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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La seguridad del escritor

ROSA CHACEL, sin Academia y sin grandes premios, ha estado a punto de volver al exilio debido a dificultades económicas que finalmente ha resuelto el Ministerio de Cultura. Habría que saber por qué las numerosas ediciones y reediciones de sus obras, y las adaptaciones de éstas, no han producido a la anciana escritora más que unos derechos que ella considera "menos que simbólicos" y la reducen a vivir con una pensión de viudedad de 24.000 pesetas al mes. El destino del escritor está naturalmente relacionado con el número de ejemplares vendidos, y muchas veces no hay relación directa entre calidad literaria y beneficio económico, como también sucede que escritores que dan tersura, imagen y limpieza a la cultura de un país tienen que luchar con la cesta de la compra (José Bergamín tuvo que mantenerse en los últimos años con los giros que le enviaba una sociedad de amigos desde París). De todas formas, la condición social y económica del escritor ha mejorado mucho en España, aunque siga habiendo un vacío entre una clase alta de escritores muy cotizados, una clase media que forma la base de sustentación de la literatura, y una muy pobre pero que tiene, cultivada, unas posibilidades de futuro: como en todo. De ahí pueden salir casos terminales incluso peores que el de Rosa Chacel.¿Cuál es la alternativa? Una nacionalización del escritor desde luego que no. En países donde se practica, como la Unión Soviética, puede haber producido moderados rentistas supervivientes, pero no grandes escritores ni un panorama limpio: algunos de ellos han tenido que huir de la pensión segura y la dacha para escribir a su gusto. La estatalización se paga demasiado cara. El equívoco español es el de la selección de las ayudas y los honores de una manera que, pareciendo atenta y global, es parcial y se presta a la duda. Desde las visitas a grandes ancianos ilustres a las becas y subvenciones de proyectos a personas de naturaleza cultural pura e incluso bondadosamente supuesta, pasando por la distribución de premios, hay una cantidad importante de honores y millones que ruedan por España, emanados del Estado, las autonomías, los municipios, las cajas de ahorro y otras entidades, que muchas veces parecen ir por el camino del ornato de quien los da más que del alivio de quien los recibe, y que terminan contaminados de política. Y pueden parecer sospechosos de arbitrariedad, de gustos personales. Los casos de Gerald Brennan y de Rosa Chacel son paradigmáticos: el tipo de protección o ayuda no está suficientemente institucionalizado como para llegar a todos y no levantar sospechas.

La solución en una sociedad de libre mercado es la de que el escritor se atenga a su comercio, como cualquier otro ciudadano. Pero no estamos en una sociedad pura de Ubre mercado, ni tampoco sería justo ni razonable someter la creación cultural de un país sólo al azar del quiosco, cuando no se producen en las escuelas los niveles de enseñanza suficientes como para estimar esos valores. La creación de unos sistemas que otorguen una seguridad vital suficiente al escritor está por resolver. La Sociedad de Autores no ha conseguido que ninguno de sus numerosos esfuerzos por administrar a los escritores no teatrales cuajase, y ni siquiera la prestación privada y comercial que hay en otros países, la del agente literario que administra al escritor y le ayuda en las relaciones contractuales y en el examen de sus liquidaciones, ha conseguido extenderse ni llega a proteger a los escritores poco rentables. No hay montepíos ni mutualidades básicos, y la Seguridad Social encuadra al escritor como trabajador autónomo, lo que le obliga al pago de unas cuotas tan elevadas que muchos no las pueden atender. El desamparo ante los casos de enfermedad, invalidez o muerte es absoluto, y no equiparable al de los otros trabajadores.

Es necesario recuperar la consideración del escritor profesional más allá de la producción de un objeto de consumo, y más que la de un creador de prestigios ajenos. Es un ciudadano que crea un trabajo muy específico y con unas condiciones especiales al que las instituciones, sin comprarle ni oficializarle, deben dar estímulo y garantizar la protección de su libertad individual.

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