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Reportaje:

Imágenes semiocultas de Manuel de Falla

Llega a Madrid, después de su audición en Granada, el repertorio empobrecido de un Falla muy grande: el de El amor brujo, los Nocturnos y El corregidor y la molinera, antecedente inmediato de El sombrero de tres picos. El pasado martes fueron presentadas por la Orquesta Nacional en el Teatro Real de Madrid, bajo la dirección de Jesús López Cobos.El comentarista de esta ocasión sustituye en el programa de mano las habituales notas por unos breves estudios polémicos de tono conciliador, como si la teoría del consenso tuviera que alcanzar a la musicografía. Al final, los resultados son más o menos análogos a los que yo llegué en el festival granadino, a saber:

Escaso interés de los dos números de El amor brujo arreglados para sexteto, que don Manuel se guardó desde 1915 hasta 1926, cuando los ofreció a su amigo gaditano José Gálvez para un homenaje tan fervoroso como corto de posibilidades que la Academia de Santa Cecilia rindió a Falla.

Uso sin romper los moldes

La inclusión del intermedio de La vida breve, trasladado por Gálvez al sexteto, y Noches en los jardines de España, tocadas a dos pianos, armonio y el grupito de cuerda, dan idea del tono casero, no por ello menos entusiasta, de la celebración.

Rehúye el comentarista de lo que, con toda lógica, fue el origen de la versión para sexteto, llevada a cabo poco después del estreno de El amor brujo. Era uso habitual que los sextetos de café tocaran las obras clásicas o selecciones de las teatrales. Falla, como los demás, parecía aceptar este medio de difusión cuando no había radio, ni cine, ni discos, ni televisión.

La única diferencia es que don Manuel, una vez hecha la adaptación de La pantomima y La danza del fuego, no las hizo públicas ni las entregó a editor alguno. No se trató, pues, de ensayar soluciones camerísticas, sino, lisa y llanamente, de seguir un uso sin romper los moldes, aunque, inevitablemente, con el buen hacer que hasta en sus mínimas cosas tuvo Falla a lo largo de su vida creadora.

De la adaptación de las Noches para orquesta de cámara ha sido sobradamente comentado que se trata de un arreglo de Eduardo Torres, organista de la catedral sevillana y fundador, con Falla, de la Orquesta Bética. Lo que aparece claro en la correspondencia entre don Manuel y don Eduardo, así como el deseo de Falla de que la adaptación no se interpretara nada más que por la Bética y sólo en Sevilla.

En suma: fue una concesión cariñosa del buen Falla (como la autorización a Rubinstein para que llevase por el mundo su versión de La danza del fuego o a Massine para bailar La danza del molinero con formación instrumental reducida).

Que Falla revisara el trabajo no quiere decir nada especial. Lo hizo siempre: en el caso del sexteto citado, en el de las transcripciones de Kochanski y hasta en el de la instrumentación para banda del Himno marcial, nueva versión del Canto de los almogávares, de Pedrell, sobre texto de Pemán, que jamás llegó a interpretarse.

Omisión de Torres

La idea de un piano concertante -a Falla le gustaba que se situara dentro de la orquesta, delante del director y no a modo de solista virtuoso- desaparece con la disminución de la formación, así como la densidad y riqueza del color filoimpresionista de la obra toda. En todo caso, resulta difícil comprender por qué se omite el nombre de Torres. Que él no lo pusiera en el original, propiedad de la Bética, -único que existía- se explica como acto de modestia y admiración. Cuando se ha sacado el trabajo de los límites previstos y se difunde entre el gran público, resulta curioso el afán de respetar el encabezamiento del manuscrito sin más nombre que el de Falla, a la vez que se viola la expresa voluntad de don Manuel meridianamente expuesta en el texto reproducido por mí en Granada y ahora por el comentarista del programa del martes.

En fin, siempre se dijo que el caso de El corregidor y la molinera, primera versión de lo que luego se convirtió en El sombrero de tres picos, era distinto.

Tiene interés saber el origen de un éxito de venta como El tricornio, pero nunca con la consideración de obra distinta. Basta escucharla para comprobar que cuanto Falla quiso conservar de la partitura estrenada en el Eslava (la reducida disposición orquestal de la primera parte, por ejemplo) pasó al ballet solicitado por Sergio Diaghilew.

Lo más admirable de todo es comprobar la capacidad de autocrítica y perfección de Falla, que en poco tiempo hizo de El corregidor una partitura maestra, capaz por sí sola de darle fama universal.

De todos modos, pienso que la verdadera investigación sobre las intenciones y los resultados de Falla en El corregidor debería hacerse ofreciendo la obra en su forma escénica y pantomímica, tal como se estrenó en Madrid y se repuso en Barcelona, obedeciendo a la definición de los autores (Martínez Sierra y Falla): "Farsa mímica inspirada en algunos incidentes de la novela de Alarcón El sombrero de tres picos.

Precisamente lo mímico -tan del gusto del compositor- es lo que justifica el feliz curso y la invención gestual de Falla. Recordemos, además, que la intención del músico chocaba con limitaciones: en lo musical, el número de instrumentistas que admitía y podía pagar el Eslava; en lo escénico, la condición de actores -no de bailarines- de cuantos integraron el reparto, empezando por Luisa Puchol (la Molinera) y terminando por Jesús Tordesillas (Alguacil).

El programa del martes se completó con el Soneto a Córdoba, sobre Góngora, interpretado por Paloma Pérez-Íñigo, soprano, y Ángeles Domínguez, arpista, obra a la que se le negó comentario en el programa, siendo, como es, absolutamente genial y significando en los pentagramas de Falla cuanto la fecha de 1927 significa en la cultura española contemporánea.

Hubo mucho público y fueron aplaudidas las versiones de Enrique Pérez de Guzmán, pianista; la Orquesta de Cámara, y el director de la ONE, López Cobos.

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