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Día de Difuntos

La Nueva Sede, templo de los ritos fúnebres en la era cibernética

Dos mujeres y un hombre, los tres cuarentones, vestidos de oscuro y con los ojos cargados, están sentados ante un atildado individuo de parecida edad, cuyo uniforme lo constituye una chaqueta de color vino tinto que le da aspecto de camarero de restaurante. El conjunto está centrado en torno a una mesa con papeles, bolígrafos y otros materiales de escritorio. Una mampara aísla este despachito de los otros 10 de la sala de contratación de La Nueva Sede.

-Es que ha fallecido nuestra madre y venimos a arreglar lo del entierro, dice una de las señoras.-Les acompaño en el sentimiento, responde el empleado. ¿Van ustedes a velarla en casa?

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-Pues mire, es que el piso es tan pequeñito.

-No se preocupen, aquí pueden hacerlo. ¿Tienen el certificado de defunción?

-Pues sí.

-Entonces no hay ningún problema. Nosotros arreglamos todos los permisos, recogemos el cadáver, lo traemos aquí y mañana se lo llevamos al cementerio. Tengan el catálogo y escojan.

El empleado de la chaqueta como de camarero tiende a sus interlocutores un prospecto en cuya portada, también de color vinoso, se lee "La Nueva Sede, Servicios Funerarios del Ayuntamiento de Madrid". Dentro, en una doble página, un surtido de fotografías de féretros, urnas y coches fúnebres, y en la solapa de la contraportada una hoja suelta con los precios detallados de los servicios. El empleado esboza una muy leve sonrisa que no altera la seriedad general de su porte. Es una sonrisa que sólo él puede practicar, una mueca ligera que está diciendo a los frares de la finada que no se preocupen, que están entre amigos que comparten su dolor y que además van a intentar hacerles menos amargo el trance.

La Nueva Sede da la espalda al barrio de la Concepción y la cara a la M-30,14 carriles que la comunican con los cementerios y los grandes centros hospitalarios madrileños. Es un conjunto rodeado por 50 cipreses y 200 pinos, y formado por dos edificios de pequeña altura, comunicados por un amplio pasillo. El exterior anuncia ya la frialdad y asepsia de sus entrañas: grandes losas de hormigón gris coronadas por tejados abovedados de color vinoso. Allí se realizan todos los trámites de enterramiento de las 70 personas que diariarnente mueren en Madrid. Allí pueden ser veladas hasta 26 de ellas.

El conjunto funerario, inaugurado hace un mes en sustitución de las decrépitas instalaciones funerarias municipales de Plaza de España y calle de Galileo, tiene dos puertas, una para los vivos y otra para los muertos. Los vivos aparcan su coche en el exterior, se dirigen a la sala de contratación y estudian el catálogo. Pueden escoger diversos servicios funerarios, cuyos precios oscilan entre 23.557 y 201.329 pesetas. Este último incluye arca, túmulo, sudario, aerosol desinfectante, furgones y coches fúnebre y coronario. Coronas, esquelas, sepultura y alquiler del velatorio van aparte.

Así que los deudos hacen cuentas y escogen. Si tienen alguna duda, uno de los empleados de chaqueta vinosa les pasa a una sala cercana donde hay expuestos 10 modelos distintos de ataúdes, todos de aglomerado de madera barnizada y acolchados en su interior con seda blanca. Los cuarentones que acaban de perder a su madre apenas tardan 10 segundos en seleccionar.

-Este es el más económico, dice el empleado.

-Pues éste, ¿no?, responde tina de las señoras.

-Sí, éste es muy mono, remata la otra.

Abajo del todo, en el segundo sótano de La Nueva Sede, está el gigantesco almacén de los ataúdes, donde, envueltos en plástico, se alinean unos 3.500, remitidos por fabricantes de Játiva, Castellón y Madrid. "Los que más salen son el 3 y el 4A, los de precio mediano", dice, con la misma naturalidad que si hablara de cepillos para dientes, Manuel Santos, el encargado del almacén.

Tras seleccionar el servicio más ajustado a su presupuesto, la familia pasa a una de las 26 tanatosalas, dispuestas como pequeños bunkers en torno al pasillo central del conjunto, donde el agua de una fuente amortigua el eco de las conversaciones. Los velatorios son como pequeños apartamentos tipo costa mediterránea española. Tienen tres piezas, cuarto de baño, teléfono, aire acondicionado y veintitantas plazas en sofás y sillones de piel marrón. En uno de los cuartos, un tresillo mira a una pared en cuyo centro hay un cristal de forma circular y dos metros de diámetro. Por esa a modo escotilla familiares y antigos pueden ver por última vez al difunto.

Cadáveres refrigerados

El lema de La Nueve Sede bien puede ser: "Usted pone el cadáver y nosotros hacemos lo demás". Aún no ha terminado la familia de ajustar el negocio, cuando cuatro empleados han partido a recoger al difunto en uno de los 150 vehículos que forman el parque de la empresa. Una vez en La Nueva Sede, lo maquillan y lo introducen en el ataúd escogido por sus deudos. Luego lo depositan en un túmulo situado en el centro de un pequeño cuarto, cuya temperatura, merced a un sistema de refrigeración por glicol, nunca supera los cuatro grados sobre cero. La capilla ardiente puede verse desde el otro lado de la gran escotilla, donde familiares y amigos velan.

La Nueva Sede, La Fune para sus empleados, es fría, aséptica y funcional, con mucho mármol, paredes estucadas en blanco y ausencia de imágenes figurativas.

Los cuadros son todos abstractos, de Saura, Millares y Canogar, entre otros. Dicen en el Ayuntamiento que esta estética del tanatorio madrileño ha sido buscada para desdramatizar la muerte. Tampoco hay capilla, pese a que el Grupo Popular puso por ello el grito en el cielo en un reciente pleno del Ayuntamiento de la capital.

-Es que éste es un país no confesional, dice Pilar, la secretaria de dirección. Y si tuviéramos una capilla católica, por la misma razón habría que tener una evangelista, adventista o de los testigos de Jehová.

-Y también un templo judío, musulmán y budista.

-Pues también. De modo que, como las tanatosalas son grandes, la gente puede hacer allí actos religiosos si quiere. Nosotros les prestamos todo lo que necesiten.

A lo que más se parece La Nueva Sede es a un centro comercial. Junto a su puerta principal hay una floristería, atendida por Conchita Olavarrieta, antigua empleada de IBM que afirma que las flores mortuorias preferidas siguen siendo los cristantemos, por tradicionales y baratos, aunque estén en auge los claveles, gladiolos y rosas. En un semisótano está la cafetería y restaurante, decorada con un friso que representa el nacimiento de Venus y una cristalera que da a un pequeño patio interior con plantas y algunas tórtolas. Allí puede comerse un menú de 500 pesetas o a la carta. Se expenden bebidas alcohólicas, y los camareros aseguran que en cantidades respetables. "El otro día", cuenta uno, "tuvimos que sacar a un tío que se había bebido una botella de whisky él solo".

Las bebidas espirituosas suponen asimismo un problema con algunos de los 370 empleados de La Nueva Sede. En la cafetería del personal sólo se sirve vino y cerveza, y eso tras un pacto de la dirección con el comité de empresa por el cual en cualquier momento los empleados pueden ser llamados al departamento médico y ser sometidos a la prueba del alcohol.

En el despacho de Luis Núñez, ingeniero aeronáutico de carrera, militante socialista y director gerente de los Servicios Funerarios del Ayuntamiento de Madrid, hay una pantalla desde la que, a través de un circuito cerrado de televisión, puede controlarse todo lo que ocurre en el centro. Núñez afirma que el objetivo final de la empresa que dirige es "que la gente tenga derecho a morir gratis", y añade que morirse en Madrid cuesta, sepultura aparte, una media de 60.900 pesetas. "La Nueve Sede", dice Núñez, "impulsará también la práctica de la incineración, a la que muchos españoles se siguen resistiendo". En 1983 sólo 700 de las 26.000 personas que fallecieron en Madrid fueron incineradas, pese a que hace tiempo que la Iglesia católica levantó su veto.

El director de La Nueva Sede es bien consciente de la vigencia entre los españoles del refrán que afirma que "el muerto al hoyo y el vivo al bollo", y por eso, informa, en su empresa todos los servicios se pagan al contado, salvo que el difunto, como ocurre en un 70% de las ocasiones, tuviera algún seguro de deceso.

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