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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Europa, sin futuro

Estamos viviendo en Europa una extraña experiencia: la pérdida del futuro. No conseguimos imaginar cómo seremos dentro de 20 o 30 años. No sabemos, por ejemplo, si se producirá la unificación de Europa o si seguiremos manteniendo las actuales relaciones con Estados Unidos. No sabemos si seremos más ricos o más pobres, ni si sufriremos grandes desastres ecológicos. Ni siquiera tenemos una idea clara de lo que nos gustaría llegar a ser, incluso desde la perspectiva particular de cada nación. ¿Qué papel deseamos desempeñar como franceses, italianos o españoles?El futuro no se nos presenta como un camino a seguir ni como un objetivo a alcanzar. No constituye un estímulo para nuestra voluntad o para nuestros deseos. No nos ofrece nada, bueno o malo, y, por añadidura, no vemos en él ningún nexo de unión con nuestro pasado. No sabemos si mantenernos fieles a nosotros mismos o cambiar. ¿En qué consistió nuestro pasado? ¿Cuáles son los valores inspiradores que nos guían? No sabemos responder. Estas preguntas nos parecen, en sí mismas, retóricas e inútiles.

Esta pérdida del futuro y de la historia resulta aún más insólita si se tiene en cuenta que venimos de una época en la que se daba gran énfasis a estos conceptos.

Durante la primera mitad del siglo XX, y hasta los movimientos de 1968, predominaron las ideologías y las esperanzas utópicas. El historicismo marxista pretendía conocer con absoluta precisión las diferentes etapas que se sucederían en el futuro: la crisis del capitalismo, la expropiación de los expropiadores, la dictadura del proletariado y, a continuación, el comunismo y la eliminación de las clases y el Estado. Del mismo modo, el nazismo orientó también sus miras hacia el futuro: se pretendía crear un Reich milenario.

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En su libro El siglo XX, edad de las ideologías, Karl Bracher nos muestra una Europa casi hipnotizada por las imágenes ideales de la utopía, situación que se dio realmente hasta finales de la década de los sesenta, cuando los hijos de las flores soñaban con un futuro de paz y amor universal y los marxistas del 68 querían realizar una revolución libertaria en nuestro continente.

De todo aquello no queda nada. En los años setenta se inició una etapa de indiferencia semejante a la que en el siglo XVI sucedió a las guerras de religión. Después de tantas esperanzas, entusiasmos, masacres y fracasos, se produjo un rechazo general hacia todo aquello que supusiera fanatismo religioso e intolerancia. Comenzaba así la Era de las Luces. También en esa ocasión la negación de las ideologías fue seguida de una gran sensación de alivio en la sociedad del momento.

Finalmente, los europeos nos hemos visto liberados de la pesada herencia decimonónica, de la visión parcial de la sociedad, de las ensoñaciones en cuyo nombre se han cometido tantos crímenes. Por fin hemos adoptado una mentalidad escéptica, crítica, posibilista y dúctil con la que poder satisfacer las exigencias de una sociedad en constante transformación. Por fin hemos alcanzado un grado de madurez y racionalidad similar al que caracteriza a los norteamericanos y a los ingleses, siempre alejados de las tentaciones colectivistas o totalitarias.

Pérdida de la esperanza

Sin embargo, esta pérdida del futuro resulta algo preocupante, pues supone también una pérdida de la esperanza, de la inquietud y del deseo. Representa incluso la renuncia a un objetivo común y a una identidad colectiva. Significa que la sociedad y el individuo no son ya capaces de plantearse nuevas metas.

Nos hemos deshecho de las ideologías sin preguntarnos cuál era su significado en la dinámica de nuestra sociedad. Se trataba de fuerzas solidarias, capaces de cimentar las partículas que integran la unidad social. Las ideologías, consideradas en su conjunto como uno de los aspectos que constituyen la solidaridad social, representaron la manifestación cultural de los movimientos de masas junto a los cuales nacieron. Por ejemplo, las teorías colectivistas del siglo pasado fueron la expresión cultural del espíritu solidario creado entre los grupos sociales desarraigados como consecuencia de los nuevos procesos de industrialización.

Las ideologías constituyeron la voz de estos movimientos y a continuación se convirtieron en componentes estructurales de los partidos que se derivaron de ellos.

Un ejemplo característico de este proceso es el de los partidos comunistas, aunque el razonamiento es válido también para los partidos fascistas.

No obstante, el grupo social que ha despertado un sentimiento de solidaridad más intenso ha sido la nación; esta entidad, constituida también a partir de la acción de un movimiento (el nacionalismo), dio como resultado el surgimiento del Estado-Nación. Dicho fenómeno tuvo lugar en Europa antes de la I Guerra Mundial. Por aquel entonces, Francia, el Reino Unido y Alemania podían considerarse algo similar a lo que en la actualidad representa Estados Unidos, es decir, colectividades con una historia propia y una concepción definida de su destino.

La I Guerra Mundial eliminó la idea de nación como posible núcleo de solidaridad aplicable a toda la sociedad. Los movimientos nacionalistas europeos se autodestruyeron en el conflicto y, ante la inexistencia de perspectivas en este sentido, surgieron los internacionalismos comunista y fascista.

Estados Unidos, una 'nación utópica'

¿Qué decir del mundo anglosajón, y en particular de Estados Unidos, país que consiguió salir victorioso y hegemónico del enfrentamiento? Según muchos autores contemporáneos, los países anglosajones carecen de ideología y constituyen un modelo de sistema social en el que predomina un pragmatismo basado en reglas utilitaristas y contractuales.

Yo no comparto en absoluto estas teorías. Creo que el esquema social norteamericano, a pesar de no ser colectivista, constituye un sistema dotado de un elevado nivel de solidaridad, que reproduce en gran medida las características propias de los movimientos sociales y de las instituciones que de éstos emanan. Si la URSS y la República Popular China son el producto final de las tendencias marxistas, Estados Unidos representa el máximo grado de desarrollo de innumerables corrientes utópicas. Se trata, pues, de una nación utópica (o carismática).

En Europa, al pensar en la nación, nos referimos al territorio en el que se nace, prescindiendo del concepto de individuo. Los norteamericanos, por el contrario, piensan en sí mismos como nación integrada voluntariamente por un colectivo de individuos.

De hecho, su país se creó a partir de estas premisas; las gentes de este nuevo mundo eligieron ser norteamericanos desde el primer momento, desde la época de los puritanos del Mayflower y las demás comunidades utópicas (cuáqueros, memnonitas, shakers, etcétera), en un proceso que se ha prolongado hasta nuestros días: el pasado año el grupo de Bagwan Shree Rajneesh se trasladó a Oregón desde Puna, en la India, para crear en aquel Estado una comunidad ideal. Ya en la segunda mitad del siglo XIX había comenzado la emigración de las menesterosas masas campesinas, a las que más tarde seguirían los hebreos perseguidos por Hitler, los vietnamitas y, más recientemente,

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los centroamericanos. Todos estos millones de seres decidieron en un determinado momento de su vida adquirir la nacionalidad estadounidense. Eligieron su nueva patria abandonando la anterior y rompieron con su pasado, que rechazaban. Para cada uno de ellos este cambio supuso algo similar a una conversión política o religiosa. Su historia, desvalorizada, fue olvidada para comenzar una nueva vida.

En la tradición norteamericana cada individuo ha obtenido su nacionalidad, eligiéndola en sustitución de otra; ello explica que el nacionalismo de este país sea el resultado de la elección de una vida mejor, del orgullo de pertenecer a una nación apreciada por su carácter y por su destino.

La nación norteamericana, para ser comprendida en toda su dimensión, debe ser comparada con un partido político, una secta o una comunidad religiosa. En Europa corresponden a este mismo esquema las iglesias católica y protestantes, de las que se entra a formar parte por conversión, y los distintos movimientos y partidos políticos. Puede aseverarse, pues, que Norteamérica es un partido-nación. En este aspecto, su similitud con la Unión Soviética es notable. Sin embargo, en Estados Unidos la adhesión es auténticamente personal y la base de su legitimidad es la verdadera voluntad del individuo.

La solidaridad de los norteamericanos es una fuerza colectiva idéntica a la que ha mantenido unidos a través de los tiempos a la Iglesia católica, al mundo islámico, al partido comunista y, como todos ellos, Estados Unidos constituye una comunidad ejemplar, con una historia y una moralidad ejemplares, para la que se abre un feliz y glorioso futuro.

Esta colectividad se encuentra motivada por una ideología en cuyas raíces se halla la oligarquía que predominaba durante el período revolucionario. Aun hoy, el individuo norteamericano se siente permanentemente indeciso entre la salvación y la condenación, entre el rascacielos y la chabola, los millones o la miseria, el éxito o el fracaso. La decadencia, la suciedad y el embrutecimiento de los suburbios constituyen la fuerza y la maldición de la América de la riqueza y el triunfo, incluso en un sentido estrictamente físico. Lo viejo nunca se restaura; se espera a que se derrumbe para eliminarlo y sustituirlo por algo nuevo. De este modo, una y otra vez van surgiendo novedades grandiosas y espléndidas, aunque en medio de un mar de degradación y abandono.

Una ideología de partido-nación

En la actualidad, para los norte americanos, el Tercer Mundo no va más allá de los barrios humildes de sus metrópolis. Los europeos somos tan sólo perdedores a punto de convertirnos en sus desechos; nos encontramos en el punto límite en el que lo nuevo se hace viejo y puede ser eliminado.

Existe un isomorfismo, una correspondencia entre el individuo y su país. La nación norteamericana debe destacar siempre por su potencia y su energía creativa, y el individuo, por tanto, no puede ser menos. Para el norteamericano todo se basa en la voluntad. Su primer deber es proponerse un determinado fin para llevarlo a cabo con los medios técnicos más adecuados. Todo está supeditado a esta precisión técnica: llegar a la Luna, obtener beneficios en la bolsa, gozar de una intensa vida erótica, tener amigos, divorciarse con provecho económico y transmitir a los demás la imagen que deseamos dar sobre nosotros mismos. Esta actitud supone también una gran ansiedad espiritual, ya que para alcanzar los objetivos planteados es necesario un esfuerzo continuo, una constante tensión sobre sí mismo. Es una concepción ética producida por la colectividad, es la ideología norteamericana del partido-nación.

Llegados a este punto, podemos seguir analizando el significado de la desaparición de las ideologías en Europa. La sensación de alivio que experimentamos tiene su origen en la desaparición de las ideologías colectivistas y totalitarias, que no dejaban espacio para el desarrollo del individuo y de sus libertades. La pérdida del futuro, en cambio, se debe al hecho de que el ocaso de estas ideologías no ha dado lugar a un proceso de renovación y sustitución de las mismas.Así pues, la solidaridad social se ha disgregado, han desaparecido las identidades colectivas y el tiempo ha perdido su sentido histórico. El malestar y la sensación de vacío que experimentamos frente a esta desaparición del futuro son la expresión de una pérdida general de la identidad social. Nos encontramos, por tanto, frente a una época de reconstrucción. Estamos obligados a recuperar un concepto de solidaridad social que dé sentido a nuestro futuro.

El nivel de nación no es ya suficiente, por lo que tal vez nuestro destino se encuentra en la unidad de Europa. Quizá existan aún demasiadas diferencias e incomprensiones en el conjunto del continente, en cuyo caso podría intentarse el desarrollo de procesos más limitados entre naciones con una tradición común, como, por ejemplo, los países europeos de lengua romance: España, Francia, Italia y Portugal. Si esta evolución no llega a materializarse, perderemos nuestra capacidad de autodeterminación y terminaremos cayendo bajo el dominio de culturas y voluntades extrañas.

Francesco Alberoni es profesor de Sociología en la universidad de Milán. Autor de Enamoramiento y amor, Las razones del bien y del mal y El árbol de la vida.

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