'Sobre los ángeles'
Por algo yo me canté a mí mismo en un poema, una breve letrilla, titulada El tonto de Rafael, que allá, hacia 1927, me publicó Gerardo Diego en la revista Lola, la hermana alegre, punzante y mordedora de la lírica Carmen, que él dirigía en Santander. ¿El tonto? Sí, pues ya lo era, o me lo hacía, en aquel tiempo -el tonto, pero entiéndase bien, poéticamente-, empeñado en crear con Pepín Bello, aquel ocurrente y enredador amigo del momento lorquino de la Residencia, unas creaciones que llamábamos "cretinas", cuya mayor dificultad consistía en conseguir que en las no existiese el más mínimo destello de imaginación, cosa esta muy difícil de evitar. Este es el perro del hortelano, / que tiene la cola detrás / y la cara, delante. Fue esta canción, después de rechazadas muchas otras por nosotros, la que quedó al fin como el modelo clásico de las "canciones cretinas". Entre ángeles y tontos comenzaba a volar mi poesía. Ángeles y tontos en la poesía de Rafael Alberti, denominaría así, algo más tarde, un ensayo crítico el gran escritor, hoy ya no muy presente, Corpus Barga. En unos versos calderonianos, de La hija del aire, que dice el gracioso de esta obra, yo había encontrado un sorprendente título para un libro, de poemas casi escénicos, dedicado a los grandes cómicos del cine mudo norteamericano: Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Bajo la influencia de ellos, que llevaron mi admiración hasta imitarlos y remedarlos, llegué a dar una conferencia, memorable, en el madrileño Lyceum Clug Femenino, despertando las más ensañadoras iras de las viejas y la simpatía casi amorosa de las jóvenes. Todo esto de mi lejana tontera me vino violentamente al pensamiento el otro día, cuando quise continuar mi viaje aéreo de Barcelona a Italia, en donde Anticoli Corrado, un bellísimo pueblo de anteriores modelos y pintores, en el que tuve yo un estudio durante más de diez años, se me iba a conceder la ciudadanía de honor, después de un recital de mis poemas y fiestas populares dedicadas a mí por la alcaldía. ¿Cuál había sido la causa para sentirme así, precisamente, de súbito, aquel juvenil y desgraciado tonto de mi letrilla o un serio personaje -digamos Buster Keaton deYo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Pues el motivo fue que rompí, preso de no se qué tonto ilógico arrebato, mi tarjeta de embarque con el cupón de salida, momentos antes de presentarme, ya pasajero de una inmensa fila bajo el marco de la puerta de partida, ante un violento y antipático individuo que me negó embarcar, diciéndome que comprara de nuevo otro pasaje, a pesar de constar, en el billete de vuelta que le mostraba, mi viaje, ya pagado, Madrid-Barcelona-Roma, Roma-Madrid. Total, que después de una vertiginosa discusión, perdí mi partida para Roma, en donde me estaban esperando. Pero yo, de todos modos, tenía que llegar, sin más remedio, a Italia. Corrí, casi sin aliento, a la otra compañía, a la española, en la que me dijeron que no tenía por qué pagar nuevamente el billete, y en la que en poco menos de media hora me lo arreglaron todo, alcanzando un avión completamente lleno de alborotados españoles que iban a visitar al Papa, haciendo, además, mi viaje en primera clase, y con champaña y todo en el momento del despegue. (¡El tonto de Rafael!).A mí me entusiasma, me apasiona volar, escribir estos dinámicos años de mi vida en el aire. De todos los medios que nos conducen a movernos no por nuestros propios pies, el avión es el único que me inspira mayor seguridad. Y más cuando alguna bella azafata, con graciosas maneras de cine mudo, nos acciona cómo, después de taparnos la nariz, hallaremos debajo del asiento una especie de camiseta inflable con la que correremos la probabilidad de sumergirnos en lo más profundo del océano, sembrarnos en un campo de trigo o en el fondo de alguna cordillera. Pero, a pesar de todo, lo repito, me exalta volar, ascender como un ilusionado Ícaro hacia el sol, sin posible caída en esta tierra aterradora, que rehúyo, cada siete u ocho días -y casi siempre para recitales poéticos-, siguiendo mi sagitaria vida, colgada de la cauda del cometa Halley.
Cuando yo escribía, distante ya de Cádiz, mi Marinero en tierra, estaba dolorosamente convencido de que nunca viajaría, que mi destino sería siempre el de un pobre poeta marinero anclado, preso de la nostalgia de unos viajes que no llegué a realizar nunca. El verso con que comenzaba aquel soneto de Boudelaire encerraba todos los más hondos anhelos de mi vida: Homme libre, toujours tu chériras la mer! Pero no sabía ni remotamente yo que, sobre todo después de nuestra guerra civil, aquel marinero portuense, aquel pobre coquinero de la bahía gaditana, terminaría por convertirse en un nuevo marinero en aire, gracias a aquel nefasto Funeralísimo que necrofilizó a España durante tantos años, y nos lanzó a rodar a tantos españoles por el mundo.
... Pero entro en el avión. Casi todas las azafatas me reconocen, como muchos pilotos, que a veces me invitan a presenciar el instante del supremo contacto de la nave con la pista de aterrizaje. ¡Hola, don Rafael! Yo busco siempre mis asientos preferidos. Los de casi al final de la cola.
-Mire que ahí se siente mucho más el zumbido de los motores, se mueve más el avión y las alas le pueden tapar los paisajes...
-Serán los de la tierra, porque los del aire pasan igual y siempre más veloces. Y luego, cuando por lo general la salida del vuelo se hace por la cola, se desciende del avión mucho más rápido.
Estoy contento. Ahora, a mis muchos años, después de haber sido siempre, en mi primera y larga juventud, un marinero en tierra, me considero hoy de verdad -y lo repito con alegría y orgullo- un marinero en aire, y estoy ya preparando un nuevo libro de poemas que recoja todas mis sensaciones, mis visiones aéreas, mis anhelos de no regresar un día, de perderme volando, de seguir, seguir, seguir siempre, sin posible retorno.
Ya es grato e inquietante ver en el aeropuerto todavía que las maletas se van antes que uno, pensando que ellas no pueden ni remotamente saber adónde van, sucediendo, como sucede con alguna frecuencia, que dan la vuelta al mundo, regresando -y esto a mí me pasó no hace tiempo- incólumes, sin abrir, a mi casa de Roma.
... Pero yo estoy ahora aquí, en medio del océano, entre los peces y los ángeles, que con frecuencia creo ver pasar, veloces y alargados, llevando de la mano a algunos niños a la escuela. También he creído contemplar inmensos pájaros helados, que vuelan con las alas cerradas, no lejos de los ángeles, pero que al fin los veo separarse, flechados contra el sol, que un amplio giro del avión hace cambiar de sitio. Porque yo, autor de Sobre los ángeles, era justo que al final de mi vida volase sobre ellos, o entre ellos, comprobando su celeste existencia, real pero impalpable, como en mi permanente volar sucede. Hay playas en el cielo, negras nubes como dinosaurios que atacan a inmensos cachalotes que se ven diluirse, hasta ser sólo luz en la mitad del firmamento. Pero, de pronto, sólo veo oscuridad. Escucho únicamente el largo rumor de los motores, pensando que tal vez, abajo, se encuentre el mar azul, ausente e inmóvil, como ignorante de que puede abrirse su garganta callada, cerrándose con toda tranquilidad e indiferencia sobre mi cuerpo descendido y llameante en el viento. Pero, no, una azafata se me acerca, preguntándome si necesito tomar algo. Yo le digo que una copa de vino seco. Mas lo que me trae con la bebida es un trozito de papel blanco para que le haga un autógrafo. Yo siempre dibujo, como firma, una paloma, a la que añado junto al nombre de la muchacha el lugar hacia donde vamos volando. ¡La de autógrafos aéreos que habré hecho!
Hace tiempo, antes de nuestra guerra, volaba yo una vez por los cielos de América Central, casualmente, con el entonces muy prestigioso y amado actor de cine Clark Gable. Yo tenía que bajar en Costa Rica, país democrático por excelencia, según me habían afirmado, en donde debía dar algunas conferencias en la universidad de San José. Al abrirse la puerta del avión, vi un grupo de jóvenes, que supuse estudiantes, adelantando, jubilosos, un papelito blanco que agitaban en la mano, como en demanda de autógrafos. Supuse, naturalmente, que aquellas demostraciones de simpatía eran para mí, sucediendo que no, que eran para Clark Gable, que a mí me esperaba la policía, para detenerme o no dejarme bajar del avión. Un cónsul español, de la ciudad mexicana de Tampico, perteneciente al bienio negro de Gil Robles, nos había denunciado como rojos a María Teresa y a mí, echándonos a perder nuestro viaje en casi todos los países centroamericanos que debíamos visitar.
Pero yo sigo volando, volando, y firmando con mi paloma muchas veces, sobre las cordilleras y los mares, las grandes llanuras, los inmensos bosques. Danubio, río divino... Ahora, desde la gran
altura de un cielo atardecido, voy poniendo mi nombre sobre el de Garcilaso de la Vega, el gran poeta de Toledo, quien en una de las islas danubianas estuvo desterrado por el emperador Carlos V.
No suelo tener miedo a volar, aunque a veces me he visto en medio de recias tempestades, en las que el avión era menos que una hoja batida de atronadores relámpagos, lluvias lancinantes y hasta rayos culebreadores. Una vez, cerca de mí, durante una de estas tempestades, separada tan sólo por dos asientos vacíos, iba una bella muchacha, que de cuando en cuando, fija y como sin temor, abría los ojos, sonriéndome. En el mismo avión, cuando ya el cielo estaba atravesado de un inmenso arcoiris, le escribí un poema, esta mínima historia en la que sucede aquello que no sucedió, pero que pudo muy bien haber sido. No, nos conocíamos. / Separados tan sólo / por dos desocupados asientos, me mirabas, / me sonreías muda, de cuando en cuando. / Las tinieblas, / infinito ulular de los motores, / negras, pasaban tras de los cristales. / Una explosión depronto, unfulgor amarillo / dentro, seco, instantáneo, / mientras tú me tendías sosegada una mano, / que yo prendí, veloz, entre las mías, / sin habernos cruzado ni un suspiro, / descendiendo en el aire, / desconocidas llamas, / unidos en la nada para siempre. Desde luego que aquella desconocida viajera no conocerá nunca este breve poema, pues no me atreví a dárselo y porque había desaparecido del avión mucho antes de que yo descendiera.
A veces parto de muy pequeños aeródromos, casi pueblerinos, como algunos que recuerdo, perdidos cerca del mar y casi solitarios, con un enorme cielo encima. Me siento entonces inmensamente posesivo. Todo el azul es mi casa. Mis vestidos, mis huidizos juguetes son las nubes. ¡Oh las nubes, las maravillosas, inolvidables del gran poema en prosa de Boudelaire! Descendería de lo más subido del espacio a sus llanuras blancas, sus blandísimos surcos ondulantes, que parecen abiertos por arados de ángeles pastores invisibles, que condujeran bueyes alados que no llegarán nunca a alcanzar el sinfín de los desvanecidos horizontes o esos valles secretos por los que no sé si alguna vez he de pasar.
Y así, así, yo, lejano poeta ya de Sobre los ángeles, he subido a vivir casi entre ellos, soñándolos tejidos entre las constelaciones, como estrellas fugaces de los vuelos nocturnos o como nuevos aviones cuyas abiertas alas me aposentan y levantan en vuelo de la tierra, hoy marinero en aire por el aire. Volar, volar, volar, aun sin saber adónde. Ójalá que algún día no arribe a parte alguna, no aterrice jamás, no vuelva a aquel lugar desde donde remonté hacia lo más recóndito del cielo, para volar, volar, siempre volar, seguir volando sin regreso posible.
... Pero aquel día llegué, por fin, a Roma, mas con dos horas de retraso, comprobando que en mi precioso barrio del Trastevere me esperaban los mismos gatos conocidos, entre las mismas eternas husmeadas basuras de la noche.
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