Contravenenos
En realidad, no hay miedo. ¿Quién dijo miedo? El pavor, matizado, racionalizado, es otra cosa. Octavio Paz revienta la nostalgia perpetua de la Arcadia: "Lo mejor y lo peor que se puede decir del progreso es que ha cambiado el mundo". Y, sin embargo, desayunamos terror a la hora del café con leche. Y el acto, meritorio en sí, de mojar un churro (fruta de sartén cuando todos los aceites eran cervantinos, no como hoy, portadores de anilinas o anilidas) anula el efecto disuasorio del desastre distante. No nos ha tocado de nuevo. No nos ha explotado el gas de San Juanico, no nos enfermamos de colza o lo que sea (ojalá tenga un nombre el veneno de nuestra tierra), ni siquiera nos ha pegado de soslayo esa niebla blanca de Bhopal.La niebla blanca que ciega, que con su lamida desgasta el ojo humano, dicen que ha de ser el precio de nuestro bienestar. O sea, el precio de nuestro desayuno con churros o porras. Todo no se puede en esta vida, y como mejorar hemos mejorado, qué importa guadañar de tanto en tanto unos cuantos miles de seres exóticos. Y encima sin querer, pues los accidentes son siempre fortuitos, hechos de metal aleatorio, y siempre había pulcros sistemas de seguridad, que todo lo más fallaron. Ahora bien, existieron, nos dirán cansinamente los ingenieros y los informes oficiales.
No nos dicen, en cambio, cuanto sospechamos. Que el nuevo Moloch industrial quiere sacrificios humanos. "Si la sociedad progresista no es mejor que las otras sociedades, tampoco tiene el monopolio del mal". Paz invitó a un nuevo festín de Esopo, con Lévi-Strauss de huésped. El menú sigue siendo infido, porque el entremés tentador es volver al neolítico, donde todo era bueno, y los inventos servían al hombre, la cerámica, los tejidos, la agricultura y la domesticación de animales. Pero ni siquiera Lévi-Strauss condena el progreso ni sugiere que nos apuntemos sin más al pensamiento salvaje. Hay, sí, qué menos, que criticar el progreso. Es cuanto hacen verdes, pacifistas, cristianos, e incluso lo que parece pensar -y ése es un milagro no suficientemente pregonado- la mayoría de los españoles, finalmente hartos del olor de la sangre y la guerra, incluso en el preliminar nivel de unas siglas.
Por eso, ojo, el que aún no lo tiene comido por el isocianato, a las tesis derrotistas, pasotistas, con abandono de perspicacia crítica. Se dibuja para la niebla blanca de Bhopal la figura, que tanto deprecamos, del error humano. La máquina es perfecta, y encima no se la lleva al banquillo, por la sencilla razón de que tampoco aspira a la resurrección de la carne. Es el hombre, en cambio, subalterno por lo general, quien no está a la medida de la tragedia. Las hechuras de los guardianes de los sistemas de seguridad, obviamente son falibles. La Union Carbide pudo preverlo todo, excepto, por supuesto, la negligencia, vete a saber si hasta la fatídica voluptuosidad de unos cuantos operarios inferiores, que aquella noche terrible no vigilaron el monstruo.
Vivimos entre monstruos, es la vida que nos damos, y no nos quejamos lo bastante. Demasiados cúmulos de venenos sombrean nuestra alegre marcha productiva. Somos el sistema. Pero convivimos con el jaguar ol-
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meca, con el rayo de la muerte nuclear, con la Parca química. Algunos humanos han llegado muy lejos en el embotellamiento de metilisocianato. El isocianato es útil a la sociedad. Me imagino que matará el mildiu y que hará estragos entre la procesionaria del pino. Ahora bien, el isocianato se carga la sociedad, al menos en Bliopal, y puede volver a hacerlo, él o cualquiera de sus hermanos químicos.
Pues hemos estibado en este angosto y enfebrecido planeta demasiados venenos. Justo es recordarlo como despedida del infausto año orwelliano, hechas ya las debidas peregrinaciones a Big Brother, una vez abrazado por la espalda, como Santiago, no sea que de verdad se encarne. Nos lo repiten: la paradoja de los tóxicos es que sirven para cultivar mejor los campos y poder comer más gente más pan. Pero otros venenos son simplemente acumulativos, el lucro del veneno, venenos por puro deporte bélico, es decir, terror envasado a beneficio de inventario. Es por si un día se desmandan las sociedades, por si se revolucionan: imagínense si masivamente se decide interrumpir el consumo y el veneno, abandonar a Moloch e irnos todos a pastar ecologías como quería Horacio.
No, no se puede. Y nos han envenenado el mundo mucho más allá de cuanto sería razonable para el desahogo de nuestros estrategas, de nuestros cabezas de huevo nuclear, de nuestros nerviosos Faustos. Que también sean humanos no les autoriza a pactar con el diablo. Advirtámosles, pues, con cortesía, frenémosles incluso antes de que vuelvan a abrir el Gabinete del Doctor Caligari.
Deprequemos en tanto, que es un consuelo tonto y, sin embargo, útil. Minayama, España (síndrome tóxico sin nombre), Bliopal, y nuevamente a esperar, encima a la mejor hora, la de los churros, esas informaciones que hablan de venenos que matan a gentes. ¿Qué delito cometieron? Si también ellos deseaban progresar, acataban el aumento de higiene, se apuntaban a los refrescos de cola, a las fibras acrílicas, a los plásticos, a los televisores. Pero no les valió de nada, ni en Bliopal volverá a trinar la Mynah, el pájaro agorero y felizmente huxleyano. De acuerdo en todo, pero no a cualquier precio, grandes señores de la guerra, milores de los venenos, mariscales del aire que nos vais a sacar hasta del propio gaznate.
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