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Tribuna:HISTORIAS DE FIN DE SIGLO
Tribuna
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Ejecutivos de usar y tirar

Manuel Vicent

La sede principal de esta empresa de informática tiene una sala en el sótano, junto a las calderas, que nunca se abre a las visitas de inspección. A simple vista, parece un trastero donde se almacenan computadoras fuera de servicio, embalajes de cartón y otros materiales de desecho; pero allí hay también medio centenar de mesas muy funcionales, dispuestas como en una oficina, y detrás de cada una de ellas está sentado un señor inmóvil, casi rígido, con los ojos fijos en la pared. Huele a cerrado. Dentro de esa sala el silencio de las máquinas y de los seres paralizados es absoluto. Varios neones polvorientos ciernen una luz mantecosa sobre este depósito de ejecutivos, y a través de la claraboya se puede observar que esta gente aún lleva la camisa planchada, una corbata con pasador y la chaqueta de antiguo héroe de puente aéreo. Cualquiera de ellos posee una historia similar.

Hace quince años tal vez el cielo era más azul, los contratos se firmaban a la sombra de una ración de percebes, los tubos de escape rugían arias de Wagner, los empresarios se ventilaban alegremente la papada con el talonario y las primeras computadoras comenzaban a florecer bajo los castaños de Indias. Este ingeniero industrial, recién salido de la escuela, ya jugaba al tenis en la jaula de una urbanización de lujo, y cada golpe de raqueta liberaba de su cuerpo una carga de electricidad totalmente moderna. Había tenido suerte. Pocos meses después de terminar la carrera una multinacional de informática le había ofrecido un puesto de trabajo, y ahora el sudor deportivo le goteaba en la punta de la nariz, le empapaba la mandíbula agresiva, le bajaba por el musculoso antebrazo hasta la muñequera. Podía considerarse a sí mismo un tipo bien realizado a edad muy temprana. Cada mañana, en la empresa, lo cepillaban como a un potro, y al final de la jornada le daban un terrón de azúcar. En la cuarta planta había otros caballos parecidos a él, relinchando, piafándo en los boxes que forman las mamparas. El mozo de cuadras, con categoría de jefe intermedio, le había aleccionado a la perfección.-A este mundo se ha venido para ser un ganador. ¿Okey?

-Okey.

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-Levanta esa mirada.

-¿Así?

-Enfila siempre los ojos hacia el entrecejo de tu cliente. Eso te dará un aire de superioridad.

-¿Así?

-Más duro. Vale. Tienes estilo.

Antes de ser admitido como ejecutivo, el servicio médico de la empresa le había realizado un minucioso chequeo, que luego se repetiría cada año. Un elecrocardiograma, un encefalograma, un control de la tensión, un análisis de sangre y de orina, un recorrido interior con rayos X, unos martillazos en la rótula para comprobar los reflejos, una inspección debajo de los párpados y una palpación general en busca de posibles quistes o tumores. Nada de nada. El primer examen lo había pasado con una facilidad de campeón olímpico, y en la prueba de inteligencia también había saltado la valla casi a la pata coja. Pertenecía a aquella hornada de ingenieros galanes con sueños de multinacional que enseñó el colmillo durante la década gloriosa, cuando las primeras computadoras, todavía rudimentarias, fueron recibidas en la terminal de Barajas con un ramo de claveles y un baile de jotas aragonesas. Resultaba muy divertido jugar con aquellas máquinas. Tenían la tripita muy delicada. Primero había que cebarlas con muchos datos y después ellas tomaban ya vida propia, hasta convertirse en una extensión del sistema nervioso; pero en el primer momento aún estaba claro que estos aparatos no eran totalmente humanos, aunque algunos ejecutivos comenzaron muy pronto a hacerles el amor sobre la moqueta de la oficina.

En aquel tiempo los contables acababan de quitarse los manguitos. Las facturas, recibos y albaranes del negocio se colgaban de un pincho en el tabique. Los directores generales comían bocadillos de mortadela, se daban la vuelta al abrigo y echaban una firma al expediente y otra al brasero. Los despachos de consejero delegado se abrían a un patio interior, donde las interinas cantaban canciones de Juanita Reina, los bedeles dormitaban al fondo del pasillo desconchado con un botijo a los pies, los porteros no iban todavía vestidos de almirante de gala y un esbirro azotaba a los oficiales de segunda bajo una bombilla de cuarenta vatios. En cambio, este ingeniero industrial había iniciado su profesión en la sede principal de una empresa de informática cuyo edificio de cristal ahumado tenía ascensores silenciosos, hilo musical, jardín tropical en el vestíbulo, secretarias muy eficientes con gafas de intelectual, pero llenas de erotismo. En la última planta había un comedor con vista panorámica sobre la ciudad, un club de actividades culturales, sala de proyecciones, un departamento para ilusiones deportivas. Allí cualquiera podía apuntarse a un viaje a Londres, a un concurso de fotografía, a un certamen de poesía o a un cursillo de esquí acelerado. Este tipo era un técnico a la milanesa. Su única obligación con la empresa consistía en entregarle el cerebro y ser absolutamente rentable. Desde ese instante sus ideas formaban parte de una patente extranjera. Además de eso debía vestir con chaqueta y corbata que le ciñera bien la yugular palpitante. También podía dejarse la barba siempre que fuera de diseño oriental. Estaba mejor visto un bigote a lo Hackman y la quijada bruñida con agua brava. Así iba el muchacho.

En la empresa sucedían cosas raras

Durante un par de años trabajó de un modo feliz y sanguíneo en el servicio de programación. En el último chequeo médico no le hallaron nada anormal, aunque el doctor le advirtió que fumaba demasiado. Debía seguir haciendo deporte, no comer grasas y ahorrarse alguna copa. Esa leve taquicardia no tenía importancia. El ritmo de sus pulsaciones aún se acomodaba al estilo de un joven moderno con sed de porvenir, y él se encontraba ardientemente sumido en el análisis de todas las posibilidades de informatización. Luchaba por dominar cada modelo de ordenador que salía de forma continua al mercado. Mantenía con los nuevos aparatos un rudo combate cerebral hasta que lograba doblegarles la intimidad. Se trataba de un desafío. Con una cadencia trimestral aparecían computadoras cada vez más complicadas, cuya inteligencia electrónica se multiplicaba en progresión geométrica. Las últimas máquinas comenzaban a ser casi humanas y había que estar a la altura de ellas. La pugna era equilibrada. Pero un día tuvo que presenciar un percance misterioso: su compañero de mesa, un joven de su misma promoción, sintió de pronto un hormigueo en la cerviz y se puso pálido. No le dio tiempo a aflojarse el nudo de la corbata. Se quedó rígido, con la mirada fija en la mampara.

-¿Te pasa algo?

-No es nada.

-Voy a llamar al jefe.

-No le llames. Es sólo un mareo.

-Tranquilo.

-No me gustaría que se dieran cuenta. Creo que podré resistir. Se trata de que no entiendo un problema.

-Tranquilo. Oye, ¿estás llorando?

Desde un gabinete de vigilancia, a través del circuito cerrado de televisión, alguien había divisado la pequeña anormalidad. En seguida se presentaron en la sala dos jefecillos con la sonrisa extremadamente abierta e invitaron con gran cortesía al joven lívido a que les acompañara. Éste se negó, mas, al parecer, no había otra alternativa. Se lo llevaron tirándole con suavidad de los codos, y de él no se supo más. Su puesto fue ocupado por un nuevo potro de ojos brifiantes.

El ingeniero informático, a los 35 años, no cesaba de hacer deporte. Daba raquetazos llenos de electricidad en la jaula de la colonia de lujo. Fabricaba músculos con tensores, pesas y bicicleta estática. Aún tenía la tripa allanada, le hervían las sienes y no había perdido la moral frente a esos aparatos de vísceras diabólicas. Pero había comenzado a soñar en secreto con las vacaciones, con largos fines de semana, y eso él mismo lo tomaba como una debilidad, aunque en el examen médico nadie había registrado un descenso en su nivel de energía. Por otra parte, en la empresa sucedían cosas raras. Muchos compañeros de su promoción.habían desaparecido sin dejar rastro. Un día fúe llamado al despacho del jefe inmediato. Sobre la mesa estaba su ficha.

-En los últimos meses se ha detectado un ligero desmayo en su rendimiento personal.

-¿Es grave?

-No, de momento. Son sólo dos puntos.

-¿Qué puedo hacer?

-Solicite un examen médico. De forma voluntaria.

-Me acaban de realizar uno la semana pasada.

-Necesita otro más exhaustivo. Sólo de la cabeza.

-Me gustaría preguntarle algo.

-Jiene alguna duda?

-Quisiera saber qué ha sido de varios compañeros míos que se han esfumado del mapa.

-Ese asunto no debe preocuparle. Ellos están bien. Siguen a cargo de la empresa. Le veo a usted un poco cansado.

-En absoluto.

El momento estelar aún era para él esa ráfaga de sudor durante el partido de tenis, sólo comparable al placer que sentía cuando lograba dominar el último modelo de ordenador. La lucha agónica contra las máquinas no dejaba de tener cierta belleza, y en el chequeo forzoso al que hubo de ser sometido salió triunfante. Le habían puesto unos cables con pinzas en el cráneo, conectados a su vez a una computadora, y en un panel electrónico comenzaron a bailar dígitos que fueron interpretados por el doctor favorablemente. Según los expertos, podía aguantar un par de temporadas más en plena rentabilidad. El jefe le dio la enhorabuena y él pasó a ocupar una mesa en otro departamento de la sede principal de informática, donde ya no conocía a nadie. Probablemente no había cumplido 37 años, pero sin duda ya era el más viejo de toda la planta. Nuevas hornadas de potros, que habían llegado con el cerebro acomodado a los últimos modelos de ordenadores, llenaban los boxes, las cuadras de mamparas y trabajaban frenéticamente en los tableros. Esos jóvenes hablaban otro idioma. Y de repente, un día normal, de carácter gris, el joven ingeniero sintió un cosquilleo en la nuca, acompañado de un sudor frío que le empañó la frente. Nunca había experimentado hasta entonces esa sensación. Los músculos del pecho comenzaron a ponérsele rígidos, los brazos se le habían paralizado y no podía apartar la mirada de la pared de enfrente.

"Tranquilo. Ya vienen por ti"

-¿Te pasa algo?

.-No es nada. Sólo es un vahído.

-Voy a llamar al jefe.

-No lo llames.

-Tranquilo. Ya vienen por ti.

Llegaron dos sujetos con la sonrisa abierta, le examinaron brevemente el interior de los párpados y con extrema cortesía se lo llevaron con suavidad, tirándole de los codos. Por un ascensor privado lo bajaron hasta el sótano, y un bedel de uniforme, al paso de la comitiva, abrió la puerta metálica del trastero situado allí abajo, junto a las calderas de la calefacción. En esa sala ciega e iluminada con la luz mantecosa de unos polvorientos neones había computadoras viejas, embalajes de cartón y otros materiales de desecho. También se podían ver sentados detrás de medio centenar de mesas a unos ejecutivos con los miembros agarrotados, cubiertos de telarañas, con los ojos fijos en un punto del aire cerrado. Todos llevaban la camisa planchada, una corbata con pasador y la chaqueta de antiguo héroe del puente aéreo. Al joven ingeniero informático, fuera ya de servicio, lo sentaron en el suelo, con el tronco caído contra una caja de madera. Lo dejaron allí sin más historia y después el bedel, canturreando, cerró la puerta del depósito.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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