Los derechos humanos y el sentido común: el acceso a la Universidad
Los profesores universitarios han hecho del encuentro con sus alumnos la razón de su propia profesión, señala el autor de este trabajo. Pero el desmesurado e insensato crecimiento de su número convierte las clases en un esfuerzo heroico, donde se pierden y extravían todos los buenos deseos de los profesores y de los mismos alumnos. Por ello, y frente a la voluntarista prohibición del "numerus clausus", el autor se permite reivindicar una ordenación más racional del problema, y concluye que la selección no es inconstitucional y que a la Universidad sólo deben llegar los que quepan, esto es, los que valgan.
Cada vez son más los profesores universitarios angustiados por la situación límite a que están llegando sus facultades o institutos a consecuencia de la desmesurada e insensata proporción de alumnos: esos pasillos o escaleras, esas aulas, esas bibliotecas o laboratorios donde se abarrotan cuerpos y se oprimen almas en comunión bien poco favorecedora del acicate científico o del intercambio intelectual. Donde sólo avanzar hasta la tarima y ocupar la cátedra exige ya un esfuerzo heroico, como si hubiera que pedirle al profesor que tuviera poco menos que las tablas de un Reagan o de un Juan Pablo II cuando se dirigen a sus convenciones o a sus multitudes.Y no es que no les guste a los profesores que haya alumnos -al contrario, han hecho de ese encuentro permanente profesión de vida: cualquiera evoca con gusto la alegría del primer día de clases-, no es que no tengan ganas de trabajar -hacen del estudio su vocación, para así poder tener algo que comunicar-; es, sencillamente, que constatan que en esas condiciones nada serio pueden realizar.
No es ahora cuestión de abordar la frecuente desmesura, el voluntarismo tan arraigado del español que, ansioso de lograr alguna realización social largo tiempo auspiciada, se suele contentar con la simple operación de poner unos rótulos allí donde no va a seguir habiendo más que un vacío palpable o lo mismo que había antes, a lo sumo. Porque poner rótulos es más sencillo que elaborar y transformar; es más fácil de alcanzar que proyectar y poner cimientos, construir y poner las tejas. Con cuánta frecuencia el español que quiere salir de siglos de hambre, del ardid de las migas de pan hábilmente colocadas en la barba para disimular el paro y desempleo sistemático de su aparato digestivo, va a tragar, voluntarioso, con todo lo que le echen, sea carne picada que pica de verdad, sea aceite más mortífero que una epidemia de peste o aunque sólo sea jamón, lo que llaman jamón, esa especie de carne blanda y salada conseguida con truco y artificio en sólo unas semanas de elaboración manipulada. Mucho de esto sucede también en el banquete de la cultura, en el festín universitario. ¡Con cuánta frecuencia las abundancias no son más que vacío y apariencia, coiza o metílico, deformaciones y sucedáneos, en vez de pedagogía y ciencia!
Derecho a la educación
Pero no es éste el tema de mi reflexión de hoy. Quería venir a un aspecto mucho más concreto, decididamente jurídico, con el afán de ofrecer desde mi especialidad argumento a quien lo haya menester y buenamente quiera utilizarlo. Porque no es infrecuente que la aspiración de algunos profesores cuidadosos por dar una educación superior que esté a la altura de las circunstancias -y digo "algunos profesores", pues no faltan los que no se inmutan ante la situación descrita, e incluso los hay que parecen muy satisfechos con que las cosas vayan así, y bien se cuidan de cercenar cualquier iniciativa, por pequeña que sea, que busque enderezar o rectificar el rumbo del sistema-; no es raro digo, que el deseo de remontar la indeseable situación que nos ha sido dada se tilde por algunos de incorrecta, antijurídica e inconstitucional incluso. ¿No dice la Constitución -sería el argumento que se esgrime- que "todos tienen derecho a la educación"? Bien claramente está escrito -sigue el razonamientoen un precepto -el artículo 27 que se abre con ese pórtico y en el que en el último párrafo se alude a las universidades. Si todos tienen el derecho a la educación, ¿cómo limitar el acceso a las universidades? ¿Cómo enfrentarse con la rica corriente de nuestro tiempo que postula la educación para todos? Aspiración antihistórica, sí, pero, además, que se da de bruces con el derecho vigente y es claramente anticonstitucional. Y el razonamiento, contundentemente expuesto a veces, deja frío y sin reacción al sufrido y preocupado profesor que constata cada día que eso no marcha. Además de sufrido y abnegado, de incomprendido, ¿inconstitucional, encima, en sus aspiraciones, él, que creía ser un ciudadano correcto y cumplidor?
Todos tienen derecho, se dice, recalcando el todos. Y nuestro hombre se pregunta: ¿todos? ¿También aquel que apenas sepa hacer la o con un canuto, aquel que no pase de garrapatear unos cuantos palotes en la cuartilla de la cultura?
Se pregunta también: ¿todos? ¿Aunque sean un batallón? ¿Aunque acaso la garra y la incidencia que depara la televisión a un buen divulgador del mundo animal hagan que invada a miles de jóvenes el fervorín por los estudios de zoología? ¿O se escuche el clamor de las palabras que pronunciaba don Gumersindo de Azcárate en el Congreso de los Diputados el 6 de diciembre de 1904, y que recoge el Diario de Sesiones en estos términos: "...todavía hay muchas gentes que no son abogados....?" (Risas.) ¿O quién sabe si la flecha de la moda ha de apuntar, implacable y multitudinaria, sea al periodismo o a la botánica, sea a la psicología o quién sabe a qué? ¿Aunque sean legión los que saquen el título? ¿Aunque se tenga la evidencia de que no va a quedar en eso -en un aprender o en un mero sacar un título-, sino que esté claro que van a comenzar inmediatamente a clamar, como si fueran dolorosas, alegando su condición de licenciados en paro?
Se sigue preguntando nuestro hombre, sobre todo: ¿todos? ¿Aunque, dadas las cifras de matriculados y las escaseces de instalaciones y profesores, se tenga la certeza de que así no se enseñará se aprende, de que eso ni es cultura ni educación, de que en realidad lo único que hay, por abreviar, es el reparto de una no-Universidad?
¿Todos?, se pregunta, realmente angustiado, nuestro hombre, gustoso del estudio y del diálogo, de la acumulación de saberes y de su transmisión, que había creído que era cierto lo del ayuntamiento de maestros y de escolares, pudiendo los maestros ser realmente maestros. Perplejidad suma, por tanto.
Derecho a la educación
No razonaremos ahora acerca de lo de ir en contra de la historia -cada vez me parece más claro que para andar en la dirección de la historia es preciso oponerse a muchas historias-, quedándonos sólo, dado lo limitado de estas reflexiones -sin olvidar que no es equiparable la cultura, la educación o el saber con el adquirir a toda costa y a cualquier precio, aunque sea de saldo o por liquidación, eso que se viene llamando un título-, en la faceta de lo jurídico y de lo constitucional. ¿Es ciertamente contrario a derecho que no se admitan en un centro universitario más personas que aquellas que puedan ser formadas en las debidas condiciones? ¿El derecho de todos a la educación ha de forzar, incluso a generalizar, la noeducación, la no-Universidad, pues a eso es a lo único que se llega con interpretacion tan rígida?
Pero las cosas hay que verlas tal cual son, y no cabe dejarse llevar por apresuramientos o espejismos. De entrada, hay que decir que la Constitución no afirma. que todos tengan derecho a entrar en la Universidad. Más aún, la Constitución formula un sistema que significa una cosa muy diferente.
La Constitución vino a decir (artículo 10.2), y yo creo que con acierto, que sus propios preceptos referentes a derechos y libertades fundamentales se interpretarían, de acuerdo con los tratados internacionales ratificados por España y de acuerdo, señaladamente, con la Declaracion Universal de Derechos Humanos (la gran declaración que se dio la Asamblea General de la ONU en París el 10 de diciembre de 1948). Tiempo llevaba la Declaración Universal de Derechos Humanos cuando la Constitución española vino a reclamarla como clave interpretativa. Y la Declaración Universal, entre sus importantes contenidos, dedica atención específica a la educación. Es su artículo 26 el vehículo principal. Y se abre así: "Toda peresona tiene derecho a la educación". La fórmula nos suena. ¿No da la impresión de que el constituyente español se ha inspirado en él directamente? No es el momento de estudiar el citado artículo 26, pero sí cabe exponer alguna de sus reglas más significativas. De su lectura -que yo recomiendo a los interesados- se deduce que se quiere establecer un neto escalonamiento: "La instrucción elemental será obligatoria". En este escalón, el inicial postulado del derecho a la educación adquiere una universalidad intencionadamente querida: la instrucción elemental debe alcanzar a todos, y por eso se hace obligatoria (aparte de que se predica que sea gratuita). Pero conforme se asciende la escala, los peldaños se estrechan, a modo de pirámide, y se hace más angosta la puerta de acceso: "La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada". Ya hay menos amplitud. Ya no es para todos, sin perjuicio de la generalización que se predica. Y eso que este escalón se ilumina también por la luz del derecho a la enseñanza. No falta en el artículo 26 de la Declaración una referencia a lo que entre nosotros se vienen denominando como estudios universitarios: "El acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos". Aquí se cambia de perspectiva, aparte de que la pirámide ya se ha estrechado más, como es normal, sin que se entre tampoco en mayores concreciones. No se dan detalles cuantitativos -impropios, sin duda, de la ocasión-, pero se parte del principio de que tiene que haber un acceso (lo que conlleva la consecuencia lógica de que habrá quienes no puedan acceder). No se concreta, insisto, pues es razonable que el quantum dependa de obvias razones de oportunidad, variables en cada Estado. Sólo se establece como canon de selección el criterio de los méritos. No los caudales, no la sangre, no la raza, no a discriminaciones parejas. Los méritos. Ahí se queda la Declaración. Pero ahí es nada lo que ha dicho. Y todo esto, insisto, en el propio artículo 26, en el mismo párrafo primero, que se abre con el reconocimiento de que "toda persona tiene derecho a la educación". ¿No es un argumento contundente?
Derechos del Hombre
No he de ponerme pesado con datos jurídicos, pero hay una mención que no puedo eludir: las exigencias de la Declaración Universal fueron después concretadas por los Pactos Internacionales de Nueva York de 16 de diciembre de 1966; el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que es el que ahora interesa, y el de Derechos Civiles y Políticos. Conviene recordar que ambos han sido ratificados por España, por lo que han pasado a formar parte del Derecho español. Pues bien, el artículo 13 de aquél, al pormenorizar los contenidos del artículo 26 de la Declaración Universal, sigue insistiendo, obviamente, en la misma línea: la enseñanza primaria debe ser obligatoria; la enseñanza secundaria, en sus diferentes formas, incluso la enseñanza secundaria técnica y profesional, debe ser generalizada; el acceso a la enseñanza superior se contempla "sobre la base de la capacidad de cada uno", y una vez admitido este criterio selectivo, se quiere evitar que se produzcan discriminaciones por razones económicas, intentando hacerla accesible a todos por cuantos medios sean apropiados y, en particular, por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita. Pero al margen de este aspecto económico -importante, pero que debe ser dejado de lado ahora-, el canon viene dado por la selección conforme a la "capacidad".
En resumen, que la Declaración habla de acceso por los méritos y el Pacto se refiere a la capacidad como criterio. Una u otra mención convienen igualmente a lo que quería resaltar: se trata de impedir discriminaciones, pero se parte del presupuesto de que hay unas opciones limitadas.
No insistiré yo más. Ninguna ,otra razón quiero añadir, ni aludir siquiera a los argumentos que puedan extraerse de la ley Maravall (artículos 25 y, sobre todo, 26) o de otras normas. Me he propuesto sólo hacer una llamada a la reflexión y colaborar a un esclarecimiento de ideas desde la óptica de la constitucionalidad. Parece razonable que a la Universidad sólo puedan llegar los que quepan y, en la medida de ello, los que valgan, es decir, sólo aquellos que puedan recibir una enseñanza que se precie, según las dotaciones de medios y de personas que el país se ha preocupado de asegurar, según sus posibilidades -y no hay que ponderar lo que cuesta adecuar unas instalaciones o preparar a un profesor- y que estén en condiciones de responder según su capacidad. Parece razonable y auspiciable. Pero, sobre todo, lo que yo quiero resaltar es que es algo perfectamente legítimo. Que no hay ningún obstáculo de orden constitucional para ello. Porque, insisto, ni la Constitución ni los derechos humanos están reñidos con el sentido común.
es catedrático de Derecho Administrativo.
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