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El Museo del Prado y sus amigos

Hace dos años, Murillo fue actualidad espléndida. La conmemoración de su tercer centenario nos deparó, a través de las magnas exposiciones de Madrid y de Londres, un auténtico redescubrimiento del pintor sevillano, que contaba como indiscutible aval con el gran estudio, investigador y crítico, de Diego Angulo Íñiguez, oportunamente publicado en 1980. Con una más fácil difusión entre el público no especializado, el espléndido catálogo de la exposición madrileña supuso un aporte fundamental para la revalorización del arte murillesco. Porque después de las exaltaciones de que lo hicieron objeto el siglo XVIII y la época romántica, la fama de Murillo había quedado sumergida en la resaca -negativa para su obra- que provoca ron los criterios estéticos de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX "Críticos... nutridos en la última etapa del realismo y en el impresionismo es natural que sólo vean en Murillo los principales valores que más importan a esa tendencia", observa Angulo."Si avanzamos más en el tiempo, ni la reacción cézanniana con rumbo al cubismo ni éste podrían encontrar un ídolo en Murillo, como tampoco lo encuentran en Velázquez. Ya en otro lugar he insistido en cómo la generación de fin de siglo sólo es capaz de ver en Velázquez su naturalismo y no lo es para captar su fino sentido poético. Algo análogo, mutatis mutandis, sucede con Murillo".

Doble prejuicio

El rechazo -indudablemente ligero- a que aludimos se basó en un doble prejuicio: el que apuntaba al ingenuo populismo de esta versión religiosa y el que reducía los méritos del pintor a la escala de artífice de blandas estampas devotas a gusto de gentes sencillas. La revalorización crítica desplegada en su centenario pone el acento, precisamente, sobre estos dos aspectos de la obra murillesca; sobre el profundo mensaje místico de sus imágenes religiosas -que nos aproximan la divinidad, humanizándola, haciendo tangible lo inefable, al modo teresiano- y sobre la excelsa calidad de su técnica: especialmente el modo de utilizar la luz y el color -esa exquisita vaporosidad de su última manera, cuyos aciertos lo emparentan con el propio Rembrandt (El sueño del patricio, o lo aproximan a la captación de la perspectiva aérea lograda por Velázquez (Santo Tomás de Villanueva, Curación del paralítico)-.

Ahora podemos contemplar a gran artista no sólo como expresión plástica de un sentimiento religioso profundamente entraña. do en el elemento popular de Andalucía -y de España- en los días de máxima vitalidad de nuestra cultura, sino como una de las cumbres de la pintura barroca española, inmediatamente después de Velázquez y al nivel de Zurbarán o de Ribera. Por eso ha podido decirse recientemente que el arte de Murillo "devuelve, como la luz aquilatada por un diamante, algo que está en la esencia del mundo social en que brote. Y el profesor Angulo ha subrayado: "No ofrece duda que Murillo no es un pintor de la talla de Velázquez, Goya o el Greco, pero cree que no puede posponérsele a ninguno de los restantes pintores es. pañoles. Sus méritos no se reducen a sus concepciones y a sus cuadros profanos de niños. Su maestría en la técnica pictórica, su capacidad creadora y su valor como pintor que, en el lenguaje naturalista de su tiempo, sabe expresar y hacer sentir como ningún otro pintor el fervor religioso del mundo católico que le tocó vivir, y su fina sensibilidad para presentir las aspiraciones estéticas del siglo XVIII, pese a la etapa de descrédito producida como natural reacción frente a la exagerada valoración que de él se hizo durante la primera mitad del siglo pasado, cuando algunos llegan a considerarlo superior a Velázquez, creo que califican a Murillo como uno de nuestros grandes pintores y uno de los maestros de mayor personalidad de la pintura europea del siglo XVII".

Revalorización

Se comprende, pues, que, así revalorizada la obra murillesca, resulte cada vez más difícil ampliar las muestras de su arte en las grandes pinacotecas del mundo que las atesoran (el Prado, el Louvre, la National Gallery, Munich, el Ermitage). Y ello hace más relevante el acontecimiento que supone la adquisición por nuestro primer museo de uno de sus más sugestivos dibujos: la Inmaculada, que hasta fecha reciente figuró en la colección Alan Clark. En la exposición de Madrid de 1982 una sala se reservó al Murillo dibujante, y en ella figuró esta pieza única, quizá emparentada con la maravillosa Concepción -o quizá Asunciôn- del Ermitage, que había sido ya objeto de especial atención y análisis por parte de Angulo.

El esbozo que ahora viene a enriquecer las colecciones del Prado ofrece una peculiaridad, la extremada soltura -"zigzagueante", ha subrayado Manuela Mena- de sus rasgos: tal que hizo dudar a algunos especialistas sobre su atribución. Pero del hecho no cabe duda, no sólo por la calidad del dibujo en sí sino por el curiosísimo refrendo documental que nos brinda el reverso del papel en que está realizado. Murillo utilizó la mitad del pliego de una carta que le dirigía en fecha no precisa (hacia 1660) nada menos que Zurbarán, afincado por entonces en Madrid. "El texto de la carta de Zurbarán, dado a conocer por Angulo", resume Manuela Mena, "es fragmentario, pero se refiere a una deuda del pintor con Murillo. Aunque falta la fecha, habría que situarla entre 1658 y 1664, año de su muerte en Madrid, y es de gran interés al ser una prueba documental de la relación y quizá amistad entre ambos artistas". Parece claro, en efecto, que en lugar de una rivalidad -después de todo lógica- hubo entre Murillo y Zurbarán una cordialidad generosa.

Así pues, la adquisición de este dibujo por el Museo del Prado permite completar, por modo excelente, la doble imagen -en cuanto hombre, en cuanto artista- del gran pintor sevillano. Y ello obliga también a una doble gratitud hacia la institución cultural que ha hecho posible el enriquecimiento de la magna pinacoteca madrileña: me refiero a la asociación Amigos del Museo del Prado, que en los escasos años que lleva de existencia ha desplegado, con éxito, radicado en su entusiasmo y en su generosidad, una doble tarea, al mismo tiempo divulgadora y cooperadora. La apertura, ahora amplísima, del museo al acceso de todos requería canalizar, sistematizar, el contacto del gran público con sus colecciones; una iniciación cultural necesaria en centros de enseñanza primaria y media para que el descubrimiento del inmenso tesoro artístico del Prado no se reduzca a la satisfacción de una mera curiosidad sino que permita asimilar la esencia de ese legado convirtiéndola en semilla de mayores frutos. La misma masificación de visitantes al museo requería también, al margen de los servicios propios del mismo, la acción desvelada y amorosa de una institución complementaria, reflejo de una sociedad dispuesta al cuidado y protección del museo y de sus colecciones, e incluso al esfuerzo económico necesario para, en la medida de lo posible, enriquecerlas con aportaciones nuevas: una sociedad verdaderamente civilizada.

Hace dos años, la adquisición del espléndido lienzo de Eduardo Rosales (sin duda el mejor retrato de su pincel), La condesita de Santovenia, mediante las gestiones de los Amigos del Museo del Prado, aportó a la sección del siglo XIX -hoy en el Casón- una de sus piezas más sobresalientes. "La compra y entrega por los Amigos del Museo del Prado de uno de los más bellos cuadros de Rosales, bellísimo desde el mismo título -Niña en rosa-, es un verdadero acontecimiento", escribió a este propósito el entonces director de nuestra gran pinacoteca, Federico Sopeña. '"Se trata de un capítulo trascendental en el camino que yo he señalado como clave de mi programa: que el Prado sea una empresa cultural del Estado, pero no menos de la sociedad". Ahora, la donación de este dibujo excepcional de Bartolomé Esteban Murillo, cuya entrega oficial tendrá lugar hoy en presencia de altas personalidades de la vida cultural y política del país (es uno de esos actos sociales especialmente sobresalientes que constituyen el nervio vital del museo), aporta una nueva y brillante muestra de cuanto ya significa -y de cuanto promete- la benemérita Asociación de Amigos del Museo del Prado.

Carlos Saco Serrano es historiador.

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