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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Hablo de Pablo Serrano

Mi amigo Pablo Serrano acaba de perder, no sé sí definitivamente, sus últimos derechos sobre la escultura Viaje a la Luna en el fondo del mar, que vendió, hace ya mucho tiempo y en un día aciago, a un comerciante. Los únicos derechos que Pablo Serrano mantenía sobre la obra, tras desprenderse materialmente del objeto y de sus formas y volúmenes, eran ciertamente un tanto etéreos y difíciles de argumentar ante un juez; pero, al menos en la misma medida en que también pudiéramos reclamarlos yo mismo o cualquier otro vecino, quizá fuera bueno y saludable el detenemos un punto en su serena consideración. La venta de una obra de arte no elimina un cierto remoto y evidente derecho del autor -y de todos- tendente a la prevención de la barbarie. La noción de la propiedad ha evolucionado no poco desde el derecho quiritario a nuestros días, y hoy tanto el patrimonio artístico como el histórico basan su realidad en la idea de que la propiedad privada ni puede ni debe usurpar al procomún ciertos derechos relativos a la posesión, siquiera indirecta, de una determinada obra. No pueden exportarse ni un Greco, ni un Velázquez, ni un Goya, y se me antoja que, en una cierta medida, coinciden los criterios que impiden que tal suceda con aquellos en los que Pablo Serrano se basa para reclamar el que su obra no sea destruida, o desmontada y arrinconada, lo que viene a ser lo mismo.Mis amigos, ¡qué suerte la mía!, Pablo Serrano, Chillida y Xavier Corberé son tres de los más grandes escultores españoles actuales, y los tres han tenido sus más y sus menos por culpa de posturas ajenas no poco cerriles y, en todo caso, incapaces de valorar en la medida en que se lo merece el alcance de la relación existente entre una obra de arte y la persona -o la institución que la adquiere. No entro ni salgo, claro es, en la consideración jurídica de la sentencia que ha negado la razón a Pablo Serrano, ni tampoco en el valor moral de la cosa juzgada ni en lo ajustado a derecho que pueda estar un principio de retroactividad, y declaro que tales extremos no me importan un ardite cuando la formalidad de lo legal se contrapone al sentido de lo legítimo. A Pablo Serrano le han quitado la razón y, si hemos de hacer caso a sus primeras y doloridas palabras tras la sentencia, puede que le hayan quitado hasta su propio juicio. Pero ningún juez puede tener la fuerza bastante para impedir que el paso del tiempo convierta el noble empeño de Pablo Serrano por su obra en algo muy diferente. Demos de lado a derechos y razones y procedimientos ajustados a código y pensemos un poco en el alcance de lo que puede llegar a ser y a suponer la propiedad privada de una obra de arte.

El sentido de la propiedad privada coincide con todo cuanto atropello queramos ejercer si nos limitamos a su crudo enunciado (poseer algo es poseer el derecho a impedir que otra persona lo utilice en su favor), pero tales enunciados no pueden separarse de las circunstancias que los causaron, y que los elevaron, por cierto, a la categoría de derechos divinos allá por el siglo XVII. Se trataba entonces de limitar el uso de la tierra y su cultivo para olvidar aquellas otras instituciones que en la época feudal ligaban demasiado estrechamente al campesino con la tierra que araba y sembraba y segaba. Creo que el código basado en la propiedad privada ha sido, sin duda, un elemento de modernización -si bien, a veces, no poco traumática-, y no pretendo ahora, ¡bien lo sabe Dios!, establecer condenas bolcheviques ni plantear discusiones marxistas sobre los medios de producción y el derecho a su posesión, uso y disfrute. Pero tampoco me resigno a conceder al arte, a la música, a la literatura y demás etéreos y huidizos productos de la mente humana la misma consideración y, por tanto, idéntico trato en materia de propiedad.

La propiedad privada de una obra de arte no implica necesariamente su exclusividad de uso. La propiedad privada de un terreno de labranza, sí. Afortunadamente para todos nosotros, incluso el tipo de sociedad basado en teorías como la de Locke fue dulcificado y moderado en lo referente a las propiedades privadas y los derechos conferidos. Ya no es la persona individual la que goza de única consideración, y los límites de ejercicio de la propiedad se marcan de acuerdo con los intereses comunes. No parece demasiado lógico, pues, que ese otro tipo mucho más irregular de relación entre una obra de arte y la persona que la adquiere tenga que transcurrir por cauces más estrechos que los que han acabado ordenando, por ejemplo, los espacios verdes y las carreteras.

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Con la llegada al poder del partido socialista fuimos muchos los que pensamos que, aun cuando ciertos modos eran todavía intocables, en materia de cultura y sensibilidad artística se notaría un punto la diferencia. No hace al caso la sentencia que ha apartado a Pablo Serrano de su obra, por cuando el poder judicial, el ejecutivo y el legislativo son, afortunadamente, estancos entre sí y adecuadamente independientes. Pero sí esperábamos iniciativas de tipo legislativo y actuaciones de cariz político capaces de evitar ciertos bochornos anteriores. En algunos casos los socialistas han sabido responder al reto, y así, el cine, por ejemplo, ha sido puesto bajo la tutela de quienes se dedicaban a dirigir películas. Otros sectores de la literatura y el arte han tenido menos suerte cuando se han colocado en manos de comerciantes y no de artistas ni poetas. Y todos, en general, hemos salido perdiendo cuando no parece resultar probable -y ni siquiera posibleque los comerciantes cedan ante el criterio de los artistas. Ni siquiera por la vía, bien usada en otros casos, de la expropiación forzosa y las razones de pública conveniencia.

Camilo José Cela 1985. o

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