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La catedral

Según parece, van a terminar las obras de la que será la catedral de Madrid. Hoy por hoy es poco menos que una cripta en la que se hallan enterradas unas cuantas familias en busca, se diría, de amparo o de tranquilidad. Nacida hace relativamente poco tiempo, sus muros podrían ilustrar a futuros arquitectos acerca de lo que no se debe hacer: rematar paisajes, sobre todo en tiempos de escasez. En la capital no faltan iglesias, incluso en días festivos; no hay efeméride que evocar, ya que el santo tiene su ermita, y no se ve razón alguna para emplear en sillares, andamios y vidrieras lo que el obispo más emprendedor sería incapaz de gastar.De todos es sabida la anécdota de aquel alevín de arquitecto al que su profesor le preguntó por qué antes del gótico se hacían más pequeñas las catedrales, a lo que el estudiante contes tó: "Porque no había fe para hacerlas más altas". Y no era así; seguramente no fue cuestión de fe, sino de que los nuevos feligreses se hicieron cada vez más importantes apuntando al cielo con la flecha enhiesta de sus vanidades. No hay sino echar un vistazo al cementerio de San Isidro de Madrid. Cualquiera pensaría que, ya en sus comienzos, aquel prado acotado a espaldas de la ermita se prolongaría, más allá de las tapias, en ricos cenotafios a la espera de un inquilino que jamás llegó para pasar a la otra vida al pie de cipreses centenarios. Nada de todo esto existe. En vez de ello, el estío agosta canales y cardos, quema viejas tejas y baldosas y siembra por los patios solitarios un resplandor que hace buscar la sombra hasta a los pájaros. Sobre jirones de losas partidas, en los arcos repletos de maleza, un mar de apretadas inscripciones da fe de pasadas vidas -hombres, mujeres, ancianos- que poblaron la villa en ya lejanos tiempos. Nadie desde entonces parece haberse ocupado de ellos. Tan sólo se muestra limpia alguna que otra lápida, algún florero anónimo bajo arcángeles de hiedra y escayola. Por los pasillos repletos de nichos olvidados, el invierno cabalga de rincón a rincón en la penumbra de soportales desconchados que esconden viejas entrañas de madera. Una rara sensación de asamblea de muertos venidos a menos tras días de fama y gloria se acrecienta con nombres como el del general Castaños, vencedor de Bailén, o el de la duquesa Cayetana, amiga de Goya, triunfadora a su modo también.

Quizá porque los cementerios pertenecen a sociedades particulares, ningún Gobierno cuida de ellos, a pesar de que sus nombres anden en labios de todos. A fin de cuentas, los muertos no votan; muy pocos los visitan; sólo algún Día de Difuntos aparecen sobre las lápidas que aún se mantienen limpias diminutos ramos de flores, colocados casi con timidez.

Según se ha ido ampliando el campo santo por terrenos veci nos, se han ido alzando en ellos enterramientos más ricos y ostentosos, en los que se pregona la piedad del difunto, sus caridades para con los demás, su esperanza, su fe en un más allá. Es una fe en sí mismo que supera con creces a la que hizo alzar algunas de aquellas catedrales imitadas aquí en escudos y mármoles, en diminutos rosetones que iluminan lo que nunca tuvieron: tiempo, hazañas, linajes. Los caminos entre ellos hablan más de la vida que de la muerte, tratando de prolongarla a toda costa vestida de túnicas griegas y sandalias romanas, como si un sueño arcaico uniera sobre los paseos asfaltados héroes clásicos con gente dedicada a negocios actuales.

Y sin embargo, a pesar de sus delirios de grandeza, tampoco nadie visita este moderno laberinto de piedra-, ni siquiera algún viandante caprichoso, como su-

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La catedral

cede con la hasta ahora inconclusa catedral. Antes, cuando los visitantes de un Madrid más pequeño y confortable llegaban so los y libres, no era raro verles mirar más allá de la valla que defendía las obras, creyéndolas casi siempre detenidas en otra edad. Sobre todo acudían de no che a contemplar pilares a medio levantar, cortados por igual, como tartas de bodas. En las noches de luna se adivinaba el techo caído a medias y los murciélagos, persiguiéndose, buscando eterna mente su pareja. El suelo partido dejaba aparecer entre. sus grietas cardos, hierbas y tréboles. Algunas noches se oían voces en las aceras vecinas, rumores de gente bebida y mirones solitarios que espiaban a la luz de la luna la gran grúa oxidada, olvidada desde quién sabe cuándo.Todo ello lo borrarán las nuevas obras: las historias ¿e aquellos que a la noche se metian bajo los arcos con su pareja, cruzando con paso quedo la puerte entreabierta. Las chicas, ya con unas cuantas copas, solían perderse por los caminos reriletos de zarzas. Podía caerles un sillar o una viga encima, pero se contentabani con perder siemprie el bol so, comienzo de una historia a base de que en él llevaban el dinero para pagar la pensión y que un día se acabarían buicidando. Total: una noche de incómodo amor y unas pesetas en tanto amanecía en los balcones de las casas de enfrente.

Ahora ese mundo va a desaparecer, aunque es de suponer que se respeten los cimientos con la cripta al menos. Hasta su penumbra, que sólo ilumina alguna que otra lámpara mortecina, llegará el rumor de nuevas grúas, de camiones poderosos, de turistas que tal vez la admiren convencidos de que acumula siglos y leyendas. Al otro lado del río, en cambio, los cementerios románticos, realmente antiguos, seguirán, como siempre, desiertos esperando, ya que no visitantes, al menos un modesto rincón en uno de tantos presupuestos como la villa maneja a diario. En ellos está en en sus modestas colmenas, en sus nichos y arcos, lo mismo que en la otra orilla del río y el ferrocarril, donde los españoles dieron fe de sí ante las fuerzas francesas en un alba cargada de tristes presagios, mientras en frente, en su campo santo, seguirán las víctimas del cólera y de la gripe junto a una fuente que durante siglos pasó por milagrosa, bañadas ahora por un Manzanares con patos y jardines, rematado en lo alto por la más nueva catedral de España. Sus alrededores los cambiaron hace relativamente poco: un campo de fútbol y las temibles urbanizaciones en tomo a la Quinta del Sordo, cuyo famoso dueño decoró un día su interior no para reyes ni gente de a pie, sino por propio gusto y desahogo, y tal vez pensando en lo que tras sí dejaba al lanzar una postrera ojeada al perfil desolado de su país, como siempre, en perpetua guerra civil consigo mismo y con sus propias ideas.

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