Un premio al placer de escribir
Este premio, que tanto me honra, es un feliz exceso. Me parece un exceso darle un premio al placer, al goce personal de la escritura, que ha sido la recompensa cotidiana de mi vida. Me parece un exceso darle un premio a mi respiración, pues no de otra manera, dijo Alfonso Reyes, se escribe: como se vive, como se respira.En cambio, me parece justo que se premie a una de las más vigorosas tradiciones de la cultura mexicana contemporánea: su cultura novelística, la tradición moderna que arranca de Azuela, Guzmán y Muñoz y culmina, para los escritores de mi generación, en la obra de Revueltas, Yáñez y Rulfo. Pero mi generación es apenas un puente hacia la sólida y fecunda generación que nos sigue: ellos y ellas, los nuevos escritores, también son, anticipadamente, destinatarios de este premio a la novela escrita en México. La novela, dijo una vez Malraux, es la transformación de la experiencia en destino.
Somos voces en un coro que convierte la vida vivida en la vida narrada y la devuelve así a la vida, ya no para reflejarla, sino para darle algo más, no una copia, sino una nueva medida: para añadir, con cada novela, algo nuevo, algo más, a la vida. La vida propia y la vida de todos: no hay aventura narrativa que no sea aventura personal y aventura colectiva: experiencia y destino de uno y de todos.
La novela contemporánea
Quiero decir con esto que para mí, en mi propio trabajo narrativo, la novela ocurre en un cruce de caminos: el del destino personal, al encontrarse con la experiencia histórica: coexistencia de los contrarios; imágenes que se oponen para completarse; voces del pasado que sólo pueden escucharse en el presente; historias olvidadas que recordamos demasiado; historias muy presentes que hemos olvidado ya.
Nuestra modernidad insatisfecha no ha tenido forma más expresiva que la novela para demostrar, a un tiempo, su adhesión a la historia y su transformación de la historia: su confirmación de la experiencia personal y su revuelta contra todo lo que la limita, encarcela o adormece. Balzac proclamó su meta narrativa: arrancar palabras al silencio; arrancar ideas a la noche.
Conflicto de lenguajes
Este singular combate del novelista contra el silencio y la noche se vuelve particularmente agudo en nuestro tiempo, cuando tantas palabras son silencio sonoro y tantas luces de mercurio hacen pasar a la noche por día. Privada de buena parte de su resonancia y luminosidad anteriores, la novela contemporánea se ve obligada más que nunca a competir con otros lenguajes. No puede hacerlo sino haciendo lo que sólo la novela, hija consentida, pero también pesarosa sierva de la prosa, la novela, Cenicienta de la moneda corriente del lenguaje, puede hacer.
Y esto es aceptar que su arena es la del conflicto de lenguajes, admitiendo en su perímetro la amplitud que el gran crítico soviético Mijail Bajtin le exige: la novela moderna es no sólo diálogo de personajes, sino diálogo de lenguajes, de fuerzas sociales, de géneros literarios y de tiempos históricos. Este proyecto para la novela moderna es particularmente válido en sociedades como las de América Latina, donde la reconquista del tiempo y del lenguaje es una tarea interminable.
No nos sentimos dueños de tiempo o lenguaje, aunque sí de una policultura capaz de reconquistarle ambos, duración y verbo, al mundo de las conquistas que hemos sufrido. Nuestras culturas lo son de conquista y de reconquista o, como quisiera Lezama Lima, de contra-conquista.
Queremos, tenemos, novelas en las que, constantemente, la conciencia personal habla y pregunta, y le contestan no sólo otras conciencias personales, sino el vasto acarteo histórico del río de las Américas: tierras de antiguas culturas, culturas transpuestas, culturas copuladas, culturas latentes, culturas canibalizadas y carnavalizadas, culturas mestizas ansiosas de arrancarle palabras al silencio, ideas a la noche.
Cómo no agradecer el privilegio de esta vocación: ser escritor en la América Latina hoy.
Pero el privilegio contrae siempre su propia obligación, y ésta es la de ser fiel tanto a la existencia individual como a la existencia colectiva, pero no de manera reductivista o automática. El carácter social de la novela no puede constreñirse a lo que, celebrándolo, lo impide: la repetición de moldes que acaso describen la geología de una sociedad, pero no la función dinámica, imprevisible, de la misma.
No creo en una misión política inmediata, partidista, para la literatura, pero sí creo que la literatura es revolucionaria y, por tanto, política en un sentido más profundo. La literatura no sólo mantiene una experiencia histórica dada, no sólo continúa una tradición, sino que, mediante el riesgo moral y la experimentación formal y el humor verbal, rompe el horizonte conservador de los lectores y contribuye a liberarnos a todos de las cadenas de una percepción antigua, de una matriz estéril, de un prejuicio añejo y doctrinario.
La novela fiel a la libertad del lector y de la historia es la que rebasa las formas estéticas conocidas y la facilidad de reconocerse formas, en las que acaso nos veamos con extrañeza hoy, pero que nos desafian a reconocer la aparición de una nueva cara de la capacidad creativa, inexhausta, de hombres y mujeres.
Función de la novela
A partir de este esfuerzo, que excluye la comodidad en su sentido moral y económico -la novela como halago de las convenciones, la novela como producto de consumo-, la narrativa moderna cumple su función de reintroducir a los hombres y a las mujeres en la historia que hacemos los hombres y las mujeres, una historia que sólo puede ser histórica si nosotros la determinamos.
La voz narrativa contribuye a que seamos sujetos activos y no objetos pasivos de la historia. La pregunta narrativa reclama nuevas preguntas de lectores plurales que, al leerla, le dan a la novela su respuesta. La novela es una pregunta que no puede ser contenida en una sola respuesta, porque es social, y la sociedad somos muchos. La novela es una respuesta literaria que nos dice siempre: el mundo se está haciendo y no puede ser detenido por una sola forma hegemónica de lenguaje.
La geografía actual de la novela, de William Styron a Günter Grass, de Gabriel García Marquez a Milan Kundera y de Nadine Gordimer a Juan Goytisolo, se edifica sobre estos cimientos que reconcilian la exigencia estética y la exigencia social y nos permite amar al mundo, cuestionándolo, desde la altura de un yo irreemplazable y de un irremplazable nosotros. La novela mexicana pertenece y pertenecerá cada vez más a este espacio universal, extenso y alto, de la narrativa contemporánea.
Es para mí un gran honor recibir este premio en compañía de este grupo creativo y vibrante de mexicanos: los artesanos de Santa Clara del Cobre, el pintor Pedro Coronel, el doctor José Ruiz Herrera, el ingeniero Jorge Suárez Díaz y mi viejo amigo Pablo González Casanova, con quien he compartido muchas horas de lucha en defensa de la independencia de la América Latina, secularmente acosada, y hoy, de la más acosada de todas sus repúblicas, el David en turno: Nicaragua.
Respetar las ideas
No es necesario ser escritor para tener una opinión política. Todos somos ciudadanos. Y la condición para hacer respetar nuestras ideas es respetar las de los demás. La intolerancia inquisitorial, la ley de Lynch y el cerillazo en la calle no son respuestas a la opinión ajena: sólo desvirtúan la nuestra. Como ciudadano activo, yo he manifestado mí apoyo a la integridad y soberanía de mi propio país, México, y de la América Latina, sin perder de vista nuestra proyección hacia un mundo multipolar, liberado de la tutela de dos superpotencias y sus pretendidas esferas de influencia, un mundo en el que las aspiraciones nacionales de las sociedades emergentes no se confundan con frías estrategias militares, sino que se respeten como cálidas contribuciones de culturas tradicionalmente marginadas.
Esta es nuestra verdadera aportación al mundo que se hace. Démosle la oportunidad de la vida a quienes no tienen el poder de la muerte. En 1954, cuando yo tenía 25 años, apareció mi primer libro: un delgado volumen de cuentos, publicado gracias a la generosidad editorial de Juan José Arreola, y que se agotó durante la feria del libro celebrada aquel año alrededor del monumento de la revolución de una ciudad que aún podía recorrerse a pie para abarcar, en escasas cuadras, el centro de la famosa México, el asiento, no sólo "Gobierno ilustre, religión y Estado", sino también "letras, virtudes, variedad de oficios/regalos, ocasiones de contento".
El librito se agotó. La tirada era sólo de 500 ejemplares, pero yo me sentí muy orgulloso. Hubo algunas polémicas en la Prensa -consabidas querellas entre artepurismo y arte comprometido-, y mi viejo maestro Manuel Pedroso me interpeló:" -Insensato. No te vayas a creer escritor gracias a tu pequeño éxito. Insensato, no te vayas a dormir en tus laureles". Treinta años y 20 libros después, le doy la razón a don Manuel: este premio a mi placer, a mi respiración, a mi tradición, debe serlo también para un aprendizaje que no terminará nunca.
Babelia
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