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El ocaso de los olmos

Su estampa regia se extingue en Europa

De tanto verlos, parece que siempre han estado ahí, que nadie sería capaz de acabar con ellos. Hablo de olmos comunes, esos que se levantan en las márgenes de ríos y carreteras, que trazan caminos de herradura o que son el centro de la plaza del pueblo: esos que están aquí mismo y que ya están dejando huecos irreparables. El causante de tal desaguisado es un hongo microscópico que se introduce en los vasos del tronco y los bloquea, produciendo la muerte de los tejidos afectados; por si fuera poco, también segrega una toxina que envenena al árbol entero. Éste presenta primero un aspecto amarillo en las hojas, que luego adquieren un tono pardo, enrollándose y secándose hasta caer. El árbol suele soportar varios períodos vegetativos, hasta que la enfermedad se extiende por completo y acaba con él, dejando tan sólo el tronco y las ramas secos como única huella de su paso.El problema es gravísimo: a los olmos que ya han desaparecido hay que sumar los que están atacados y en trance de desaparición, originando una degradación paisajística de gran importancia. A este efecto hay que añadir otro no menos preocupante. Buena parte de nuestros árboles de alineación en calles y jardines son olmos siberianos (Ulmus pumila) hasta ahora inmunes a la enfermedad, que sólo hacía presa en nuestros olmos comunes (Ulmus minor).

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Al parecer, pocas cosas pueden hacerse, ya que, una vez introducido el hongo en el olmo, éste está prácticamente condenado o, al menos, seriamente dañado. Cabe intentar algunas medidas preventivas, especialmente en el control de los insectos vectores, aquellos que contribuyen a propagar la enfermedad. Y también hay que deshacerse de los árboles afectados de grafiosis cortándolos, quemándolos y enterrando las cenizas. No obstante, una de las causas evidentes de que el hongo se haya propagado tan de prisa es precisamente la gran cantidad de olmos que se han plantado sin mantener la sanidad necesaria.

Habría que contar con especies sustitutivas que reunieran parecidas características ornamentales. Y habría que preocuparse de que las investigaciones prosiguieran para encontrar remedios que salvaran a nuestros últimos olmos. Al menos para mantener la esperanza de que esos olmos sonoros, árboles de una patria árida y triste, esos árboles abolidos vuelvan a brillar al sol como quiso Blas de Otero.

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