Paul Newman, cumplir 60 a los 40
Como Clark Gable o John Wayne, Paul Newman ha decidido en qué momento quería empezar a ser una persona mayor. En 1982, al interpretar Veredicto final, donde era un abogado fracasado, alcohólico y en esa edad que ya no permite pensar en el futuro como reparador de entuertos, Paul Newman tiñó de blanco sus cabellos, acentuó sus arrugas a base de maquillaje y se dispuso a ingresar en el gremio de los sesentones sin que nadie se lo hubiese pedido. Poco antes, muy poco antes, aún era un galán maduro, apenas cuarentón, con unos increíbles ojos azules y un perfil que cuestionaba su fama de gran bebedor de cerveza. Newman, al igual que algunas estrellas de Hollywood, carece de edad. Sí Cooper en High Nonn era -y eso acentuaba el dramatismo del filme- un hombre mayor, si Brando se ha transformado fisicamente desde Un tranvía llamado deseo hasta El último tango en París, si James Dean en Gigante anticipó su retrato como hombre maduro, no sucede lo mismo con Paul Newman, instalado al margen de cualquier envejecimiento, alimentado con el extraño gerovital de la pantalla, esa droga que permite -como a Gable o a Wayne- vencer al tiempo y conseguir que el organismo funcione con un tempo distinto.Debutó en el cine a los 30 años, después del gran éxito teatral de Pic-nic, y fue en 1956 cuando logró su primer gran éxito. Él era Rocky Graziano en Marcado por el odio. Luego, casi en seguida, se quiso aprovechar su experiencia en el Actor's Studio y se le encasilló como intérprete adecuado para personaje con problemas psicológicos. Esa especialización parecía que desembocaba en un callejón sin salida cuando Newman bordaba sus papeles en La gata sobre el tejado de zinc caliente o en Dulce pájaro de juventud, de T. Williams, dirigidos por Richard Brooks y de clara inspiración homosexual. En la primera, su devoción por un compañero desaparecido era más que sospechosa; en la segunda, su perfil era desfigurado en una metafórica castración. Como Tab Hunter y otros actores de mediados los años cincuenta, el destino de Newman era ser un ídolo gay, compartiendo humor con el mencionado Hunter o participando del dramatismo de Montgomery Clift. Pero ese destino no se cumplió. Newman se sobrepuso al tópico sin dejar de componer héroes individualistas y angustiados. De cuando en cuando, para desarrugar el ceño, se embarcaba en una comedia y demostraba que era la versión hiperrealista de Cary Grant.
En los años treinta o cuarenta existía la estrella adecuada para la política de producción de los grandes estudios. Newman es la estrella ideal del cine contemporáneo: liberal, solitario, responsable de su futuro, partidiario de ser su propio empresario, productor y director de cuando en cuando, este eterno marginado de los oscar ha escrito una trayectoria coherente. Cuando se ha puesto detrás de la cámara no se ha empeñado en delirios narrativos, ni en crónicas autobiográficas, ni en buscar grandes impactos comerciales. Su cine -Rachel, Rachel; El efecto de los rayos gamma en las rnargaritas o el relato de sus disputas familiares- está al servicio de los actores: planificación clásica, montaje escaso, grandes retratos psicológicos, etcétera. Son películas que a él le hubiera gustado interpretar, rodadas de manera que el actor pueda lucirse, convertirse en el centro de la representación. Normalmente es Joanne Woodward, su segunda esposa desde 1958, quien se beneficia de la tranquilidad de Newman respecto a su trabajo. Si hay histeria laboral y neurosis competitiva, se desahoga a base de carreras automovilísticas y, se ahoga en cerveza.
Probablemente, el gran mérito te Newman es ser un actor equilibrado, que ha sabido contrapear drama y comedia, personajes encantadores con seres odiosos, cine de género con otro de pretensiones artísticas, superproducciones con cintas de presupuesto medio, su ideología con las conveniencias del mercado. Así, a principios de los setenta formaba parte de los rebeldes sin causa, mientras que 10 años después, en Dos hombres y un destino, la causa estaba clara y por eso mismo las razones para el sacrificio podían relativizarse. Otro salto de 10 años nos permite reencontrarlo en la ya citada película Veredicto final y descubrir que la dignidad personal -y Charlotte Rampling, eso no hay que olvidarlo- es el último refugio válido en un mundo en el que los ideales ya no pueden publicitarse a través de eslóganes.
Convicción
Puede que fuera rodando Harper, investigador privado y Cortina rasgada cuando descubriera ese escepticismo que deja en manos del individuo la decisión última de cualquier opción, de manera que ya no le fue difícil incorporarse al casting de El coloso en llamas y hacerlo transpirando una convicción que ya quisieran para sí otros actores habituales de las cintas de catástrofes. Poco antes, en 1971, había sorprendido a sus cándidos incondicionales al dirigir e interpretar Casta invencible, donde intentaba convertirse en un Welles de segunda fila y mostrar la ambigüedad del mal. La operación resultó fallida. La transparencia de sus ojos azules y la perfección de su perfil no conferían a Newman la maldad de un fanático de raza aria, sino la incoherencia de un rostro noble que: simula no serlo. En realidad, eso es lo que nunca ha hecho el actor: encarnar a un malvado de una pieza. Todos sus personajes están siempre atravesados por la sombra de una duda, por vacilaciones que, a pesar de ser muy a menudo egoístas y cínicos, hacen imposible su conversión en caricatura. Además, el famoso método, con lo que entraña de cerebralismo y de búsqueda de razones para todo, no permite llevar la maldad a dicho terreno. Paul Newman es la versión moderna de Cary Grant, el comediante ideal que se adapta a todo sin dejar de ser él, hasta el punto que el control que ejerce sobre sus creaciones y su imagen se completan con la brujería y ha podido decidir en qué momento quería cumplir 60 años.
Babelia
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