El defensor del pueblo
JOAQUÍN RUIZ-GiMÉNEZ, en su condición de defensor del pueblo, anunció ayer en el Congreso de los Diputados su decisión de no recurrir ante el Tribunal Constitucional la ley Antiterrorista, aprobada por las Cortes con los votos de Alianza Popular y del PSOE. Tal actitud, carente de justificaciones convincentes, no sólo daña el prestigio personal y político de Joaquín Ruiz-Giménez -cuya designación para el desempeño de ese cargo fue apoyada por amplios sectores sociales, incluido este periódico-, sino que perjudica gravemente a la institución que representa. Ruiz-Giménez había entretenido a la opinión pública durante las últimas semanas con una escenificación de sus problemas de conciencia y dudas morales acerca de la conveniencia de ejercer o no el recurso. Tantas ¡das y venidas, tantas vueltas y revueltas, dificilmente pueden ocultar la sensación de que la suerte estaba echada desde el comienzo de la partida.Ruiz-Giménez se ha creído en la obligación de resaltar ante diputados y periodistas que no ha recibido presiones gubernamentales para adoptar su negativa decisión. Mantener otra cosa significaría ¡denunciar al poder ejecutivo por no respetar la ley orgánica del Defensor del Pueblo, cuyo artículo 62 establece que ese alto comisionado de las Cortes no estará sujeto a mandato imperativo alguno, no recibirá instrucciones de ninguna autoridad y desempeñará sus funciones con autonomía y según su criterio. Con independencia del significado que los antiguos dichos atribuyan a las excusas no solicitadas, la desagradable hipótesis de las presiones resulta innecesaria cuando la lógica del poder anda en juego y los actores que la encarnan han interiorizado sus mandatos. Que Joaquín Ruiz-Giménez y sus adjuntos, elegidos con los votos de los mismos partidos que han aprobado la ley Antiterrorista, compartan con tan abrumadora mayoría parlamentaria la peligrosa retórica de la razón de Estado resulta cuando menos imaginable. Al fin y al cabo, los hábitos de respeto reverencial hacia el Poder -con mayúscula- suelen arraigar profundamente en quienes jamás terminan de romper el cordón que les une con los centros de decisión que tienen en sus manos el dominio de la sociedad. Sin embargo, las razones dadas por Ruiz-Giménez para justificar su actitud ante la ley Antiterrorista -a la que desea que permanezca en vigor "el menor tiempo posible"- tienen el inconfundible tono de la mala conciencia.
La alusión al dolor de los familiares de las víctimas de los atentados terroristas es un argumento demagógico, impropio de un jurista. Que el defensor del pueblo exprese su "grave preocupación" ante su propia decisión de no interponer el recurso de inconstitucionalidad contra la ley Antiterrorista denuncia la incongruencia de todo su planteamiento. Idéntico carácter contradictorio posee la complacencia mostrada por Ruiz-Giménez ante la noticia de que el Parlamento vasco ha resuelta, en cambio, ejercer el recurso de inconstitucionalldad contra la citada norma. Pero la sentencia de 14 de julio de 1981 del Tribunal Constitucional, que denegó legitimación al Parlamento vasco para recurrir la ley Antiterrorista de 1980, es un precedente tan conocido que puede teñir de hipocresía esa alegría.
Repetiremos algunos de los motivos que hacían aconsejable el examen por el Tribunal Constitucional de esa ley. Los 10 días de detención e incomunicación en dependencias gubernativas crean un espacio de inseguridad abierto a las torturas y malos tratos. La autonomía del Ministerio del Interior para decidir por su cuenta ¡la intervención de las comunicaciones, los registros domiciliarios y la aplicación de la ley Antiterrorista vacía de contenido la "necesaria intervención judicial" prevista por el artículo 55.2 de la Constitución. La defensa de oficio desnaturaliza el derecho de asistencia letrada al detenido, mientras que la jurisdicción especializada puede convertir en un espejismo el hábeas corpus. La libertad de expresión, el derecho de asociación y el derecho a acceder a cargos públicos quedan conculcados por una norma que permite el cierre de los medios de comunicación sin sentencia, la suspensión cautelar o la disolución de las asociaciones cuyos "dirigentes o miembros activos" se hallen incursos en delitos terroristas y la destitución de cargos electos sin las necesarias garantías judiciales.
Con su injustificada negativa a solicitar del Tribunal Constitucional un pronunciamiento sobre la legalidad de la norma antiterrorista, Ruiz-Giménez ha desempeñado en este triste asunto el papel de mero defensor del poder. Su anunciado propósito de erigirse en "vigilante" de la aplicación de la ley Antiterrorista para lograr que "no se le toque ni un pelo" a ningún detenido resulta ridículo. Al declarar que no dudará en "ponerse en contacto con el juez de instrucción correspondiente" para interesarse por los acusados de actividades terroristas, el defensor del pueblo parece olvidar que la instrucción de estos casos corresponde a los juzgados centrales de la Audiencia Nacional. Y cuando afirma que no se conformará con "pedir responsabilidades después", sino que realizará una "vigilancia simultánea", a fin de que "lo que potencialmente pudiera ser inconstitucional" en esa ley "no se aplique", Ruiz-Giménez realiza la peregrina revolución doctrinal de inventar la "inconstitucionalidad potencial" de leyes que él mismo no duda, con su gesto, que son constitucionales.
En definitiva, todo un desastre que esperamos no destruya para siempre la honorabilidad y la importancia que la figura del Defensor del Pueblo tiene en los países democráticos y debía tener en el nuestro.
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