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Aleluya por Europa

Juan Luis Cebrián

A pesar de que el Tratado de Roma tiene más de un cuarto de siglo de existencia, la construcción de Europa se encuentra apenas en sus comienzos. Las razones son fáciles de entender: deshacer una historia de siglos recorrida de nacionalismos, guerras, divisiones y luchas en la búsqueda de una Europa distinta no es sencillo. Se oponen a ello no sólo los egoísmos particulares, las burocracias autóctonas y los prejuicios intelectuales. Fronteras largamente establecidas, fruto del militarismo triunfante, una Babel de lenguas y un sinfin de presiones exteriores contribuyen a deformar el proyecto y a acomodarlo a su propio interés. Pero 25 años, si bien se mira, no es nada en la historia del continente. Y la incorporación de la Península Ibérica, España y Portugal, a las Comunidades no llega tan tarde como los pesimistas pretenden.Algunos se preguntan por qué ese echar las campanas al vuelo de la clase política y gran parte de los medios de comunicación después del acuerdo de Bruselas. Suscitan dudas sobre las condiciones de integración -que en parte todavía desconocemos, pero que sin duda no han de ser las mejores pensables- y argumentan razonadamente que el primer impacto de la adhesión en la economía doméstica de nuestro país va a suponer desesperanzas y perplejidades: viviremos un par de años duros, obligados a reconvertir industrias, a reformar explotaciones agrícolas, a pagar mayores impuestos y a desarrollar más inteligencia y capacidad de trabajo frente a la competencia foránea. Todo ello es verdad, sin género de dudas, y sería peligroso repetir con Europa los mismos espejismos que se crearon con la democracia: la solución a nuestros problemas no puede venir de fórmulas mágicas, y nuestra integración europea no busca en realidad ser una solución a nada, sino incorporarse a un proyecto de unidad, aunque lejano, nada utópico. Y en el caso español es de especial trascendencia, ya que objetiva la ruptura del aislamiento tradicional de nuestro país, que arrastramos desde las guerras de religión.

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Merece la pena subrayar estas peculiaridades: la España que ahora entra en Europa es uno de los Estados continentales con mayor antigüedad unitaria; sus fronteras peninsulares han permanecido inmóviles durante siglos y su imperio colonial se liquidó de hecho mucho antes que el de la mayoría de las potencias vecinas. Pero la historia de España ha sido la de su aislamiento de Europa, su desencuentro y desentendimiento con las culturas, las formas políticas, los hábitos sociales y las actitudes religiosas del otro lado de los Pirineos. Dejar por eso de calificar de histórico un acuerdo como el de la madrugada del pasado viernes sería una tacañería intelectual absurda.

Hay una tendencia, de la que participo, a sospechar que los sueños de la construcción europea corren peligro de perecer a manos de las superpotencias nucleares y de intereses económicos a corto término. En realidad, el Tratado de Helsinki consagró con las firmas de todos los Estados del continente una división de fronteras fruto de la II Guerra Mundial, que tiende a consolidar la fractura de Europa producida tras la ocupación de las tropas soviéticas en el Este. Rumanía, Hungría, Checoslovaquia, Polonia son países que pertenecen por propia historia y naturaleza a cualquier pensamiento o ideación de Europa, tanto o más que el nuestro. Pero la geopolítica y la fuerza pugnan por amputarles de esa identidad común que Europa constituye. La división de Alemania sigue siendo además un testigo incómodo de cuán lejos estarnos los europeos de ser dueños de nuestros propios destinos.

Cualquier proyecto de unidad de Europa necesita converger en una serie de esfuerzos que faciliten la creación no sólo de estructuras políticas y económicas comunes, sino también de una identidad sociocultural sobre la que basarse. En el aspecto estrictamente institucional, Europa ha dado algunos pasos menores hacia su unidad con la creación del Parlamento Europeo, el funcionamiento creciente de la Comisión y los Consejos de Ministros o la multiplicidad de cumbres entre jefes de Gobierno. Pero es en el terreno militar, que al menos teóricamente sigue siendo una continuación del político, donde los progresos de integración en torno a la OTAN y al amparo del poder nuclear americano se han hecho más patentes. Los intentos de algunos negociadores españoles de sugerir que la cuestión de la OTAN y las Comunidades eran completamente diferentes o apenas tenían que ver entre sí no se compadecen para nada con la realidad. La defensa del territorio europeo que la Comunidad define está encomendada de manera casi exclusiva al complejo militar atlantista, es dependiente de la política disuasoria de la OTAN y se ha visto impactada de forma directa en el pasado más reciente por dos hechos de singular importancia: el despliegue de los euromisiles americanos como respuesta a los SS-20 soviéticos, y que escapan al control de los Gobiernos donde han sido instalados; y las propuestas del nuevo sistema defensivo espacial de Reagan, conocido como guerra de las galaxias, que tiende paradójicamente a hacer inservibles la actual acumulación de armas nucleares en el continente y el propio concepto de destrucción mutua garantizada sobre el que se ha sostenido la no beligerancia entre los bloques desde el final de la II Guerra Mundial. La pérdida de soberanía objetiva de Europa -a un lado y al otro del un día llamado telón de acero- frente a la detentación del poder nuclear tiene su representación más evidente en el escenario de Ginebra, donde las dos superpotencias discuten de la seguridad del continente al margen de quienes lo habitan. Y también en los fracasos-repetidos de la Conferencia Europea sobre Seguridad, cuyo único resultado constatable hasta la fecha es el de la consolidación de fronteras antes reseñada. Cualquier suposición de que estas cuestiones son ajenas o distantes al propio proyecto de construcción de una Europa unida es del todo gratuita.

En el terreno económico, la integración de lo que el año que viene será la Europa de los doce comenzó a partir de acuerdos sobre el acero y el carbón para extenderse después a la agricultura y las finanzas. Frente a las aseveraciones peyorativas de que la Europa de los diez no nos interesa por ser la de los mercaderes, es preciso que la opinión pública española aprenda a valorar los logros que para el progreso de la humanidad supuso el libre comercio, independientemente de que se critiquen sus excesos y se abomine del colonialismo. La Europa comunitaria padece, por lo demás, todavía de innumerables enfermedades proteccionistas en cada uno de sus Estados. Y la creación de una rígida burocracia supranacional, con la aparición de centros de poder de nuevo cuño, amenaza con ahogar a la CEE entre las manos de los funcionarios. Mientras, asistimos al vertiginoso desarrollo de las tecnologías de punta en las que Europa corre serio peligro de perder la carrera con Estados Unidos y Japón.

Pero es probablemente, como señala María Antonieta Machiocci, la dimisión de los intelectuales frente al concepto de una Europa unida lo que más riesgos comporta a la hora de hacer posible un proyecto europeo autónomo, capaz de romper el creciente bipolarismo mundial. Los europeos tendemos a vernos como una multiplicidad de culturas dialécticamente encontradas, y sólo desde fuera -América, el Tercer Mundo- somos reconocibles como un todo cultural y geopolítico. La resistencia a descubrir en nuestro sistema cultural y de civilización -oriundo de Grecia y cristalizado en el Sacro Imperio Romano Germánico- un ámbito homogéneo de pensamiento e ideación; el aferramiento de los intelectuales progresistas a esquemas de una ortodoxia marxista de la que abominaría el propio Marx; las dificultades de comunicación que la diversidad de lenguas comporta y el recuerdo ensoñador de los antiguos imperios coloniales ya desaparecidos, contribuyen a una disgregación de los esfuerzos. Sorprende que un continente que durante siglos ha acostumbrado a mirarse a sí mismo como el centro de todo lo que sucedía, se vea sometido a una invasión de industrias culturales foráneas que desfiguran la identidad, las formas de vida, los valores y las creencias sobre las que ingenuamente seguimos creyendo se basa la civilización occidental. La recuperación del espacio cultural europeo, con atención expresa a los nuevos sistemas de comunicación de masas y a los medios audiovisuales, es una tarea urgente de los intelectuales de Europa. No ha existido en la historia de la humanidad un solo proyecto de convivencia, una sola empresa política o económica que no haya sido imaginada, estimulada y enriquecida por un movimiento intelectual coherente y sólido. No es por eso una apelación retórica ni un fácil recurso dialéctico la atribución a España de un papel razonable y enjundioso en la construcción de esa Europa de la cultura y de la ciencia, prácticamente por alumbrar.

Estas son algunas meditaciones que me parecía debían hacerse al hilo del final de las negociaciones de Bruselas entre la Comunidad y nuestro país. La concreción de las discusiones, con toda justeza, en torno a los volúmenes de producción de vino o a las licencias de pesca y especies capturables no puede hacer perder de vista los aspectos, quizá más difusos pero desde luego más relevantes, que alientan en el proyecto comunitario. El encuentro con Europa como espacio vital no sólo supondrá a medio plazo un ensanchamiento de nuestros mercados y un cambio en nuestros hábitos de consumo, de alimentación o de trabajo. Es, sobre todo, el descubrimiento de un espacio mental e ideológico todavía novedoso para nosotros en el que palabras solicitadas secularmente por los intelectuales españoles -tolerancia, libertad y derechos- poseen un arraigo del que inevitable y felizmente nos beneficiaremos.

Todo eso explica el alborozo registrado, que para nada empece cualquier justificada cautela ni cualquier escéptica reflexión sobre los problemas que Europa, y España como parte de Europa, encaran en la actualidad.

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