista o servirse de algún truco, pero este actor anglosajón de 40 años parecía estar en forma y quiso rodar la escena por sí mismo. Tenía que trepar hasta lo alto de una columna dórica, quedar plantado en el capitel y componer allí arriba, desnudado por Giorgio Armani, la imagen de un dios contra el azul de la Ática, perfilado en el mar Egeo. Lo importante de la secuencia no era el resultado final, sino el esfuerzo de la escalada. La cámara recogería en sucesivos planos la ansiedad de sus ojos, las manos crispadas en las aristas y su cuerpo abrazado al mármol para expresar lenta mente la metáfora de una conquista de la belleza. Los focos estaban preparados.-¡Silencio!

-Se rueda.

-¡¡Acción!!

El.protagonista se había situado en el extremo del farallón y después de acariciar la cabellera de la chica inició por tercera vez un trote desganado hacia las ruinas del templo y se detuvo en el plinto de la única columna que resplandecía con luz artificial.

-¡Corten!

-Oh, Dios mío.

-¿Para qué quieres la dentadura, muchacho? Recuerda que eres un esteta. Debes correr con una carcajada radiante.

-Está bien.

-Vamos a repetir.

El director le puso paternalmente el brazo en el hombro a aquel elegante sujeto y lo acompañó al punto de partida, recordándole de nuevo la psicología del personaje. Él era un profesor de arte en una madurez decadente, un poco frívola, que había enamorado a una alumna adolescente durante un viaje de estudios a Grecia. Debía sorprenderla continuamente dándole una sensación de locura desenfadada hasta obligarla a entrar en el juego con una mezcla de reflexiones estéticas y actos gratuitos e infantiles. En la escena anterior, rodada esa misma mañana, a la pareja se la veía sentada cerca del pequeño acantilado, sobre una dorada caleta, y mientras la muchacha mordisqueaba una brizna, él le hablaba de Apolo, el dios del perfil puro, que divide la pasión en dos. Pero ella no parecía tener ningún interés en esta clase de sabiduría. Simplemente bostezaba. Le miraba sonriendo con una inocencia procaz. A través del megáfono se oyó la voz del director.

-¡Acaríciale el cuello!

-Eso es. La cabellera.

-Levántate de un salto. Eso es. Echa a correr hacia la columna.

El maduro galán soltó una carcajada, se abrió las alas de la chaqueta de lino crudo y emprendió por cuarta vez una furiosa carrera hasta las roídas gradas del templo, atravesó las losas y con una poderosa zancada se encaramó en el basamento donde se erguía la columna dórica. Ahora lo había hecho muy bien. La cámara había captado esa ráfaga de blanco esplendor sobre el horizonte del mar Egeo. El profesor de arte estaba jadeando encima del sillar y la novia adolescente le siguió para entrar en campo y asistir inquieta y divertida a una nueva insensatez.

-Voy a subir.

-Estás completamente loco, Frank.

-Quiero ser como ellos. ¿Oyes? Me gusta saber qué se siente.

-Arriba no hay nada. ¿Qué tratas de demostrar? Frank, te quiero. No lo hagas. Te vas a matar.

-¡Corten!

-¿Qué tal?

-Ha valido. Gracias.

Ahora se iba a realizar la solitaria ascensión del galán hasta lo alto del capitel y el equipo de rodaje comenzó a disponer las luces para dejar la columna dórica como un ascua recortada en la lejana silueta mineral de la isla de enfrente. En las ruinas sólo quedaba este pilar en medio de un paisaje de viñedos, cipreses y plantas agrestes, de sabor picante. En ese momento, abajo, en la cala, se bañaban actores y actrices muy jóvenes que en la ficción componían un grupo de estudiantes anglosajones guiados por Grecia de la mano de un profesor esteta devorado por la mitología. En la vida real éste era un cómico ignorante enamorado sólo de su cuerpo y nunca había oído hablar de Fidias. Por eso, cuando el director para concienciarle le nombró a Fidias y a Praxiteles, él entreabrió la boca con un labio descolgado por la estupidez. El director de la película había concebido la escena de la siguiente forma. Ante los pasmados ojos de su alumna, el profesor de arte vestido de lino crudo por Giorgio Armani comenzaría a trepar por la columna y después de varios intentos o caídas, durante la escalada iría dejando jirones del traje, hasta llegar casi desnudo con la armoniosa musculatura envuelta en harapos a la cima del pedestal. Allí debería pronunciar la frase y quedar inmóvil.

-¡Silencio!

-Se rueda.

-¡íAcción!!

El galán se abrazó al tronco de mármol con todas sus fuerzas. Mientras tanto, la novia adolescente, cuya sesión de trabajo había terminado por ese día, fue a reunirse en la playa con el resto del conjunto artístico. La escena de la ascensión, que se repitió una y otra vez, era según el guión una metáfora de la conquista de la belleza, una imagen de la soledad. El actor lograba escalar con cierta facilidad el primer tercio del viaje, pero después de una hora se vio que el propósito no resultaba nada halagüeño. Atenazaba el fuste con los muslos, hundía las garras en los poros comidos por el salitre, lograba avanzar un poco, arañaba febrilmente las estrías y al rozar con la cara la columna dejaba en ella un rastro de maquillaje. Luego se escurría hasta caer sentado en la basa. Había que intentarlo de nuevo. Cada vez el capitel parecía más inasequible y la mirada del esteta, turbia por el sudor, lo confundía con la única nube que flotaba en el cielo de la Ática profundamente azul. También oía de un modo confuso los gritos de felicidad que emitían los adolescentes mientras se bañaban en la playa.

-¡Silencio!

-Se rueda.

-iiAcción!!

Volvía a apalancarse en la presión de las rodillas, hincaba las uñas en cualquier muesca del mármol y daba a su cuerpo un impulso jadeando para asir la columna más arriba inútilmente. Hubiera bastado con servirse de algún truco, pero el actor quería lograrlo de una forma pura y la cámara que le seguía de cerca hacía estragos en su rostro, en la tensión de las cuerdas del cuello, en las manos despellejadas. El traje blanco de Armani había experimentado ya el primer desgarro y a través de él afloraba un músculo. Frente a la erección de la columna iluminada por los focos el esteta se encontraba en soledad y llegó un momento en que el esfuerzo le había obligado a confundir su cuerpo con el mármol abrazado. En el vientre le nacía aquella poderosa raíz que no dejaba de crecer nunca ni de ensancharse y aunque el ardor de este trabajo, según el guión de la película, estaba destinado a enamorar a una adolescente, ahora el protagonista no pensaba sino en sí mismo, y cuando sorprendió las yemas de sus dedos sangrando, un extraño placer le inundó por completo. El temblor de los muslos le excitaba pero él ascendía solo por dentro sin alcanzar el destino, y mientras el pecho arañado, las rodillas en carne viva y los grumos del maquillaje inscribían en el camino de la piedra un jeroglífico indescifrable, el director desde abajo le alentaba con el megáfono.

-Sube, sube más, muchacho. La chica está admirada de tu proeza. En este momento eres un héroe envuelto en la impureza del combate. Pronto llegarás a lo alto y allí la pasión abandonada te convertirá en un dios con los músculos destrozados que Fidias labrará de nuevo en tu honor.

- ¡No puedo conseguirlo!

-Ahora la chica grita: "Te quiero, Frank". Entonces tú te agarras al capitel y elevas el torso en el vacío.

-No puedo.

-¡Corten! Está bien. Vamos a intentarlo otra vez. No es tan difícil.

Ajenos al drama interior del personaje, el operador, los electricistas y otros elementos del equipo mascaban gomas displicentemente y la muchacha que en la ficción había desencadenado esa furia imposible, se bañaba con sus amigos en la cala, no muy lejos de la escena. Aquellos adolescentes parecían felices corriendo desnudos a través de la pasta solar. No creían nada, no pensaban nada, no sentían nada. Formaban parte de la naturaleza, aunque trataban de llevar siempre el último modelo de cazadora.

-¡Silencio!

-Se rueda.

-¡¡Acción!

La belleza o la soledad estaba arriba y el cuerpo herido del actor con el traje blanco destrozado inició el ascenso final po aquella columna que cada vez de forma más poderosa se acrecentaba en el ángulo de sus muslos. Se abrazó al mármol como a una carne. Afirmó la mandíbula en una estría y dando con los riñones un desesperado impulso logró salvar fácilmente el primer tramo. La cámara extraía planos de su rostro, de la trémula búsqueda de sus manos en el intento de hallar apoyo en las aristas y la tensión de unos músculos, que brillaban de sudor entre los elegantes harapos de lino, quebraba los cartílagos, pero la imagen nunca podría reflejar la clase de placer que el hombre experimentaba ni las sensaciones de su oscura memoria. Estaba aislado dentro del sacrificio y no recordaba a ninguna adolescente de la ficción ni el nombre del dios que debía encarnar ni el resplandor que le esperaba cuando alcanzara la cima. Arañaba la columna, resbalaba, volvía a abrazar aquella piedra de luz, se unía a ella con las venas ardiendo, la atenazaba con las piernas, la iba dejando ensangrentada y sucesivas oleadas de narcisismo le invadían por dentro y él creía que estaba creciendo o ascendiendo, pero el sudor le obligaba a deslizarse hasta el fondo de su infancia. Caía en aquel abismo y de allí partía hacia la cumbre, oía risas en la playa, soñaba con una placenta lejanísima cuyas aguas viscosas le inundaban el cerebro, echaba otro furioso zarpazo al mármol y una corriente de leche le deslumbraba, sabía que nunca alcanzaría el capitel donde brillaba un Apolo con traje italiano, sentía un dolor de carne estallada y eso le producía un placer fuera de toda medida y la columna iluminada seguía aumentando de tamaño y una mezcla de sangre y maquillaje escribían una historia de amor solitario sobre el ascua. Subía hasta la remota niñez, se hundía en un inmediato sepulcro y sólo el deseo de poseerse a sí mismo le deparó la visión de su cuerpo desdoblado. ¿Qué clase de poder tenía aquel aroma? En ese momento él se encontraba en un pueblo del Reino Unido con la cabeza de oro reclinada en el regazo de su madre, que extrañamente olía a heno, y le acariciaba. Desde allí oyó la potente voz de un megáfono que decía:

-¡Corten! ¡Corten!

-¿Qué tal?

-Hay que repetir. Hay que repetir.

El profesor de arte, esteta maduro y decadente, se sentó jadeando al pie de la columna dórica y no pensó nada. Abajo, en la playa, estallaba la risa de su joven alumna y el resto del equipo de rodaje mascaba goma de un modo displicente.

-¿Estás listo?

-Sí.

-Inténtalo otra vez.

La columna dórica ya estaba toda embadurnada de sangre y en el capitel había un sol lácteo.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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