Haendel, una música maravillosamente moderna
"Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tal acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del juicio final. '¡El sajón nos está jodiendo a todos!', gritó Antonio, exasperando el fortísimo. 'A mí ni se me oye', gritó Doménico, arreciando en acordes".En esta página del Concierto barroco -un relato exuberante de Alejo Carpentier-, Antonio es Vivaldi, Doménico es Scarlatti, y Jorge Federico, el sajón que incordia a todos con los chorros del órgano en el concierto común, es Georg Friedrich Haendel. La escena sucede en Venecia, el campo, pues, vivaldiano. Haendel ha venido a Venecia desde Hamburgo y desde su ópera, a través de Florencía, Roma y Nápoles. En Roma, y no en Venecia, en el palacio del cardenal Ottoboni, ha conocido a los Scarlatti (Alessandro y Domenico, éste de su misma edad) y a Corelli.
Haendel ha nacido en Halle el 23 de febrero de 1685. A los 12 años es asistente, y a los 17 titular del órgano de la catedral de Halle, pero al año cambia el templo de Halle por el teatro de Hamburgo. Desde allí, violinista del ripieno primero y clavecinista luego, visita a Buxtehude en Lübeck y declina la mano de su hija Margreta, precio peliagudo que el viejo maestro impone para la sucesión en su puesto de órgano (Bach hará lo propio en 1705, dos años después).
La ópera pone a Haendel en el camino de sus fuentes, y así lo hallamos en Italia de 1706 a 1710. En Venecia conoce al embajador británico y prepara su futura escala en Londres. Pero antes ha aceptado el puesto de maestro de capilla (kapellmeister) en la corte del elector Georg de Hannover. Dos permisos del elector, dos viajes a Londres, el segundo sin retorno. Será el elector el que, convertido en Jorge I, rey de Gran Bretaña y de Irlanda, siga a Londres a su infiel kapellmeister cuando éste cuenta 29 años.
Paisano de Bach
En Italia, Haendel ha bebido el don de la comunicación a través de la música, cuyo secreto tiene mucho que ver con el cultivo de la melodía y el aparato de las tablas. Pero en Londres encuentra -y acaso es una causa decisiva para su asiento definitivo en esta tierra, a la que se hace en cuerpo y alma -un público, que no es una camerata, ni una corte, ni un salón, ni un cabildo. Un público moderno para un genio moderno.A menudo las historias de la música enmarcan en un mismo capítulo los nombres de Bach y de Haendel. Es natural: son paisanos, aunque, queriéndolo los dos, nunca llegaran a encontrarse. Ambos adiestrados a la vieja usanza, en el teclado sobre todo, pero no menos en los instrumentos de arco y otros. Y han nacido con una diferencia de 26 días y bajo un mismo signo. Con ellos, para acabar de afianzar el tándem, culmina el ciclo barroco y amanece una nueva época que será bautizada como preclásica. Bach y Haendel han cumplido juntos el ejercicio de una de las más fabulosas cosechas de la música occidental, infatigables y concienzudos como el genio germánico sabe serlo. Y por si todo ello fuera poco, el mismo cirujano, Taylor, ha operado sus ojos y ha dejado ciegos a ambos.
Que sus caracteres contrastan, por otra parte, lo demuestra la diversidad de sus clientelas: frente al cultivo doméstico de la música, el salón cortesano y la feligresía provinciana -ámbito de Bach-, el público de Haendel es el que ahora se entiende como público, indiscriminado, variopinto, entusiasta e insolente. Haendel ha conocido a ese público en Londres, donde lo hallará el Haydn maduro medio siglo después: un público acaso menos cultivado pero que, si acude a la música, es porque la ama o al menos la apetece. La música no es su decoro, sino su afición. La música no está a su alrededor: él está alrededor de la música.
La historia, al instaurar el tándem Bach-Haendel, ha perjudicado sin duda a ambos. A Haendel porque en términos estrictamente musicológicos la comparación con Bach es la más odiosa que cabe imaginar: la sombra de Bach es la más espesa de las sombras. Una fuga de Haendel, por ejemplo, caprichosa y liviana, gustosa, pero veleidosa, al lado de una fuga de Bach, arquitectura sin fisuras, lógica implacable, escritura magistral, parece un juego.
Puede ser del caso recordar, sin embargo, un elogio sostenido por Beethoven e insuficientemente valorado: Beethoven tiene a Haendel por "el más grande de los músicos". Pues bien, cuando se trae a colación esa afirmación con seguridad auténtica, rotunda y sin vacilaciones se suele recomendar una lente que corrija, disminuyéndolo, el aumento que la pasión de Beethoven ha puesto en el elogio. ¿Cómo, si no, el indiscutible músico de Bonn ha podido errar en la diana a propósito de sus antecesores compatriotas? Haendel es grande, sin duda -se piensa-, pero Bach es el más grande.
Cabe, no obstante, otra lectura mucho más directa y libre de prejuicios. Beethoven elige a Haendel a ciencia y conciencia, y lo hace porque el genio de aquél es más afin al suyo propio. Haendel ha corrido medio mundo al acecho de un público que empieza a desperezar y que todavía 50 años más tarde Beethoven no halla aún en la Viena frívola y cortesana y él mismo quiere crear. Y en esa búsqueda instintiva y a prueba de fracasos y desilusiones, de zancadillas y vaivenes, Haendel ha sido menos sabio, pero más eficaz, artífice menos consumado, pero mejor estratega. Haendel ha ahorrado secretos de fabricación a favor de un ideal seguro y pertinaz: la comunicación.
Para ello ha batallado en el foso de la ópera de Hamburgo. Para ello ha corrido Italia de parte a parte. Para ello ha sembrado la escena inglesa de óperas con nombre de oratorios, de dramas con hábitos de liturgias, de epopeyas en donde el pueblo se reconoce en el pueblo. Una fuga no es para Haendel una arquitectura sabía, articulada de piezas justas en lugares justos, cuajada de simetrías y correspondencias sutiles, sino un juego provocador que, como es propio del juego, invita a participar: hace causa común con el auditorio, conmoviéndolo, más allá del puro recreo.
Arte de expresión
Si el esquema propuesto por Ernst Cassirer para entender la evolución del arte occidental -de un arte de imitación a un arte de expresión- tiene validez, y parece que la tiene, el de Bach y Haendel es el tiempo de la inflexión. Y es claro que en esa coyuntura Bach apuesta por la imitación (al fin y al cabo su obstinación contrapuntística lo vincula a un ancien regime), en tanto que Haendel se decide, como viajero, músico y empresario, por un lenguaje de expresión.Es el lenguaje que Beethoven reconoce en el origen del suyo y al cual rinde tributo con una cita musical declarada: los compases iniciales de la Sonata Patética, el best seller de la juventud de Beethoven, están tomados de un concerto grosso de Haendel.
El elogio, pues, es algo más que un gesto de apasionada elocuencia: es el reconocimiento de una concepción todavía naciente en la música de Haendel que ha de ser, andando el tiempo, el sello de la modernidad. Al hombre que sabe sucede -escribe Schiller, el poeta que canta en la música de Beethoven- el hombre que juega, y Haendel acaso ha sido el primero que ha escrito su música para el hombre que juega, una música lúdica y, por ende, maravillosamente moderna.
Babelia
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