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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un sínodo 'extraordinario'

EL PAPA Wojtyla acaba de sorprender al orbe católico con el anuncio de un sínodo de obispos extraordinario. Lo hizo simbólicamente en la misma fecha y lugar (San Pablo Extramuros) donde exactamente 20 años antes Juan XXIII sorprendió también al mundo con la convocatoria del Concilio Ecuménico Vaticano II. Estas dos noticias, separadas por cuatro lustros, merecen ser contrastadas. El papa Juan, un anciano cuyo pontificado se pronosticaba como breve y de tránsito, emproaba la nave de Pedro hacia el puerto de la modernidad. Juan Pablo II, el hombre de pulso firme que se sumerge en las multitudes y las vapulea con los principios tradicionales, por el mero anuncio de este otro acontecimiento ha provocado toda una serie de recelos en los sectores más abiertos de la Iglesia y levantado el ánimo de los nostálgicos restauracionistas. ¿Se trata de dar un nuevo impulso a la reforma conciliar, que parece estancada, o más bien de embridar el proceso liberalizador de la mayoría de las Iglesias locales?El término restauración planea como un fantasma sobre los ambientes vaticanistas. Lo utilizó ya el pasado agosto el cardenal Ratzinger, presidente del más importante dicasterio romano, en unas declaraciones que levantaron una gran polvareda y que adelantaban la sustancia de su libro Rapporto sulla fede, ya en prensa, y que, al parecer, no va a ver la luz pública por indicación del mismo Wojtyla. El gran censor de la Iglesia ha sido censurado por el mismo Papa. "Si por restauración entendemos", decía, "la búsqueda de un nuevo equilibrio, después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de las interpretaciones, excesivamente positivas de un mundo agnóstico y ateo, esta restauración es previsible y, de alguna manera, está ya en marcha".

No faltan quienes ya clasifican el período conciliar (1962-1965), al modo de la primavera de Praga, como un período afortunado a punto de clausurarse. Los cambios socioculturales en tomo a 1968 fueron aún más rápidos y profundos que los previstos en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual. La explosión de las ciencias y la técnica, el reconocimiento de la laicidad como elemento positivo del Estado y de la sociedad, la presencia activa de la Iglesia en culturas tan diferentes como las de África, Asia y América Latina desafían al cristianismo para hablar un lenguaje más universal. De la fe católica, según Pablo VI, no se decluce directamente ni una ideología política ni una cultura que pueda llamarse exclusivamente cristiana. En esta línea de pensamiento, la cultura y la política utilizan conocimientos y datos relativos, y esas mediaciones necesarias exigen una actitud religiosa que sirva de criterio selectivo y crítico y no se enfeude en los modelos anacrónicos, periclitantes y definitivamente ya no monolíticos ni homogéneos. La inculturación de la fe en pueblos tan diversos produce desconcierto, desanima a los pusilánimes y despierta en los responsables de la Iglesia un afán de integración. Vuelve a tomar cuerpo entre los eclesiásticos el temor de que la historia fluya al margen de la fe y de que las culturas se distancien del Evangelio. En definitiva, la Iglesia, cuya renovación con Juan XXIII concluyó a provocar nuevas formas de convivencia social y a dinamizar también sectores culturales y políticos de los no creyentes, se encuentra en una especie de callejón sin salida en el que las fuerzas vivas del Vaticano parecen hoy tocar a retirada.

El sínodo es extraordinario según el derecho eclesiástico por su procedimiento más rápido para la designación de los participantes. No hay que proceder a la elección democrática de los representantes de los episcopados. Acuden únicamente los presidentes (unos 103), los patriarcas y los arzobispos metropolitas orientales, tres representantes de los religiosos y unos 18 cardenales de curia.

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¿Va a ser el sínodo un revival del concilio o más bien una interpretación disciplinar que lo reduzca a su nivel exclusivamente espiritual y teológico, recortando los compromisos con el mundo? Los que viven más cerca del Papa saben que decide en solitario. En los ambientes romanos predomina el temor del restauracionismo. El Papa cuenta con su popularidad y liderazgo mundial, y en determinados momentos ha tomado medidas enérgicas contra determinadas órdenes religiosas. Exhorta constantemente a los obispos a tomar las riendas de la Iglesia de cada país, apoya a sectores conservadores y reaccionarios, como el Opus Dei y el movimiento italiano Comunión y Liberación, que mantiene posiciones integristas en la vida política. No es pensable ni reversible el proceso liberalizador de las Iglesias. Los obispos del Tercer Mundo seguirán siendo mayoría; el concilio africano, que se anuncia para dentro de los próximos años, parece imparable. El diálogo con el Este ha quedado prácticamente estancado. Queda pendiente la reforma de la curia romana.

La importancia del sínodo para la misma política internacional es innegable. La toma de conciencia de los gérmenes renovadores del Vaticano II, que pertenecen ya a la tradición de la Iglesia, es lenta y se encuentra amenazada de riesgos. ¿Se quedará el sínodo en una mera conmemoración solemne y académica, impregnada de advertencias? En ese caso, el acontecimiento que anuncia el papa Wojtyla tendría bien poco de extraordinario.

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