La poca importancia de llamarse Oppenheimer
Es uno de esos nombres que le suenan a cualquier periodista, a unos cuantos políticos y militares y a casi todos los científicos, tampoco a todos: Oppenheimer. De manera que cuando, hace unos días, murió un Oppenheimer llamado Frank, llegó a unas cuantas orejas un tintineo lejano, pero impreciso. Ni siquiera las necrológicas eran muy explícitas. Las nuestras, las publicadas en nuestra Prensa, se limitaban a recoger, con recortes, las aparecidas previamente en la Prensa norteamericana, tampoco muy largas ni muy generosas ni muy reveladoras.
Un neoyorquino de origen alemán, físico nuclear, fulminado por un cáncer, ex alumno de la Johris Hopkíns University de Baltimore, ex alumno de Cambridge (del bueno, no del espúreo y millonario Cambridge, Massachusetts), investigador en el Instituto de Tecnología de California y sospechoso de rojez en Estados Unidos, una sospecha, en aquellos pagos, equivalente a la de ser hijo del diablo. Decían las notas necrológicas, textualmente, que "en 1949 reconoció ante el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso haber sido miembro del partido comunista americano antes de la II Guerra Mundial", lo que le valió todas las penas de muerte administrativa posibles: expulsado de su cátedra -entonces en Minnesota-, se marchó a Colorado y se hizo ranchero. Ha muerto ranchero, en un lugar de California llamalo Sausalito, un lugar con el que sueñan todos los españoles que lo han visto una vez.Pero las notas añadían algo más: era hermano de otro Oppenheimer. De J. Robert Oppenheimer, nada menos, rebautizado por miles de reporteros como padre de la bomba, aunque la verdad es que la bomba -que tuvo en Estados Unidos una madre inequívoca- disfrutó de muchos padres. Pater semper incertus est. De este Oppenheimer se saben muchas más cosas, aunque casi ninguna de aquello en lo que, esencialmente, conistió su vida: la química, la física, la geología, el griego, el latín, la fisofía de la historia. Un J. R. insólito que nunca se enteró de nada que fuese divertido. No leía los periódicos, no escuchaba la radio, no tenía teléfono y se mantuvo sin votar en las elecciones presidenciales la mayor parte de su vida. Cuando el mundo se hundía en el zafarrancho financiero de 1929, J. R. Openheimer estaba estudiando sánscrito, ya ven ustedes lo que son las cosas, y no se enteró de lo que había ocurrido hasta que pasaron varios años.
La rojez de Robert no era tan militante como la de Frank. De una manera muy graciosa, el Abc del día 21 de febrero de 1967 (el día en que murió, en Princeton, aquel hombre) calificaba el pensamiento del científico de "sarpullido izquierdista y subversivo". Con un hermano como Frank, una esposa como Katherine (viuda de un soldado de la brigada internacional Abraham Lincoln, muerto en la Ciudad Universitaria madrileña) y un padre judío al que Hitler habría fulminado con gusto, es difícil escapar a cierto destino. Hay, es verdad, alguna oportunidad para el que es tonto o tiene mucho dinero, pero si además de física nuclear se sabe sánscrito y se puede leer la Anábasis directamente en el griego de Jenofonte, está uno perdido.
Un amanecer más brillante que mil soles
Los dos hermanos habían empezado a vivir en este mundo alrededor de 1933, al mismo tiempo que Hitler. Eso hizo que buscaran dos cosas que constituyen un matrimonio absurdo y arriesgado: la bomba y un orden racional, socialista, justo, inteligente. El Pentágono y otras figuras geométricas desconfiaban de estos Oppenheimer cercados por los correveidiles de los servicios secretos continuamente, pero J. R. sabía más que nadie de isótopos y otras cuestiones, tenía carácter, era Infatigable y brillante, guardaba en la cabeza las lecciones directas de Rutherford y de Max Born, había entendido en qué consisten inventos humanos dispares como Göttingen y Berkeley. Y, aunque resultaba lastimoso el hecho de que su madre fuese pintora y ellos aficionados a leer a Homero, el proyecto Manhattan fue puesto en las manos del mayor, que trajo al menor como ayudante. Robert y Frank aceptaron la impureza.
Robert llegó a más: aseguró que los rusos andaban a la caza de los secretos de la bomba y se mantuvo en el templo de Los Álamos, rodeado del grupo de científicos más notable y compacto de todos los tiempos, tras delatar a su compañero Chevalier, Haakon Chevalier, un profesor de letras proclive al marxismo que tuvo que largarse de Estados Unidos. Una emocionante vileza al servicio de una idea fija: acabar con nazis y nipones. Más tarde, al amanecer del 16 de julio de 1945, en Alamogordo, estalló la bomba. Aquello fue, según los que lo vieron, más brillante que mil soles. La historia de amor terminó el 13 de abril de 1954. J. R. se había opuesto largamente a la construcción de la otra bomba, la de hidrógeno, la H, incomparablemente más eficaz en la tarea de liquidar mamíferos de toda especie. El presidente Eisenhower abrió la caza de los Oppenheimer. Un tribunal maccarthysta presidido por un Gordon Gray, ex secretario del Ejército, redactó una lista dramática de acusaciones, casi todas ellas apoyadas en testimonios viejos de Frank. No sirvió de nada que J. R. cantase la palinodia. Aquellas palabras de la acusación -"dudas sobre su veracidad, su conducta y su lealtad"eran de fuego. Durante 12 años, la Comisión de Energía Atómica, los departamentos de Justicia, Defensa y Estado, la Casa Blanca y las diversas tropas de vigilantes, recaderos, voyeurs y delincuentes que constituyen la gran sociedad secreta norteamericana habían anotado en archivos oscuros miles de datos acerca de los dos hermanos, los habían usado, fotografiado, comprado, comprometido, ordenado, estimulado. Entonces se dijo que la cosa iba a provocar un "vasto escándalo", pero no fue así. Nunca es así. J. R. fue enviado a un limbo glorioso, lugar idóneo para escribir libros sobre el alma humana, y Frank empezó a buscar sementales para sus vacas y a cooperar en la venida al mundo de terneros robustos. Hace ya algún tiempo, en el siglo III antes de Cristo, un médico alejandrino llamado Erasístrato se dedicaba a estudiar anatomía en los cuerpos de los condenados a muerte. Se los llevaba, vivos, a su laboratorlo del Museion y allí los abría en canal'., tranquilamente, para aprender cosas. Por ejemplo, que la sangre circula, algo que, mucho tiempo después, llevó al Olimpo a William Harvey y a la hoguera a Servet. El Museion se parecía muchoa Los Álamos. Erasístrato era una buena persona y, que se sepa, nunca tuvo remordimientos, como tampoco los debe tener Mengele.
Una aventura de grandes espíritus
Fabricar la bomba era también algo hermoso. Una aventura de grandes espíritus; Einstein, Rutherford, Niels Bohr, Fermi, Kapitza, De Broglie, Heiseriberg, Szilar, Harir, Teller, Compton, Oppenheimer, qué sé yo, embarcados durante lustros en un esfuerzo bárbaro y brillante. Haciendo de tripas corazón, se puede comprender, aunque sea con una náusea. También se puede comprender que luego, después de haber visto coronada la obra con la victoria y a unos cuantos cientos de miles de japoneses hechos trizas, pudiera más en J. R. la afición al sánscrito. También que escribiese cosas graves, honradas, en un duro ejercicio postmortem. Ahora mismo, sobre mi mesa, tengo un ejemplar en alemán de La energía atómica y la libertad humana lleno de apelaciones a Confucio y a Bertrand Russell, a Marx y a Whitehead. Es un escrito moral, doloroso, que nunca leerán aquellos que más lo necesitan.
La 'Inquisición' de la estupidez
Pero no es necesario divinizar a J. R. y convertirlo en un Galileo. Galileo mismo no dijo nunca "Y sin embargo se mueve", jamás fue torturado, no estuvo ni siquiera cerca de hoguera alguna y su cárcel fue una cárcel con alfombra y criados. Oppenheimer, el mayor, no visitó más Inquisición que la de la estupidez, esa prisión que el poder, sobre todo en Washington, cuida con tanto celo. No fue tan valiente como quisiera el mito, ni tan rojo, ni tan liberado de tentaciones. Estaba hecho, como todo el mundo menos san Luis Gonzaga, de mera carne vunerable.
Pero, ¿y Frank, el ranchero, el segundón silencioso, el muerto de Sausalito? Había padecido el mismo drama que su hermano, con el añadido terrible de ser el otro Oppenheimer. En cierto modo tuvo su oportunidad para la venganza, porque él fue quien arrastró a J. R. al ostracismo. Frank era un físico notable, culto, laborioso, con ideas matemáticas de dimensiones celestes y, un tiempo, comunista, comunista norteamericano, que no cabe imaginar en el planeta un compromiso tan descorazonador. Le pasó como al hermano de Sherlock Holmes, siempre a la sombra de la gloria, inclinado sobre sus chismes electrónicos o sobre los textos de Engels, capaz de enfrentarse al grotesco tribunal maccarthysta y decir que sí, que había "militado".
Frank sigue siendo un hermoso misterio. Lloró poco. Se fue a cabalgar caballos de verdad, de los que sudan y derriban, aceptando tranquilamente la ira y ennobleciendo el destino de ser el otro. A J. R., aunque de mala manera, le pidió una especie de perdón el presidente Kennedy, que fue tan bueno. A Frank no le ha pedido perdón nadie. Nunca. En fin, hay nombres que no es bueno ostentar. Con cierto deje yidish, Oppenheimer significa casa abierta. Siempre estuvieron aceptando el riesgo de que entrase en ella quien quisiera. Y entró.
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