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Tribuna:
Tribuna
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''Live-sex show'

Manuel Vicent

En la zona de los prostíbulos de Amsterdam, a una temperatura de 10 grados bajo cero, un joven mal afeitado, con gorro de lana y casaca de plástico jalea la mercancía junto a las taquillas de Casa Rosso, un garito sexual donde se celebran coitos de carne y hueso para turistas. A esa hora de la noche por allí sólo pasan ciudadanos solitarios, grupos de japoneses con guía y algún marinero turbio, empañado de ginebra. Amsterdam está nevada, los canales están helados, las rameras permanecen todavía en las bomboneras de los escaparates. -¿Español?

-Sí, más o menos.

-Yo soy catalán. De Tarrasa.

-¿Qué haces aquí?

-Ya ves. Animo a la clientela. Vendo entradas para el espectáculo. ¿Quieres una? Es maravilloso, te lo juro. Chicas de primera clase. Empieza en este momento. Bajo un cielo septentrional de reflejos polares, rodeado de carámbanos, este jóven de Tarrasa se gana la vida compitiendo a brazo partido con morenos de la mandanga, moluqueños y otros duros del asfalto. Casa Rosso emite sobre la atmósfera escarchada una bocanada de terciopelo caliente y luces de fresa que fríen tetas desnudas en las parrillas de neón. En la sala de arriba se dan en sesión continua películas pornográficas con felaciones soberanas y en el tingladillo del teatro tal vez el gorila del cartel acaba de realizar un acto extremadamente cultural con una señorita de Utrecht. Ahora en escena se agita otra patata pelada con una bengala en la vagina.

-¿Una cerveza?

-Bien. Acepto.

-Me gusta tu cara -contesta el joven de la casaca de plástico- Hace tiempo que no hablo con uno de allá abajo. ¿Buscas algo en es pecial?

-Nada. ¿Acaso puedes ofrecerme tú alguna cosa? -No sé. Acompáñame. El joven de Tarrasa entra en un bar inmediato donde en la barra hay varios canallas acodados delante de la copa en silencio. Pide una pinta de cerveza y saluda a unos compinches que apenas le sonríen con un destello de colmillo. Luego se sienta en el taburete golpeando rítmicamente el estribo con la bota nerviosa detrás de una música que no existe. El local está casi desierto, tiene estalactitas en el ventanal silba la cafetera y cuando alguien paga la caja registradora suelta una descarga. El jóven se llama Tony y parece ir pasado de ,anfetamina.

-Dime algo de Jopie De Vries. -¡Coño! -exclama el muchacho- No pronuncies su nombre aquí en voz alta.

-¿Quién es?

-El amo.

-Eso ya lo sé.

-No creas, yo lo adoro. En este barrio todo el mundo trabaja para él. Controla las chicas de los escaparates, el sexo de Arristerdani es suyo y aun más. Es compadre de Sinatra. El otro día casó a su hija con un guardaespaldas y esta calle se llenó de Mercedes blancos. Vino Sinatra y Dean Martin y también ese negrito de los dientes de oro y muchos actores de Hollywood. Tengo una foto así de grande con ellos clavada en la puerta de mi habitación. ¿Quieres verla? Yo he salido al lado de Jopie. Es un buen tipo Jopie. Va siempre con un gorro de lana lleno de agujeros como el mío, lleva barba y pantalones raídos. Viene a ser un judío de 45 años.

-¿Y tú?

El sur está muy lejos. Tony era en Tarrasa un peón de albañil, hijo de emigrante andaluces, asalariado igual que sus hermanos en la empresa constructora de Núñez, presidente del C. F. Barcelona. A la sombra del andamio tomó en matrimonio a una muchacha de su condición y a los nueve meses la pareja tuvo una niña de ojo negros, que había sido concebida en una cama de suburbio dentro de las normas del Concordato. Quiere decirse con est que la pobreza engendra pobres y para ellos sólo existe un horizonte de cabras entre vertederos industriales. Pero Dios, por regla general, también inserta el alma en el útero de las proletarias cualquier noche de sábado después de una cópula anodina. Tony no hacía demasiado uso de la cerviz, muy pronto se cansó de ser esclavo y un día le dio la ventolera de dejar la familia en casa, cogió el montante sin un salvoconducto y partió hacia Holanda, totalmente a ciegas, con la intención de labrarse un porvenir. No fue uno de aquellos chicos de la época dorada que acudían a la plaza del Dam guiados por una estrella de chocolate, sino un explotado, mera carne de cañón, que huía de los fieros capataces del mediodía. Durante cuatro años en Amsterdam fregó platos y limpió retretes en una soledad de perro. Una noche, con las manos en los bolsillos, Tony se fue a los canales de las putas y quedó pasmado ante los anuncios candentes de Casa Rosso.

-Por cierto. Tienes que comprarme una entrada.

-Bueno.

-¿Sabes? Ahora vivo de esto. Llevo una comisión por cada cliente que consigo. Hasta hace poco trabajaba en el espectáculo.

-¿De qué?

-Realizaba un coito.

En Casa Rosso se ejerce un sexo de garrafa, con un cariz gimnástico, mecánico y tedioso. Cualquier suerte del instinto genético tiene lugar en vivo sobre las tablas. Negro con blanca, pelirroja con orangután, rubia con látigo y polainas, strip-tease simple, ejercicios lingüísticos, juegos con el gollete de una botella, fino ballet de lesbianas y cópulas de varios gustos al compás del bolero de Ravel. Si uno viaja a Amsterdam y no puede comprarse un diamante, al menos debe rendir la visita de rigor a este establecimiento portuario que goza de prestigio internacional. Seriedad y garantía, orden y limpieza. En todas partes del mundo hay ensaimadas como ésta, pero en Amsterdam el sexo todavía es turístico. Un público de japoneses llena el pequeño paraninfo y algunos desde la primera fila escrutan los genitales de las atletas con un largavistas.

-Harto de fregar retretes, una tarde entré en Casa Rosso y me ofrecí de galán.

-¿Te aceptaron?

-Primero me tentaron las cachas. Me miraron la dentadura como a un caballo. Después me pidieron los papeles. ¿Sabes? Yo no tengo papeles. Ando flotando por la vida. Creo que me aceptaron por eso.

-¿Y la policía?

-A veces se acerca a meter la nariz. Se le paga y largo. Eso está inventado.

-¿Y qué?

-Entonces llamé a mi mujer. Le puse una conferencia a Tarrasa y se lo dije. Oye chata, se trata de esto. Por lo que tú y yo hacíamos ahí en la cama sin que nos pagaran nada aquí nos dan 100 florines a cada uno por sesión. Se trata de salir a un escenario, que tiene calefacción, y echar un polvo de diez minutos en plan artístico. ¿Vale?

-¿Y ella?

-Vale. Encantada. Al día siguiente estaba en Amsterdam con la niña.

-Algo diría a la familia.

-Va para cuatro años que no sé de mi familia. A lo peor mis padres han muerto y yo sin enterarme. Mis hermanos andarán por Barcelona en el paro. Vete a saber. Yo me considero un artista. Este trabajo tiene su cosa.

El sur está lejos. Oh espacio de sol tan poblado de barcas color naranja. A una temperatura de 10 grados bajo cero Amsterdam tirita y en la oscuridad espejean de hielo los canales, hay bicicletas ateridas en los pretiles, las botas crujen sobre un barro de carámbanos y por la zona de los prostíbulos sólo se ve algún ciudadano solitario, algún drogadicto sarnoso envuelto en el vaho de sus pulmones. Después de apurar la última pinta de cerveza Tony vuelve a la puerta de Casa Rosso para jalear la mercancía en una noche de lobos. Allí enseña con orgullo un cartel donde se le ve con su mujer, ambos desnudos y arrodillados, en un instante de la ceremonia. Tony quiere mucho a su mujer y no lo oculta. Durante un par de años, en sesión de tarde, ha ejecutado con ella a la vista del respetable público un lance de amor. Todo controlado. Una erección ayudada con ungüentos, una tabla de gimnasia sexual totalmente fría que requiere su técnica. Pero hace unos meses a la pareja le sucedió un percance y se quedó sin trabajo.

-¿Te he dicho que quiero mucho a mi mujer?

-Lo has dicho.

-La verdad es que me gusta mucho, me tiene loco y aquella vez en escena la amé demasiado. Estaba lleno de japoneses el patio de butacas, sonaba una música que me recordaba la niñez, un viaje a Andalucía, y mientras ejecutaba el coito yo pensaba en aquellos días felices. No me pude contener y además tardaron en echar la cortina. Dejé embarazada a mi mujer. Ahora ella está de siete meses. Ese amor nos ha dejado a la intemperie. Yo me remedio de momento vendiendo entradas. En la nómina de Casa Rosso hay otros españoles bajo el patrocinio del amo absoluto Jopie De Vries. El que hace de gorila enamorado se llama Alejandro y es de Pontevedra. También trabajan dos chicas valencianas a medias con un plátano macho. Tony se mueve entre bastidores dando saltitos anfetamínicos o contempla el espectáculo desde el palco del bar como un obrero parado. Cada mañana va al gimnasio. En el mismo barrio Jopie De Vries tiene un edificio de cinco plantas con toda clase de aparatos adonde pueden ir con una tarjeta todos sus empleados si desean hacerse una musculatura. Es una fábrica de guardaespaldas, cuyos ejemplares de concurso Jopie exporta a todo el mundo. Allí acuden también las chicas de los escaparates, los dependientes de sex-shop, los chulos de la goma y el elenco de todas las compañías a levantar pesas, tomar saunas, bajar la tripa y echarse algunas piscinas. Pero Tony, el joven de Tarrasa, ha adaptado todavía un sueño dentro de su gorro de lana.

-Mi hijo está a punto de nacer. -¿Lo deseas?

-Lo deseo mucho y quiero que Jopie lo apadrine. Por todo lo alto. Al fin y al cabo esa criatura será fruto de su negocio. Es la primera vez que esto ha pasado. No se quejará del celo que puse en el espectáculo.

-¿Has hablado con el amo? -Algo le he dicho. Tony sueña para su niño, que está al llegar, con un bautizo enorme con muchas figuras de Hollywood. La calle de los prostíbulos de Amsterdam se llenará de Mercedes blancos y por los canales correrá el champán. Vendrá Frank Sinatra y Dean Martin y también ese negrito de los dientes de oro. Una comitiva de alegres rameras maternales y sus chulos con un clavel en el ojal, el gorila Alejandro y las valencianas del plátano ataviadas con la bandera española irán cantando hasta la iglesia de San Nicolás y sonarán todos los carrillones de la ciudad en señal de júbilo. Al borde de la pila el padrino Jopie De Vries se quitará la chistera y aquel pequeño cúmulo de carne sonrosada, que fue concebida en un acto de amor sobre un escenario de pornografía en vivo ante un público de japoneses, se convertirá en un cristiano. Ahora, en el portal de Casa Rosso, el joven Tony, con la mirada un poco desvanecida aún, pregona a los lobos de la noche una mercancía caliente sobre el hielo. Y no hace más que frotarse las manos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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