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Tribuna
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Narciso busca el sentido de la vida

Fernando Savater

Desde que Narciso lee en el periódico que se ha suicidado un niño, comienza a preguntarse por el sentido de la vida. Esta cuestión no le había inquietado nunca antes, quizá por la suprema y permanente juventud de Narciso, o por su candidez (que algunos -no considerándola por ello menos grata- tienen por bobería) o puede que por su tendencia a la distracción. Narciso vive distraído, y por eso, frecuentemente, descuidado. No es hombre advertido este Narciso, no tiene facilidad ni gusto para advertir por sí mismo y rara vez escucha lo mejor de las advertencias ajenas. Aunque suele esforzarse cortésmente en dejarse prevenir, amonestar, informar o disuadir, pero sólo por dar gusto a las personas que: se interesan por él. A Narciso le encanta que se interesen por él y tiene un ego agradecido. Sin embargo, en el sentido de la vida no había reparado nunca antes ni nadie le había hecho hincapié con suficiente vehemencia en tal cuestión. Para Narciso, hasta como quien dice ayer, la vida pudiera no tener sentido y el sentido carecer de vida que llevarse a la pregnancia. De este desprendimiento no se enorgullecía Narciso, porque ni siquiera se daba cuenta del vacío metafísico en que retozaba. Alguien se lo hubiese afeado y probablemente él habría sido sensible a la reconvención. Pero no fue así o no fue de un modo lo bastante atractivo como para empujarle en pos del grandioso enigma. Aunque saber que se trata de un grandioso enigma hubiera contribuido quizá a desanimarle: le habría hecho refugiarse de nuevo en su distracción. Pero las cosas vinieron de un modo más inexorable cuando Narciso leyó en el periódico la noticia del suicidio infantil.El suceso ha ocurrido en un pueblo de Andalucía y el niño suicida tenía 12 años. Cuando terminaron las vacaciones navideñas decidió no volver al colegio. Ni al colegio ni a ningún otro sitio: decidió simplemente no volver. La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos para no volver jamás. Se despidió sobriamente de sus amigos, después de jugar con ellos la última tarde como una tarde cualquiera. Subió a la azotea -"en las cumbres es la paz", nos aseguró un gran poeta alemán- y se apoyó en el pecho una escopeta de dos cañones cuyos gatillos iba a accionar con unos cables atados a sus pies. En el primer intento el arma se movió y el tiro salió alto, contra el cielo, contra la alturas donde acecha, implacable, la paz. En el piso de abajo, la madre se sobresaltó: "¿Qué ha sido eso?". Y el niño -¡qué suerte, qué inmenso privilegio poder seguir llamándole aún así, en lugar de Catón o Juan Belmonte o Larra!- repuso con serenidad gloriosa: "No es nada, mamá". Un personaje de Conrad muere en la selva balbuciendo: "¡El horror, el horror!", y el amigo que escucha estas últimas palabras asegura a la mujer abandonada largo tiempo atrás: "Murió pronunciando su nombre, señora". En el terrado de aquella casa andaluza, a la segunda fue la vencida, no, la victoria. No ftie nada, pero el segundo disparo dio en el blanco.

Narciso ha quedado bastante impresionado por la historia. No se trata, desde luego, de compasión, porque este chico es muy poco compasivo; más bien al contrario, le parece que casi todo el que no es él tiene algo de envidiable. Para compadecer a los demás hay que haber renunciado a envidiarles, sentirse de una u otra forma mejor instalado que ellos: para compadecer a un muerto, por ejemplo, hay que estar confortablemente convencido de que uno está vivo o de que -vivo o no vivo- se está en cualquier caso mejor que el muerto. Aunque, ¿cómo puede nadie saber que está mejor que quien no está? También resulta que Narciso comprende mal el dolor, no sabe paladearlo, no entiende de dolores. Hay quien es experto en dolores como si fuera entendido en vinos. A Narciso de los dolores ajenos le impresiona ante todo lo espectacular, la sensación de intensidad y verosimilitud que presta el sufirimiento al más irreal de los cuidados de los dolores propios, suele chocarle lo atropellado y lo oscuro. No, Narciso no sintió compasión por el niño muerto, sino que más bien presintió que su gesto fue la demostración de algo. Pero qué demuestra ese suicidio es algo que Narciso no acierta a discernir por sí mismo.

Habla de ello con su amigo Jacinto y con su seminovia Peonía.-¿Por qué razón creéis vosotros que se habrá suicidado ese crío?

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-¿Y por qué no preguntas más bien qué razón impide suicidarse a los demás? -contesta truculentamente Jacinto, que tiene una tarde terrible.

-Los periódicos dicen no sé qué del fracaso escolar. Por lo visto, le habían puesto malas notas en el colegio. Los pedagogos ya hablan de la quiebra del sistema de calificaciones competitivas... -informa Peonía, que a veces parece más tonta de lo que parece.

Jacinto ríe, cavernoso, casi cavernícola.

-¡El fracaso escolar! ¡La competición por el número uno en geografia! ¿Por qué no le echan la culpa a la crisis o a la reconversión industrial?

-Pues alguien tendrá la culpa, digo yo, porque los chavales no se van suicidando así como así...

-¿Y por qué demonios hay que echarle la culpa a alguien de lo que un señor, o un niño, tanto da, hace porque le da la gana? La gente no se suicida así como así, pero se suicida a veces, ¿sabes? Y siempre los que están cerca buscan alguien o algo a quien cargarle el muerto. Los griegos le echaron la culpa al filósofo Hegesias; los románticos, al Werther, de Goethe, y nuestros padres, la existencialismo de Sartre. Y desde luego, todo el mundo a la sociedad.

-Pero es que... ¡mira que es mala la sociedad!

-Malísima. Siempre lo ha sido. No imagino cómo podría dejar de serlo. A lo mejor, con suerte o genio colectivo, se resuelven algunos de los peores problemas que hoy tenemos. Me refiero a problemas concretos, no sé, el hambre o el robo de la plusvalía. Pero no dudes que la sociedad seguirá siendo muy mala y tendrá a más no poder culpa de todas nuestras desdichas.

-Si se acabaran las guerras y se solucionara lo del.hambre y...

-Nada. Que no, que da igual. Mientras lo esperemos todo de la sociedad, de todo lo que nos falte le echaremos culpa a la sociedad; como nos hemos acostumbrado a pensar que todo lo que nos ocurre es social, en cuanto algo nos vaya mal (y siempre nos irán muchas cosas, las fundamentales, mal) se lo reprocharemos a la sociedad. Claro que a lo mejor para eso es para lo que queremos a la sociedad, para tener una firma más o menos anónima a la que achacarle la imposibilidad de la dicha. Yo, francamente, preferiría que volviésemos a echarle la culpa al de antes, a Dios.

-¡Adiós, muy buenas! No empieces con teologías, tío. A lo que estábamos: se ha suicidado un niño. Y yo pregunto -Peonía se esponja tribunicia, majestuosa-: ¿no tenemos un poco la culpa todos y todas?

Jacinto, morboso, se encoge de hombros.

-Allá cada cual con las responsabilidades que quiera atribuirse de los males de este mundo. Yo, desde luego, no tengo ninguna culpa en tal suicidio, ni acepto que me la echen. ¿Por qué puñetas tenemos que ser todos culpables de todo, en lugar de cargar cada uno con las consecuencias de su libertad? Lo único que te diré es que admiro más a ese niño que a la mayoría de mis contemporáneos.

-Vas a conseguir asustar a Narciso -se inquieta Peonía, a la que disgustan hasta los más leves atisbos de escenas histéricas.

-Pues lo siento, pero ya es mayorcito -sentencia Jacinto,con expresión sombría directa'mente tomada de Laurence Olivier en Cumbres borrascosas.

Narciso se alegra de que vuelvan a hacerle caso, porque lleva un rato sin saber qué decir y empezaba a temer que los otros dos se olvidaran definitivamente de su presencia. Aprovecha la ocasión para hacerse notar discretamente y, aunque no está nada asustado ni se imagina por qué debiera estarlo, el papel sugerido por Peonía le parece en principio útil, así que pone un cierto temblorcillo en la voz.

-Oye, Jacinto, ¿a ti no te parece raro que la vida le pueda resultar a uno tan mala como para preferir matarse?

-¿Raro? ¡Por el contrario! Mira a tu alrededor, criatura: desengaño, enfermedad, vileza, fanatismo... Y sobre todo, peor que todo lo demás: vulgaridad. Ya lo dijo Mallarmé: "En este mundo huele a cocina".

-¡Pues yo no te he visto nunca rechazar lo que se guisa en las malolientes cocinas! -estalló con coraje Peonía- Creí que te gustaba el olor a cocina, que era tu aroma predilecto... Vamos, Narciso, no le hagas caso. No hay nada tan.vulgar.como quejarse de la vulgaridad.

-En eso hay algo de verdad, Jacinto -observó Narciso con timidez, aunque solía tener por incontrovertibles las opiniones de su an-úgo-. Es natural que la mayor parte de la vida corriente sea más bien vulgar, ¿no? Decir que lo cotidiano es vulgar no es más que repetir dos veces que es cotidiano. ¿Por qué te parece mal que lo cotidiano sea cotidiano, Jacinto?

Cambió en su voz el temblorcillo de antes por un trémolo ansiosamente indagatorio, pero ya no obtuvo respuesta. Su amigo se encapotó bajo una mueca dolorida y sarcástica, dando por finiquitada la charla. Que Narciso concediera la razón a Peonía, aun siquiera parcial y cautelosamente, le había herido en lo más tiernecito de su alma. Jacinto, como es lógico, amaba con callada y por tanto impune locura a Narciso, detestando en directa proporción a Peonía. No es que le importase que Narciso tuviera novia, eso no, porque Narciso debía ser perfecto y completo, el ángel total de la juventud, y ni siquiera su vulgar Peonía había de faltarle. Pero que Peonía adoctrínase a Narciso, que le dirigiera, que le defendiera contra él, contra su mentor y pedagogo, y -aún peor- que lograse recabar a veces su noble e ingenua aquiescencia, todo esto a Jacinto le atormentaba como sólo algunos de ustedes y yo sabemos que tales cosas atormentan. Incluso el alma de los cínicos es un mar románticamente atribulado.

Narciso sigue perplejo y preocupado, aunque por fuera se comporta con delicada normalidad. Una vez partido Jacinto, Peonía remacha docentemente su débil éxito con una máxima universal:

-Si empiezas a negarlo todo, al final la vida no tiene sentido.

Ésta es una de esas frases que se dicen sin pensar en nada especial, como quien silba, pero a Narciso le resulta de lo más turbadora. Si se niega lodo, la vida no tiene sentido: ¿quiere ello decir que si se afirma todo, la vida tendrá sentído? ¿O que al menos hay que afirmar unas cuantas cosas -diez, digamos, o incluso cincopara que la vida no se quede sin sentido? ¿Depende entonces el sentido de la vida de que neguemos o afirmemos en variable proporción? ¿Es el sentido una cosa que la vida tiene ya de por sí y que podemos terminar por echar a perder, a fuerza de negaciones, o es algo que hay que conquistar a base de afirmaciones hábil y enérgicamente dosificadas? Si la vida no tuviera sentido, ¿sería esto una gran pérdida, como por ejemplo no tener calefacción un día crudo de invierno o carecer de la dosis suficiente cuando amenaza el mono? ¿Puede tener la vida varios sentidos, incluso opuestos, o es una vía de dirección única? ¿Cuánto tiempo tiene uno para encontrarle el sentido adecuado a la vida antes de que los efectos de la carencia de sentido se hagan irreversibles?, etcétera.

Más tarde Peonía vuelve con unas rayitas de coca y hace breve pero enjundiosamente el amor y se toman una pizza napolitana congelada que los dioses han suministrado con oportunidad. Después, en la discoteca, Narciso baila con elegante dejadez y entre tanto medita. Por un momento vislumbra que el sentido de la vida oscila entre el sacrificio y el placer. Al sentido por el sacrificio o al sentido por el placer. Pero casi todos los ejemplos de sacrificio que consigue recordar se le vuelven a fin de cuentas placenteros, mientras que los placeres que conoce resultan a la larga demasiado sacrificados. No debe ser eso, pues. Peonía quiere una cerveza y va a buscársela a la barra. Siente una ligereza resignada, aunque por supuesto ignora hasta que tales dos palabras puedan ir juntas. En la gran pantalla de vídeo, el negro hermoso de ojos salvajes se transforma en bestia feroz y recorre ululante una noche americana llena de fofos muertos vivientes.

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