Sí, bueno; ¿no?, 'deque', 'osea'
Acaso no valga la pena -casi seguro que no la vale- escribir un artículo para hablar en él precisamente de lo mal que solemos hablar, porque todo el mundo lo sabe, incluyendo en ese mundo, el de los malhablantes, a uno ,mismo (para empezar, he usado un gerundio de lo más dudoso, ay de mí). Pero es verdad que la muestra que acabo de dar en el título de este artículo dice algo -habla, mal o bien- de este problema. Cada vez oigo más, por ejemplo, en las entrevistas de radio que el interpelado responde a la pregunta del interpelante con un extraño sí, que parece tener como función tranquilizar a dicho interpelante sobre la comprensión correcta de su pregunta: Sí. Ya me doy cuenta de que eso no es, propiamente, hablar mal; pero se trata por lo menos de un truquito barato para ir pensando, sobre el puente de esa menguada sílaba, la respuesta a la cuestión: "Sí, he entendido perfectamente lo que usted acaba de preguntarme; no se crea que me habla usted de un asunto que me coja de sorpresa; está clara, y hasta de lo más clara, su cuestión". Ese sí encierra, creo yo, tal mensaje complejo, dilatado e inútil. "¿Qué piensa usted de la situación actual del teatro?". "Sí (pausa). La situación actual del teatro...". En realidad, la respuesta empieza después de todo esto; así es que lo más probable es que esté de más ese sí y sobre esa repetición de la pregunta, y no sé cuántas cosas más. Convengamos en que este sí no está del todo mal; mucho peor, por su abundancia, es el bueno. Todas las respuestas empiezan con bueno. Esto sí que es demasiado. En cuanto a lo del ¿no?, ¡mecachis en la mar!: cuánto ¿no? en todos los discursos o en muchísimos por lo menos: "Las cosas son así, ¿no? Porque vamos a ver, ¿no? El tema, ¿no?, es la crisis, ¿no?". (Lo del tema es otro tema: se dice tema como un comodín que a veces llega a ser insufrible. La pobreza del habla se revela en comodines como éste.) Otro asunto mentado en el título de este poco menos que gratuito artículo -aunque es de esperar que la administración de este periódico no lo considera así- es el ya muy conocido y bastante comentado del dequeísmo. ¿Cómo ha llegado a producirse tan generalizada anomalía? Nadie lo sabe, al menos que yo sepa, y aquí vendría lo de valga la redundancia, que ésa es otra: la de valga la redundancia cuando eso no viene para nada a cuento. Los locutores de radio son pródigos en esta tontería, que no deja de ser graciosa por otra parte. (Lo de por otra parte, aunque no sea de lo mejor, es preferible a ese otro timito de los locutores cuando dicen: "En otro orden de cosas...".) Ahora acabo de oír a un locutor de la radio: "Le voy a proponer que proponga, valga la redundancia...", cuando en su locución no hay una redundancia, sino una simple y explicable pobreza expresiva. La redundancia, como todo el mundo sabe o tendría que saber, residiría en que nuestro locuaz locutor hubiera dicho que iba a proponer una proposición; pero, a fin de cuentas, qué más da. Estamos escribiendo un artículo poco menos que para la risa. Sin embargo, no deja de ser un poco molesto que otro locutor me haga escuchar en Radio Nacional de España, el 2 de marzo de este año, entre las tres y las cuatro de la tarde: "En próximos servicios informativos ampliaremos la información, valga la redundancia". Porque en un servicio informativo no se va a producir otra cosa que información, es cierto, pero tampoco se trata de inventar algo como: "En próximos servicios informativos ampliaremos la noticiadura". ¡Tampoco es eso! ¿Nos hemos olvidado, con todo esto, del llamado dequeismo? De acuerdo: olvidémoslo, pero no sin antes decir que -o de quelas cosas van muy mal en este terreno. Profes de lo más importante y otras personalidades que se expresan sobre problemas culturales y sobre la necesidad de alcanzar cotas -esto de las cotas es otra cosa, o cota, que tal- de modernidad y progreso, resulta que opinan de que esto será posible, si no a corto, a medio o largo plazo (otra buena muletilla ésta de los plazos). En lo que decíamos de la redundancia queda decir, por lo menos, que además hay la noción informática, que se usa tan sólo en los medios en que se trabaja en esas técnicas. ¿Nos quedaba el osea -así, escrito junto- en nuestra breve e incompleta muestra de tics, más o menos tácticos, del habla castellana en los últimos años. Este osea se produce sobre todo en medios juvenil-populares. Está mal hacer una autocita, pero me estoy animando a reproducir una muestra de mi drama Análisis espectral de un comando al servicio de la revolución proletaria (Teatro Político, Ediciones Hárdago, San Sebastián, 1979). Allí hay una joven que dice "con voz nasal" (¿por qué tanta voz nasal, es cierto, en la expresión de tantas chicas jóvenes del sector popular?), algo como esto: "O sea, yo, no sé, me gusta vivir y eso, o sea, y no... o sea, que miras las cosas y te das cuenta, ¿no?, o sea, a ver si me entiendes, que tú puedes decir esto o lo otro, pero en el fondo hay un respeto, ¿no?, o sea; y eso es una barbaridad, o sea, que no; vamos, eso a nivel de calle, es... no funciona, te... te entra algo que dices: no, se puede pasar de muchas cosas, pero, o sea, el terrorismo, o sea: el terrorismo es terrorismo, ¿no?, y si estás en otro rollo pues, o sea, no, que no te va". A lo que otro joven replica circunspecto, tratando de aclarar tan sólo un pequeño matiz en este discurso cultural sobre el terrorismo: ¿"Eso, a nivel de calle?". Nuestra joven lo aclara con mucho, gusto: "Claro, a nivel de calle, o sea". Como se habrá advertido, en este diálogo de nuestro tiempo se apunta también al uso frecuente de la segunda persona del singular en función colectiva o, como antes se decía, impersonal (la famosa palabrita man de los alemanes). Y el también famoso a nivel, quePasa a la página 10
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tampoco podía faltar en la locución castellana de nuestro tiempo, aunque me barrunto que se trata en este caso, como en tantos otros, de una importación francesa (a niveau de lo he oído muchas veces durante mi involuntaria estancia en Burdeos, y no me parece que ellos lo hayan importado del habla matritense, porque las cosas no suelen ser así). No sé, a la hora de seguir este discurso, que me está saliendo sin puntos y aparte (lo cual amenza con ser bastante fastidioso), si este asunto del hablar y del escribir no habrá llegado a un punto en el que casi mete miedo tomar la palabra, como se suele decir. No es algo nuevo lo que digo ahora, pues, por lo menos desde Hölderlin, se sabe -y Heidegger lo recordó con ilustres palabras- que el lenguaje es un bien peligroso. ¿Pero será por lo menos un bien, por peligroso que éste sea? Así lo cree uno, o así lo crees, pero luego, ¿no?, o sea. En fin, más de una vez se acuerda uno de aquello de Ortega y Gasset, al que cuento entre mis más estimados antimaestros, sobre "el silencio, gran brahmán", o gran sabiduría. ¡Qué profundidad se encierra en el hecho de guardar silencio! A veces es, ciertamente, así, cuando el habla es, como tan frecuentemente sucede, mero parloteo; pero tampoco vamos a poner en las nubes los encantos y las profundidades de la taciturnidad, que en tantos casos cubre una masa de vacío y melancolía, lo cual tampoco es poco (¡valga la redundancia!, diría uno de nuestros descuidados hablantes), y hasta puede ser mucho, como en los actos sin palabras, de Beckett. ¡Para qué hablar!, se dice en castellano con gesto de más o menos controlada desesperación; y esta locución que se niega a sí misma encierra, en muchas ocasiones, una grave filosofía. Ya hace años, movido a hablar y a escribr -pero no a hablar por hablar o hablar por no callar, que viene a ser lo mismo-, me expresaba un tanto mosqueado ante mis frustraciones como escritor que se deseaba, a la vez, claro y profundo: parece -decía yo- que, dada la actual complejidad de las informaciones, no es posible escribir bien, pues, o cae uno -caes- en la simplicidad o en el alambicamiento. Dejando el ¡asunto de la escritura y volviendo al del habla, que es el nuestro en este artículo, encuentro (mon Dieu: un galicismo me atrapó por el cuello), me parece, perdón, que encontramos, valga la redundancia (?), en la práctica de los locutores radiofónicos en buen campo de observación sobre el tema (aquí lo del tema va muy bien: las excepciones confirman la regla). El alambicamiento tan temido se está quedando con nosotros, como cualquier obervador sensible de nuestro discurso habrá observado o estará en trance -¿no es esto francés?- de observar. Quedaba dicho lo de la imposibilidad de escribir, y este artículo lo está probando para mi dicha -porque yo lo sabíay para mi desdicha, porque a mí me gustaría escribir. Intentemos, pues, girar hacia una sencillez que no sea pobre simplicidad, para continuar nuestro malhadado discurso, que había desembocado en la conveniente observación del habla de los locutores radiofónicos. El habla quiere decir también el pensamiento, salta a la vista cuando pienso en el concreto locutor en el que estaba pensando, valga la redundancia. Se trata de uno de los dueños culturales de las mañanas de España. ¡De España! Dejémonos de tales tonterías como decir "Estado español", cuando, en realidad, se trata de una realidad espesa y casi municipal llamada así: España, ni más ni menos. Es importante esto, porque la radio está configurando hoy -tanto o más que la televisión- la cultura española. El cine, los libros o el teatro -y no hablemos de la pintura o la escultura- son poco menos que nada hoy al lado del barrido cultural que la televisión y las radios ejercen sobre, o contra, los territorios administrados por (aquí sí) el Estado español. En este campo es muy notable la presencia popular de un programa, que tuvo ya gran audiencia durante el franquismo, al que sirvió muy bien, con cierta alegría y particular desparpajo, bajo el nombre, si mal no recuerdo, de Protagonistas, nosotros. Era Radio Nacional de España en aquella época; es hoy la COPE o Cadena de Ondas Populares de España (con la Iglesia hemos topado, Sancho). ¿Hablaba por hablar el locutor Luis del Olmo en aquella época? ¿Hablaba por no callar? Fuere como fuere, habitaba "las mañanas de España", como él creo que decía, con muy buena droga de conformidad: era excelente en este aspecto. ¿Por qué hablar de eso ahora aquí? No porque Luis del Olmo esté cayendo ahora en una locución como la que hemos indicado entre bormas y veras, sino precisamente por todo lo contrario. No siendo, como salta al oído de cualquiera que lo escuche, una persona culta -más bien me parece notablemente ignorante-, la verdad es que se expresa con muy extremada corrección y se advierte en él una cierta sensibilidad -quiero decir una sensibilidad cierta- para el habla, y si a ello se une que sus ignorancias lo vinculan estrechamente a su clientela matinal, que se siente expresada en ellas, ello podría explicar parte del misterio de la fascinación que ejerce sobre su pueblo y, al parecer, sobre su corte de colaboraciones: sobre su stock (empleamos aquí la palabra inglesa en su sentido de linaje o colmena, por ejemplo). ¿Podría, hablarse, entonces, de una especie de síndrome de stock-Olmo? El chiste es malo, pero dice algo de verdad; y uno no sabe (o sea: no sabes) lo que están esperando los sociólogos españoles para interesarse por este fenómeno de la locución radial española y su influencia social, o sea. Ahí están esperando los trabajos cotidianos de los señores Julio César Iglesias ("le felicito por su programa"), Aberasturi, Alejo García y el más ilustre de todos ellos: Del Olmo y su muy digna camarilla o, como decíamos, su stock. Tito B. Diagonal -que es una persona muy alegre, divertida e informada-, los historiadores Díaz Pla a y Abeja,el psiquiatra Corbella, el abogado Mayor, el periodista-parapolicía Rubio, el periodista del corazón y el espectáculo Mariñas, y los chisperos -graciosa denominación- Vázquez Montalbán, Emilio Romero y otros. Todos ellos, finos, espirituales, cultos, liberales. Es una delicia escucharles en el sentido formal a que este artículo se refiere -pues me parece que sólo el buen psiquiatra opina de que las cosas son así o asá- y, a juzgar por ellos, vivimos en un mundo curioso, animado y perfectamente habitable. Por lo demás, su encanto hace que se acerquen a aquellos micrófonos intelectuales de alto copete, como López Aranguren y hasta, en algunas ocasiones, personas tan dotadas y finamente progresistas como mi admirado Javier Sádaba. Ello hace del fenómeno algo muy serio y destacado en el panorama de la cultura española, que no se manifiesta -como ya queda dicho- tanto en los libros, las salas de exposiciones y de conciertos, los teatros y los cines, como en estas radios y en la televisión. El síndome de stock-Olmo dirá mucho, a los sociólogos españoles (a extranjeros que se decidan a analizarlo, sobre este asunto de la transición española desde la dictadura a la democracia burguesa, proceso en el que estamos, aunque quizá fuera más precisa, científicamente, alguna otra definición. Una tentativa de bien hablar se observa en todos y casi cada uno de los componentes del stock Olmo -la cuadra o escudería Del Olmo, que así ha nombrado él alguna vez a su equipo de protagonistas-, y sólo en alguna ocasión se escucha en ese ámbito alguna expresión dura o incorrecta, como cuando Del Olmo -ante el fenómeno de la violencia en Euskadi- llama ratas y hasta creo que también hienas a los militantes de ETA. El otro día, me parece que al recibirse la noticia del atentado al superintendente de la Ertzantza, Del Olmo no pudo por menos de exclamar ante sus populares micrófonos: "¡Terroristas de mierda!". Desde luego que se comprende que en algunas ocasiones se pierda toda compostura, aunque quizá fuera deseable partir de una necesidad básica, en la locución pública: la de no perder esa compostura, sobre todo si se dice partir de una filosofia humanista, según la cual, o mucho me equivoco, ningún hombre es una rata, una hiena o, como decía el locutor, una mierda. En la tradición verdaderamente humanista, sobre un hombre que mata a su padre y se acuesta con su madre se escribe una tragedia que se titula Edipo. ¿Pero así seguimos? ¿Sin puntos y parte que alivien al discurso? ¿Sin ladillos que orienten al presunto lector? Así ha sido y, si no ha habido puntos y aparte -Sí, bueno, ¿no? deque, osea-, por lo menos habrá ahora, y no sólo habrá sino que ya está aquí el definitivo alivio de un punto final, aunque mil cosas se me quedan, como suele decirse, en el tintero, si bien, a decir verdad, hace ya mucho que no veo alguna de aquellas botellitas que así se llamaban.
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