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Tribuna:
Tribuna
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Superpotencias

He leído varias veces que en la época actual -o acaso en todas las épocas, pero acentuadamente en ésta- las llamadas naciones soberanas no son soberanas sino nominalmente -como los casados que lo son únicamente en los papeles- Según ello, hay un número muy crecido, y hasta creciente, de naciones que se llaman soberanas, pero las diferencias entre unas y otras en territorio, población, poder industrial y militar, realizaciones culturales o científicas, etcétera, es tan considerable que cabe sospechar que algunas son soberanas y otras no, o que, si lo son todas, no debe ser en la misma proporción y medida. Como los animales en la famosa granja de Orwell, algunas deben ser más soberanas que otras.Si ocurre lo último, las más soberanas, que coinciden con las más potentes, ejercen o pueden ejercer presiones, a veces irresistibles, sobre las menos soberanas. El pez más grande, o el animal más grande, se come o puede comerse al más chico. Y los peces o los animales mayores, los realmente descomunales, engullen, casi siempre impunemente, a los que se atraviesan en su camino. Éstos pueden seguir siendo, si así insisten en llamarse, potencias, pero los primeros son las superpotencias y sanseacabó.

He leído a la vez que aun las naciones más poderosas -las que son realmente, y no sólo de boquilla, prepotentes- tienen mucho menos poder del que se les supone, o del que ellas a menudo imaginan, para poder ejercer la influencia que se les atribuye sobre naciones mucho menos poderosas, y no digamos para poder ponerlas en cintura, aun si estas últimas están situadas, como se dice en Estados Unidos, "en el patio de atrás". Parece suficiente que una pequeña potencia se arme de valor para decir "no" -o, más prudentemente, aunque no menos osadamente, "quizás", o "veremos", o "vamos a consultarlo con el electorado", o "más adelante", o "quién sabe", etcétera- a la superpotencia que insiste en que se le diga "sí" para que el poder de esta última deje de ser tan completo, radical o irresistible como se imaginaba. En una palabra, las pequeñas potencias no parecen estar completamente inermes ante las grandes, de modo que pueden seguir gozando, si lo desean, de plena o suficiente soberanía. En todo caso, parecen disfrutar de un grado muy elevado de soberanía, por así decirlo, entre ellas, esto es, se pueden hacer mutuamente muchas zancadillas, y hasta pelear de veras entre sí, especialmente si nada de ello afecta grandemente los intereses de la superpotencia o superpotencias.

Lo que he leído de una parte y de otra sobre este asunto parece harto convincente. (Los autores que se ocupan de estos temas suelen ser sesudos y andan siempre pertrechados de estadísticas impresionantes.)

Por un lado, parece, en efecto, que las posibilidades de maniobra (política, económica, inclusive cultural) de una pequeña potencia, o hasta de una potencia normal, que gire, como se dice, dentro de la órbita de una superpotencia, sean tan limitadas que aquélla no tiene más remedio que plegarse a las conveniencias, y hasta a los caprichos, de ésta. La superpotencia aparece como arrolladora y casi omnipotente. La pequeña potencia puede, por descontado, pedir apoyo o amparo a alguna superpotencia más o menos (más bien más que menos) lejana, pero con ello no hace sino confirmar la tesis de que la soberanía de una nación que no sea ella misma prepotente es más cacareada que realmente poseída.

Por otro lado, parece que si bien una pequeña potencia puede topar con muchas dificultades para evitar plegarse completa e inmediatamente a los deseos (a veces las puras manías) de una potencia muy grande, dispone a la vez de variados recursos para circular, como se suponía que lo hacían los planetas antes de ingeniarse un sistema que explicara sus órbitas, de un modo errante, esto es, de alguna manera libre. Hay al efecto muchos recursos disponibles: la protesta diplomática, los desfiles populares mejor o peor apañados, el divide y vencerás (en este caso, la opinión pública de la superpotencia), la mano tendida hacia quienes miran a la superpotencia con suspicacia, el llamado a la conciencia más o menos mundial, el regateo a base de disponibilidades reales o imaginadas, y, cuando todo falla, el darle largas a cualquier asunto o el envolver las cosas en una niebla impenetrable.

Como no es posible que todo el mundo tenga razón, o que todos los argumentos aducidos sean igualmente buenos, hay que suponer que cada uno de los opinantes toma como modelo un distinto complejo de circunstancias. En mi opinión, ciertas circunstancias son favorables al arrollamiento de pequeñas (o medianas) potencias por superpotencias, y otras circunstancias lo son menos, o no lo son en absoluto.

Leyendo los dos voluminosos tomos de John Erickson La ruta de Stalingrado y La ruta de Berlín, y en particular el último, se puede apreciar que un mundo agitado al máximo por el gran trauma de una guerra es como un magma que puede ir adquiriendo muy distintas formas a tenor de los acontecimientos -magma, además, que a veces parece ser plasmado únicamente por la voluntad o la decisión de unos cuantos individuos que ocupan las posiciones de mando y que son como piedras angulares en las enormes (y siempre tambaleantes) arquitecturas históricas. Muchas cosas pueden suceder y no sólo las que, habiendo luego sucedido, dan la impresión de haber sido inevitables. Así, en el verano de 1944, afirma Erickson, les probable que Stalin hubiera sido sincero al declarar que la Unión Soviética no tenía interés inmediato en la clase de Gobier no que los polacos y los rumanos se proponían instalar" y que en aquel momento "no entraba en sus planes forjar un bloque comunista en el Este" -entre otras razones, porque la presencia del Ejército Rojo, con la NKVD siempre detrás, en sus flancos, parecía suficiente-, de modo que "la división (política) de Europa" sugerida por el archimaquiavélico Winston Churchill resultaba muy tentadora. Pero en cualquier caso se confirmaba una presunción: la de que en una situación histórica eminentemente fluida las superpo tencias disponen de tal margen de maniobra respecto a las naciones menos poderosas que és tas parecen condenadas a ser meros objetos de los vaivenes de la historia. El futuro está, dentro de ciertos límites, abierto, pero, ocurra lo que ocurra, las soberanías nacionales de los países menos poderosos serán como una mercancía con la que se ejecutan los trueques -y no digamos los grandes cambalaches- históricos. En cierto sentido, pues, estas soberanías son ficticias. En tiempos más normales el sistema que ha resultado de un gran cataclismo histórico está, al parecer, bien asentado. Se puede tener la impresión, pues, de que la capacidad de maniobra de las pequeñas potencias es muy escasa, por no decir inexistente. Pero justamente en la misma medida en que las naciones van rodando de acuerdo con reglas previamente establecidas se van produciendo fricciones que alteran continuamente la situación. La superpotencia que ve amenazados (sea real o, como ocurre a menudo, ficticiamente) sus intereses, no puede hacer simplemente lo que le dé la real (o imperial) gana. No sólo tiene que contar, con alguna otra superpotencia, cuyos intereses son (asimismo real, o ficticiamente) opuestos a los suyos, sino que, además, no puede, como en los tiempos menos apacibles, pescar a río revuelto. Así, en una situación de guerra entre grandes potencias se pueden barajar, sobre el mapa primero, y sobre el terreno luego, inmensos territorios. Ucrania, Rumania, Polonia, el África del Norte, el Pacífico son simples teatros de guerra. En una situación de paz, por inestable que sea, todo cuesta. Costó Vietnam, está costando más de lo que se imaginó Afganistán, y puede costar, y no poco, Líbano o Nicaragua. Las superpotencias pueden tratar de convencer a los demás, y, sobre todo, convencerse a sí mismas, de que estos costes no son suficientes para hacerles cambiar de opinión en lo que concierne a la necesidad de proteger y defender su propio patio de detrás a toda costa. Pero no vamos a creer todo lo que digan. Ellas mismas no están enteramente convencidas.

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