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Los hombres y el sistema soviético

Mientras los gobernantes de Occidente han acogido casi con alborozo la ascensión de Mijail Gorbachov a la cúspide del poder soviético, los sovietólogos son mucho más prudentes en sus primeros juicios. Cierto -vienen a decir-: los rasgos generacionales de Gorbachov lo configuran como algo diferente de los hombres que hasta hoy han dirigido a la URSS. Pero, aun admitiendo que esté animado de una voluntad reformadora y aunque esta voluntad conecte con aspiraciones latentes en amplios sectores de la sociedad soviética, ¿qué puede hacer Gorbachov frente a las resistencias de ese colosal aparato burocrático del partido-Estado, que controla de modo absoluto la economía, la política, la información y la ideología, sirviendo al poder y a los privilegios de la nomenklatura? ¿Cómo va a apoyarse en las aspiraciones de la sociedad si ésta no dispone de ningún cauce legal para expresarlas? En declaraciones a un periodista, la sovietóloga francesa Hélène Carrére d'Encausse polemiza con los que se hacen ilusiones sobre el nuevo hombre del Kremlin: "¿Podemos creer aún, al cabo de 70 años de historia, que el problema de la URSS sea un problema de hombres, y no de sistema?".En efecto, el problema es de sistema; pero este sistema, como otros, ha sido creado por los hombres, y sería temerario profetizar que no puede ser modificado por ellos. Pese a la opacidad de la sociedad soviética, al secreto que rodea a sus órganos dirigentes, al control riguroso de la información, los datos conocidos son más que suficientes para llegar a la conclusión inequívoca de que en el seno de ese mundo soviético se viene produciendo desde hace tiempo una creciente toma de conciencia, si no sobre la necesidad de cambiar el sistema, sí sobre la necesidad de cambiar muchas cosas del sistema. Incluso en el interior del aparato del partido-Estado, que, por el hecho mismo de controlar estrechamente a la sociedad, no puede permanecer impermeable a las corrientes que se agitan en ella. Por lo demás, si la historia de la Unión Soviética nos muestra la inalterabilidad de las estructuras fundamentales del sistema -la dictadura totalitaria del partido y la estatalización completa de la economía, base indispensable del carácter totalitario de la dictadura-, nos muestra también que, dentro de ese marco, el inmovilismo ha sido más bien la excepción.

Ya en el período de Lenin, cuando se ponen los cimientos del sistema, tiene lugar un viraje radical al terminar la guerra civil: el paso del comunismo de guerra, caracterizado por la supresión de cualquier forma de propiedad privada, a la nueva política económica (NEP), que deja amplio margen a las empresas privadas en la agricultura, la pequeña industria y el comercio.

En este nuevo marco se produce una rápida recuperación económica y un florecimiento cultural, recordados todavía con añoranza por las viejas generaciones soviéticas. Stalin corta brutalmente esta evolución en 1929-1930, pasando a la colectivización forzada de la agricultura, a la industrialización con ritmos draconianos y a su inevitable corolario: la estatalización completa de la economía. Esta política, radicalmente diferente de la preconizada por Lenin, Stalin no puede imponerla más que recurriendo al terror.

La mayoría del grupo dirigente de la Revolución de Octubre perece en las purgas. Millones de ciudadanos y comunistas son deportados al Gulag. Sobre la nueva base económica así creada adquieren su contorno definitivo las estructuras políticas totalitarias del sistema. En esta fase se configura la nueva clase dominante, la nomenklatura, que comienza a gozar de grandes privilegios, al mismo tiempo que está a merced de la policía política de Stalin.

La sociedad estática

Durante estas tres etapas -el comunismo de guerra, la NEP y la colectivización-industrialización, si las definimos por sus características económicas- se puede hablar de todo menos de inmovilismo, no sólo en el terreno económico, sino en el político y en el social. Y tampoco puede decirse que el papel de los hombres sea secundario. Sin el cambio, por ejemplo, en. la composición sociológica del partido, a través de la guerra civil y de su transformación en partido gobernante, no puede explicarse la ascensión de Stalin. Las personalidades dirigentes luchan entre sí, y muchas perecen en esa lucha, sin poner en tela de juicio el sistema, pero pugnando por darle formas y contenidos diversos. Luego llega la gran guerra patria y muchos soviéticos piensan que después de la terrible prueba algo va a cambiar, que se merecen un poco de libertad. Pero la respuesta de Stalin sigue siendo el Gulag.

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La sociedad soviética pierde su dinamismo anterior -aunque fuera un dinamismo atizado por el largo knut del autócrata-, cayendo en la postración y el oscurantismo. En aquellos años comienza el retraso de la URSS frente a la incipiente revolución tecnológica: la cibernética y otras innovaciones científicas son condenadas como expresiones de la ideología burguesa. Pero la nueva evolución que se inicia con la muerte de Stalin muestra dos cosas: en primer lugar, la posibilidad de que dentro del sistema, dentro del mismo aparato -incluso de aquel aparato netamente estaliniano-, surjan dirigentes que bajo la presión de los problemas irresueltos, de las contradicciones y tensiones acumuladas, intenten una cierta liberalización. Que esto sucediera con un Jruschov era menos previsible entonces, al fin y al cabo, que hoy con un Gorbachov.

Jruschov estaba comprometido en los crímenes de Stalin, y él mismo los denunció en 1956. En segundo lugar, aquella evolución puso de manifiesto que los largos años estalinianos no habían podido aniquilar el pensamiento independiente. Pruebas fehacientes de ello fueron el surgimiento inmediato de una rica literatura contestataria, los debates históricos, económicos, científicos, artísticos y filosóficos. Verdad es que las fuerzas conservadoras acabaron imponiéndose: Jruschov fue defenestrado en 1964, víctima en gran medida de sus propias limitaciones de hombre formado en los esquemas del sistema; pero aquel ensayo reformista quedó inscrito en la historia de la URSS como un precedente significativo. Sólo con Breznev puede hablarse de un prolongado inmovilismo. La política brezneviana se caracterizó, ante todo, por el propósito de normalizar el funcionamiento del sistema, lo que en la práctica significaba asegurar la estabilidad de la nomenklatura. Amenazada primero por las purgas de Stalin y después por los intentos reformistas de Jruschov, la nomenklatura tuvo en Breznev el jefe que respondía plenamente a sus intereses de poder y de privilegio, y a su comprensible deseo, después de tantas turbulencias, de disfrutarlos en paz.

La dificultad mayor para la reforma económica, la más urgente de todas y condición previa para otras, reside en que dentro del sistema soviético, más que en ningún otro de los conocidos, cualquier reforma económica sustancial afecta muy directamente a la esfera política. Cuando en el famoso informe de Novosibirsk se dice que la causa fundamental de la presente crisis de la economía soviética reside "en el retraso adquirido por el sistema de las relaciones de producción y por el mecanismo de gestión de la economía que deriva de aquél respecto al desarrollo de las fuerzas productivas, o, más concretamente, reside en la incapacidad de ese sistema para asegurar una utilización sistemática y suficientemente eficaz del potencial de mano de obra y del potencial intelectual de la sociedad", se está planteando nada más y nada menos que la necesidad de reformar el sistema político.

¿Qué es, en efecto, el "sistema de relaciones de producción" en el marco global del sistema soviético más que el conjunto de las relaciones económicas, sociales y políticas entre el partido-Estado, propietario y gestor único de los medios de producción, y los trabajadores manuales, técnicos intelectuales o funcionarios? De ahí que, como el propio informe de Novosibirsk indica, toda reforma significativa del mecanismo económico no pueda dejar de atentar a importantes intereses creados, a posiciones de poder y privilegio del aparato político-económico dirigente; no pueda por menos, también, de abrir espacios a la iniciativa y participación de los sectores sociales interesados en el cambio o, dicho de otra manera, tenga que liberalizar en algún grado las relaciones políticas y el debate científico-cultural. Frente a este ineludible imperativo sucumbió Jruschov, mientras que Breznev renunció a cualquier reforma. El precio pagado ha sido la agravación de los problemas postergados y la profundización del antagonismo entre el partido-Estado y el conjunto de la sociedad. Ante este desafío se encuentra Gorbachov.

La posibilidad de que a los 20 años del fracaso jruschoviano pueda iniciarse ahora un nuevo intento de reformar el sistema soviético depende de una serie de circunstancias y factores. En primer lugar, la circunstancia, que al parecer está dada, de que la misma agravación de los problemas haga más ineludible la necesidad de abordarlos. En segundo lugar, el factor Gorbachov: que este nuevo secretario general esté realmente dispuesto a ser un segundo Jruschov, aunque de distinto tipo: no comprometido con la época de las purgas, más culto, más preparado técnicamente, más conectado con las nuevas capas medias, más moderno.

Relación de fuerzas

En tercer lugar, el factor relación de fuerzas: que este Gorbachov-reformador pueda ampliar suficientemente el sector de la nomenklatura que comparta sus objetivos. La nomenklatura no es monolítica, nunca lo ha sido, y el interrogante actual -el más impenetrable de todos, por el momento- es si la relación de fuerzas entre los sectores que puedan beneficiarse de las reformas y los que serían perjudicados se inclina a favor de los primeros. La preparación y celebración del próximo congreso del partido despejarán esta incógnita. En cuarto lugar, el factor internacional: la distensión es una condición necesaria -aunque no sea suficiente, como demuestra la historia de la URSS- de una reforma del sistema soviético. De ahí que a los gobernantes europeos, y en particular a la izquierda, así como a las fuerzas progresistas norteamericanas, les corresponda ejercer dentro de la OTAN toda la presión posible para que la política de Reagan vaya en esta dirección. En quinto lugar, el factor más imprevisible: la respuesta que las medidas tomadas por arriba encuentren en las fuerzas vivas que están latentes en la sociedad soviética, pero cuya potencialidad es imposible calibrar.

A Andropov le cupo la tarea, como jefe del KGB, de aplastar, a finales de los setenta, los múltiples grupos disidentes que durante el reinado de Breznev osaron levantar públicamente la bandera de los derechos humanos y de las libertades democráticas. Victoria pírrica, probablemente, porque los disidentes no son quijotes aislados. Formulan en voz alta lo que millones de soviéticos dicen en privado. Desde su deportación en Gorki, el premio Nobel Andrei Sajarov simboliza un futuro posible, aunque no seguro, porque en la Unión Soviética, junto a corrientes renovadoras que pueden ir desde un eventual reformador moderado tipo Gorbachov hasta auténticos demócratas tipo Sajarov, existen otras de tipo neoestaliniano, nacionalista y expansionista, con fuertes posiciones en el aparato y cierta base popular. Si estas fuerzas llegaran a prevalecer, si el proceso que parece perfilarse ahora se frustrara una vez más, las consecuencias podrían ser dramáticas no sólo para los pueblos de la URSS, sino para el conjunto de la humanidad. Por eso, si Gorbachov resultara ser el reformador de esta hora, aunque tan sólo iniciara el camino, ¡que los dioses sean propicios a Gorbachov!

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