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Un apasionado discurso del Papa condena en Ottawa el materialismo, el armamentismo y el hambre

Juan Arias

"Hay que defender de la muerte todo lo que es humano; hay que defender al hombre de la muerte nuclear y de la muerte del hambre", gritó ayer Juan Pablo II en Ottawa, ante 300.000 personas, antes de emprender su regreso a Roma. El Papa se preguntó si es posible "proclamarse artífices de la paz y hambrientos de justicia mientras la carrera de los armamentos constituye una amenaza real de muerte y cuyo coste económico priva a tantos países de los medios efectivos de desarrollo". Juan Pablo II condenó también decididamente el materialismo.

Fue un discurso apasionado el último del Papa a los fieles en tierras canadienses; nunca Juan Pablo II, en este viaje, había aparecido tan imponente. Hasta evocaba la figura ideal de Cristo Rey.Gritó el papa Wojtyla contra el materialismo histórico, ninguna de cuyas formas "da fundamento y garantía a lo que es humano". Según Juan Pablo II, "sólo el Evangelio es la afirmación constante de lo que en el hombre es humano e histórico", ya que el materialismo, exclamó el Papa con fuerza, "no puede hacer otra cosa que disminuir, pisotear, triturar y borrar todo lo que en el hombre hay de más humano".

Pronunció el Papa cada uno de estos verbos de condena del materialismo como mazazos, y dijo a los canadienses, despidiéndose de ellos, que sólo "la fuerza de la redención" será capaz de sacar al mundo "de las tinieblas en las que yace en este momento". "Los hombres de nuestra época", continuó, "buscan desesperadamente los caminos de la paz". La violencia, añadió, "hace nacer la justa necesidad de defenderse, pero al mismo tiempo esta violencia amenaza de muerte no sólo a millones de hombres, sino a todo lo que de humano hay en la Tierra".

En este punto, el Papa, como un nuevo profeta, casi identificándose con el propio Cristo, gritó: "¡Con el Evangelio (buena nueva, en sentido literal) de las bienaventuranzas no tenemos miedo a ninguna amenaza, porque dicho Evangelio", afirmó el Papa, "proclama que los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia, son todos invencibles, ya que la victoria les pertenece definitivamente". Según el papa Wojtyla, "sólo el Crucifica do posee la fuerza para salvar a este mundo", ya que el hombre, sin él, continuará sumido en su impo tencia.

Un niño de unos seis años que esperaba en la calle la llegada de Juan Pablo II protegido del sol con un gran sombrero de adulto fue preguntado por un reportero de la televisión canadiense: "¿Sabes quién es el Papa?". El crío levantó su cabecita y, mirando al periodista con ojos de sorpresa, contestó: "C'est Dieu!" ("Es Dios").

Ayer, si no un dios, sí una especie de Moisés, de gran profeta, parecía el papa Wojtyla cuando gritaba en Ottawa: "¡Escuchadme vosotros que en diversas partes del mundo sufrís la persecución a causa de Cristo! ¡Escuchadme vosotros los pobres, sobre quienes pesa la opresión y la injusticia, destrozados como estáis cotidianamente por los sistemas que aplastan la humanidad!". Y dirigiéndose a todos los hombres de buena voluntad, continuó el Papa citando a Isaías: "Yo os digo que las insignias del poder están sobre los hombros del Crucificado; que su poder se extiende por todas partes; que su trono se apoya sobre el derecho y la justicia". Y acabó con un gran grito: "¡Que tu reino venga sobre la Tierra."'.

No hubo reunión con los indios

Los jefes indios, pieles rojas y esquimales, por fin, no acudieron a encontrarse con el Papa en Ottawa tras el frustrado intento papal de llegar a Fort Simpson el pasado martes. La versión oficial habla de que la niebla también impidió a los indígenas salir de Fort Simpson, pero un diario publicó ayer una declaración en la que estos jefes, representantes de diversas tribus aborígenes, han confirmado que prefirieron no aceptar la invitación del Papa porque su puesto en este momento está entre: su gente, que, subrayan, llegó hasta Fort Simpson, tras días enteros de duro camino, con todos los sacrificios e inconvenientes que: ello acarrea, en vano. Juan Pablo II les ha vuelto a invitar, sin embargo, a encontrarse con él en el Vaticano.En su encuentro de ayer con los obispos de Canadá, el Papa les leyó un largo discurso de 11 folios y después, al parecer por deseo expreso de la Conferencia Episcopal Canadiense, estableció con ellos una discusión y un debate que duraron dos horas. Un debate a puerta cerrada que oficialmente ha sido calificado de "cordial, fraterno y fructuoso".

En el discurso, Juan Pablo II abordó ante los obispos todos los problemas que agitan a la viva Iglesia de Canadá, sin dejar ninguno: desde los problemas del celibato sacerdotal hasta el papel de los seglares, hombres y mujeres, en la Iglesia; desde la confesión hasta los problemas de la sexualidad, divorcio y aborto. El Papa mantiene firmes sus ideas. Pero lo que ha cambiado esta vez es el tono. Juan Pablo II dijo a los obispos todo lo que quería decirles, pero de una forma más dialogante que en otras ocasiones.

Exactamente lo que había pasado en Roma con los obispos y cardenales brasileños que acudieron a intervenir en el caso del teólogo Leonardo Boff. Lo que indica que Juan Pablo II actúa de forma diferente según sea el episcopado que tiene enfrente.

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