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Reportaje:Los riesgos del desarrollo incontrolado

La muerte, al alcance de la mano

Los peligros de las sustancias químicas tardan décadas en descubrirse

En Baracaldo se come bien incluso en tiempos difíciles. Hace 20 años, cuando todavía se degustaban las cerezas de El Regato, las mujeres se hacían cruces en el mercado. No entendían por qué muchas de ellas padecían una anemia de las llamadas agudas. Compraban lo mismo que las demás, los condimentos eran los mismos. Poco a poco, entre los comentarios de unas con otras, concluyeron que todas las anémicas trabajaban en la misma fábrica. Tuvieron suerte; no tardaron mucho en averiguar que quien se chupaba como lombrices parte de lo que comían era el benzol, una sustancia que ellas manipulaban como disolvente indispensable para aquellos tiempos. Una vez identificado el agente adelgazante, las trabajadoras recuperaron su robusta silueta a la misma velocidad que la fábrica lo retiraba de la cadena de producción.No se sabe qué otro disolvente sustituyó al benzol ni sus efectos sobre las mujeres de esta fábrica de Baracaldo. Probablemente se empiecen a conocer ahora, veinte años depués, como ocurre con la mayoría de los nuevos productos sintéticos que se vierten cada día al ingente caudal de la industria química de todo el mundo.

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El director técnico de una empresa química española dedicada al manipulado de plásticos reconoce que el 95% de los productos nuevos que incorpora su fábrica para mejorar la calidad de sus acabados carece de garantías sobre su inocuidad o su actividad biológica. Este porcentaje tan elevado contrasta con el hecho de que sean las propias empresas quienes asumen la responsabilidad de velar por la seguridad de las plantas, en especial las grandes multinacionales. La competencia del mercado y su capacidad financiera les permite investigar en nuevos productos y efectuar un seguimiento de sus efectos. Pero sucede que ambas actividades nunca van acompasadas. Lo normal es que transcurran décadas desde que se lanza al mercado un producto hasta que se reconoce su secuela nociva.

Una de las empresas más solventes del mundo es la Union Carbide, propietaria de la planta de isocianato de Bhopal, en la India. Entre los miles de productos químicos que elabora figura el EGME o metilcellosolve, un componente utilizado para la fabricación de tuberías, paneles y techos con caucho.

Homologación sin garantías

Cuando se lanzó al mercado, hace unos diez años, la empresa le atribuía unas propiedades de gran utilidad para las fábricas de acabados plásticos. En este caso ninguna empresa española puso en duda esas cualidades. En primer lugar, por la solvencia de la Union Carbide; en segundo lugar, porqueno están capacitadas técnicamente para comprobarlo.

Al cabo de diez años, la propia Union Carbide y La Dupont -otra de las empresas que fabrican el metilisocianato en el mundo- han enviado una circular a sus clientes donde les advierten sobre los peligros del EGME. Los resultados de sus test muestran que una exposición de un 50 por millón sobre ratas en gestación provoca alteraciones en los fetos, mientras que exposiciones de 100 por millón sobre ratones producen malformaciones en los testículos. El corolario de la circular de Union Carbide es que sus clientes adviertan a los operarios sobre esos riesgos, prescindan del EGME y lo sustituyan por un nuevo producto que han descubierto ellos mismos con idénticas propiedades que el anterior y sin el componente EGME.

En esta investigación, ni la administración norteamericana -una de las más rigurosas del mundo en medidas de seguridad-, ni mucho menos la española, han terciado lo más mínimo. Están incapacitadas para hacerlo, entre otras razones, porque sustancias intermedias como el EGME surgen a centenares por día. Lo habitual en los casos cuya toxicidad no sea profusamente reconocida es que el industrial que descubre una novedad distribuye una muestra acompañada de un folleto literario. Si el cliente lo prueba y le va bien, se adopta e inmediatamente se homologa.

Para bien o para mal, la actividad biológica se descubre a veces por azar. El gas mostaza que experimentaron los alemanes como arma química, embutido en granadas, sobre la localidad belga de Ypres, durante la I Guerra Mundial, mostró su faz saludable en la siguiente gran guerra cuando un barco apostado en la bahía de Nápoles fue alcanzado por un bombardeo. El gas contenido en sus tanques se expandió por la ciudad. La población que se encontraba en las proximidades del puerto resultó afectada por una reducción considerable en su volumen de glóbulos blancos. Así fue como se descubrió la aplicación del gas mostaza como agente para curar la leucemia. Pero esta vertiente es la menos frecuente.

Mapa de riesgos

A finales de los años treinta, en que una de las principales industrias químicas de Japón comenzó a lanzar a la bahía de Minamata catalizadores agotados con residuos de mercurio, hasta que se detectó la primera intoxicación neurológica en un pescador pasaron más de quince años, y tres más hasta que se asoció con el mercurio. Pero no fue hasta 1963, siete años después de diagnosticar los primeros casos, cuando se descubrió el agente etiológico de la enfermedad: el cloruro de metilmercurio.

Los accidentes de Minamata, Seveso, Love Canal en EE UU, Uniser en Holanda, Bhopal o Los Alfaques y Mondéjar no dejan de ser errores casuales que muestran de golpe el precio del desarrollo. El dilema entre elevar el nivel de vida y no asumir los riesgos que comporta surge con toda crudeza cuando ocurre una catástrofe como ahora con la de Bhopal.

En lo que concierne a la legislación española, la seguridad de las instalaciones industriales nocivas está regulada por una ley de 1961. A ella se han sumado reglamentos sobre almacenamiento de sustancias químicas hace cuatro años y varios anexos sobre compuestos específicos. Sólo en lo que afecta a productos como el propano, butano y gasóleo, de uso generalizado por la población, su normativa se considera adecuada.

No sucede lo mismo con el resto de las sustancias igual de indispensables para la vida cotidiana. Se consideran peligrosos todos los derivados del petróleo y la petroquímica, los plásticos, la química orgánica, el caucho, los pesticidas, los curtidos, la farmacia, la galvanoplastia, la minería, pastas celulósicas, textiles, detergentes, eléctricas y electrónica en general.

La Dirección General de Protección Civil, en colaboración con el Ministerio de Industria, Defensa y los institutos de Geología y Meteorología están elaborando un mapa sobre los puntos negros donde se concentran las mayores dosis de riesgos para la población. Al margen de poblaciones evidentes, como Puertollano, Huelva, Tarragona, Cartagena o el gran Bilbao, donde se elaboran y almacenan grandes cantidades de productos tóxicos, este mapa pone en evidencia el enorme riesgo a que están sometidas poblaciones como Segovia, León, Guadalajara, Burgos, o Ulés, en Castellón, por mencionar sólo unos ejemplos.

No escapan de este peligro centenares de pequeños talleres de zapatos, en muchos casos clandestinos, desparramados por la zona levantina, donde se manipulan productos altamente nocivos sin que sus dueños ni los operarios tengan noción de las bombas que manejan, como ocurrió con los sprays de Mondéjar.

A 6.000 pesetas el frasco

Técnicos del Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo aseguran que los niveles de protección en España se encuentran a la misma altura que los europeos, a cuya reglamentación se están ajustando en estos momentos. El número de accidentes registrado en 1983 en la industria química fue de 15.040, el cuarto lugar en el índice general de los actividades por sectores y el 11 en función de la proporción entre el número de trabajadores del sector por siniestros producidos.

El metilisocianato llega a España importado de Suiza (a través de filiales norteamericanas) y Alemania en frascos de 100 y 500 centímetros cúbicos, a 6.000 y 20.000 pesetas, respectivamente. En esas magnitudes no es capaz de provocar una catástrofe semejante a la de la India. Pero como este producto hay 151, por mencionar sólo los que utiliza la OTAN, la Agencia de Protección Ambiental norteamericana o el Ministerio de Industria y Energía de España.

Las normas españolas de 1961 especifican que las fábricas que los producen o utilizan estén ubicadas a dos kilómetros de aglomeraciones urbanas. Un somero repaso al mapa de estas instalaciones muestra hasta qué punto las ciudades españolas están libres de un riesgo catastrófico. Pero eso es lo de menos, contemplado a distancia. Lo preocupante son los efectos nocivos a corto, medio o largo plazo, de los miles de sustancias que se palpan o ingieren, día a día, con la sensación de que dentro de diez años una entidad americana demuestre que eran cancerígenas o anémicas, como les sucedió a las mujeres de Baracaldo.

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