'Area'. 157 Hudson St. New York
Unos túneles negros a modo de pasadizos del infierno conducen a la primera sala de baile, iluminada tenuemente por una enorme pecera azul repleta de tiburones que dan vueltas sin cesar escorando su quilla lechosa. ¿Sabía usted que los tiburones tienen la boca en la barriga? Estos animales no pierden el tiempo. Con una dentellada te arrancan la pierna y no se permiten el lujo de hacer la digestión. Tu alma va a parar directamente a sus intestinos, pero en la discoteca Area los tiburones sólo sirven para ejercer la fascinación de la crueldad. En medio de la danza ejecutada por negros de fibra y por chicas de amianto ellos ruedan sobre las cabezas formando una corona, y aunque lo más posmoderno consiste en ser devorado, la noche ha sido tranquila. Ningún esclavo se ha visto obligado a convertirse en pasto de las fieras. En Nueva York el emperador perdona ya a todo el mundo.Cada 15 días la discoteca Area cambia totalmente el decorado, si bien los escualos permanecen siempre al acecho. Esta vez el recinto está dedicado a la moda y en las sucesivas bocas de lobo hay escaparates con maniquíes vivos y estáticos, de carne y hueso, que lucen las creaciones de famosos modistas, y los marcianos flotan alrededor de ellos. En una vitrina aparece la antigua Isabel de Inglaterra, aquella reina macabra e inteligente rebanadora de gaznates. Sentada allí arriba, como una gran muñeca de cartón, con golilla de encaje, vestiduras labradas en oro y las manos paralizadas en los brazos del trono, sólo agita los párpados cuarteados, mueve ligeramente los labios decrépitos y recibe sin inmutarse las bocanadas de marihuana que le echan a modo de incienso los adoradores. En otra urna rebosante de chispas de un arco voltaico o de soplete oxídrico un joven ceñido con un traje de plata permanece inmóvil en el aire, apoyado únicamente en la base de su nalga de pico. Lleva gafas de espejo, las centellas deslumbrantes rebotan contra su cuerpo irreal y engendran esa especie de terror de la vida que imita al plástico. En la oscuridad las descargas de música hacen vibrar las vísceras, desparraman por la pista los cartílagos, los huesos y los tejidos de los danzantes y pisando residuos humanos llega Diógenes desnudo dentro de un barril y con un cirio encendido.
-Este imbécil todavía busca a un hombre.
-Déjalo. Es un clásico.
-¿Pueden decirme dónde están los lavabos?
-Por ahí. Siga la flecha.
-Gracias. He quedado allí con un amigo.
Este tipo no va descaminado, ya que en los lavabos de la discoteca Area se encuentran las últimas novedades de la verdad. No existe lugar más moderno en el mundo. En ese espacio se reúnen los mutantes y se dan cursos entre ellos de nuevo humanismo frente a las lunas opacas de vidrio esmerilado. Nadie distingue el sexo. Las tazas de retrete y los urinarios en batería son comunes carecen de puertas, están dotados de una visibilidad sofisticada y mientras ellos y ellas ejecutan a la vez las labores del vientre mantienen una agradable conversación acerca de aquel viejo Dios del Sinaí que esparcía su ira por el desierto cuando aún había Historia o hablan del último modelo de Saint Laurent con el que se revisten ahora los sacerdotes. Al mismo tiempo otros extraterrestres se decoran para adquirir una imagen aproximadamente carnal después de su aterrizaje en este planeta. Allí, en los grandes lavabos color de rosa, perfumados con hachís, hallan de todo. Plumas, cremas, lápices, pelucas, acuarelas, gasas, pinceles, instrumentos de grabado, buriles con que inscribirse sentencias en las espaldas desnudas, correajes, tintes y cualquier clase de púa. Unas maquilladoras tal vez terrícolas trabajan los sueños de cada uno.
-Acabo de llegar de Júpiter.
-¿Qué te gustaría ser?
-Antílope hembra.
-Ponte esta piel. Ciñe tu frente con esta arboladura de cuernos. Ahí en el cajón hay ojos de terciopelo.
- Yo vengo de Ganímedes.
-¿Cuál es tu deseo más inmediato?
-Convertirme en pavo real.
Y sin embargo estos entes maravillosos, de lejos se asemejan al hombre que busca Diógenes, pero ellos ahora bailan en las tinieblas de la pista sólo iluminada por la tripa blanca de los tiburones, rodeados de la catalepsia de los maniquíes vivos y paralizados en el interior de los escaparates y no reina en la fiesta un rey más absoluto que el pinchadiscos. ¿Le sucede algo a esa señorita? Su gran cuerpo fosforescente está situado en un catafalco y una formación de langostas auténticas con el caparazón engarzado con diamantes le sube por las piernas, le invade los muslos y el pubis escarchado, escala su vientre hasta alcanzarle los senos y finalmente se le enreda en la cabellera veneciana. Llega un momento en que esta joyería de crustáceos cubre a la chica por entero y el rayo láser que taladra la oscuridad prende en ella una llamarada de mariscos. En otra sala algunos indios cheyenes con una botella de cerveza en la mano sirven de objetos de decoración al pie de la escultura Victoria de Samotracia vestida de Christian Dior con una túnica de lino arrugado, que imita el mármol, entre héroes del Oeste en cartelones de cinematógrafo. En una pecera se debate un negro naufragado en una pelea rudimentaria contra varios pulpos de tentáculos magnéticos. Los extraterrestres bailan bajo la música furiosa, los maniquíes vivos permanecen hieráticos durante toda la sesión de espiritismo y en las almohadas se hace amistad con gente de otras galaxias o de antiguas civilizaciones.
-Te presento a Diógenes.
-Encantado, niña.
-Yo fui prostituta en Atenas durante la edad de oro, cuando usted vivía por allí. Le vi cruzar el ágora muchas veces dentro de este mismo tonel.
-Creo recordar tu cara.
-Después también he sido monja medieval.
-¿Qué haces ahora?
-Nada. Vendo salchichas con mostaza en una cafetería de la calle 23, pero todas las noches contemplo desde mi ventana la estrella Sirio. Algún día volaré hacia ella.
-¿Estás de paso en Nueva York?
A través de una buena agencia de viajes se puede ir a cualquier punto del espacio sideral con gorro de expedicionario y tarjeta de American Express, pero aquí no se habla sino de la parte exterior del tiempo, de espíritus propicios y de sucesivas reencarnaciones. No presumas de nada si en una época muy anterior no has ejercido el papel de gallo en Madagascar, de María Antonieta, de serpiente pitón o de lord inglés del siglo XIX. Nunca brillarás en esa escena si no has pedido la vez para convertirte después de la muerte en una suave ama de casa de la clase media, de esas que le ponen las zapatillas al marido, o en un verdugo de las esferas. En los lavabos de la discoteca Area hay un pesebre lleno de cocaína donde comen los ciervos. Con un par de rayas bajo la naricilla ellos logran en un instante sacudirse el alma. Una mujer adornada con sostenes y minifalda de aluminio sale gritando:
-¡Me acabo de ver! ¡¡Me acabo de ver!!
-¿Qué dice ésta?
-Estoy contemplando mi cuerpo desde el techo.
-Tranquila, hermana.
-Es increíble. Es maravilloso.
-¿Qué te pasa?
-Mi alma está pegada allí arriba en aquel canelón. Ahora mismo me estoy viendo la carne vacía. ¡Oh, cuánta dulzura!.
-Enhorabuena.
Los tiburones dan vueltas sobre todos los cerebros, la reina Isabel de Inglaterra hace crujir una mirada de terror desde el trono inmóvil, los pulpos abrazan tiernamente a la víctima sumergida, los maniquíes vivos en los escaparates sólo agitan un dedo cada cuarto de hora, y mientras en la pista los marcianos esparcen las coyunturas por el suelo, en un foso algunos seres galácticos posan para la foto del pajarito ante una cámara. Tampoco se necesita subir hasta Saturno si deseas visitar el infierno. Muy cerca de la discoteca Area al margen del circuito turístico, se puede encontrar una buena caverna del mal, aunque uno debe inscribirse de socio a la entrada. Cualquier dulce muchacha se siente capaz de conducirte allí llevando tu corazón de la mano. Hay que atravesar un gran depósito de reses descuartizadas y al fondo de una nave repleta de animales desollados, que penden de los garfios respectivos, existe una puerta negra con mirilla vigilada por un rostro comido de viruela. Se dan algunos golpes con el santo y seña. En seguida un sayón con capucha franquea el paso por una profunda escalera y a la luz de un farol guía el destino de la clientela, según gustos, hacia diversos salones envueltos en una penunbra canalla.
-¿Le apetece que le azoten?
-Nada.
-¿Prefiere tal vez que alguien le orine en la boca?
-No.
-Entonces, ¿qué busca en este lugar?
-Sólo deseo explorar el alma humana. Soy un experto en longanizas.
-Tendrá que pagar 10 dólares.
Terribles imágenes de un verdadero infierno suceden detrás de los espejos iluminados con linternas rojas. Damas de alcurnia de pelo planchado, con botas altas, el sexo al aire, el pecho cruzado con arreos nazis, latigan el lomo de cerdo de algunos menestrales de la Quinta Avenida y los alaridos de dolor, los jadeos del placer, se unifican con el chapoteo de una piscina malvada donde flotan excrementos y grumos de esperma y cabalgan tipos siniestros sobre blandas medusas femeninas. Por los pasillos se arrastran a cuatro patas algunos ejecutivos de Wall Street cuyas nalgas peladas son azotadas por los sirvientes. Después de este breve paseo por el abismo hay que volver a los salones de la discoteca Area para tenderse en un jergón y soñar con un paraíso perdido. Oh dorado pan de higo, barricas de miel, palmeras con dátiles, sombras de sicomoro, aceite luminoso de Delfos y lentos sorbos de mosto de granada en las escalinatas de algún templo de Siracusa. La dulce muchacha acaricia la dura cerviz del viajero con dedos hábiles y le habla de un largo viaje del espíritu.
- Si te portas bien, en la otra vida serás un habitante de Venus.
-¿Habrá allí tarjetas de crédito?
-Tendrás una caja de música en el corazón que nunca cesará de tocar la Barcarola de Offenbach.
-Sólo deseo ser lechuga con alma de nieve.
-Pide más.
En la discoteca Area los tiburones dan vueltas estéticas escorando la quilla lechosa. En los escaparates unos maniquíes de carne permanecen inmóviles todavía, imitando un plástico terrorífico. Una chica desnuda está en los alto del catafalco cubierta de langostas con diamantes y filamentos radiactivos. Isabel de Inglaterra escruta las tinieblas con párpados crujientes. El negro naufragado se abraza a pulpos azules. Y los extraterrestres bailan, bailan, bailan con saltos de fosfato bajo la furia de la nueva melodía.
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