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Está de nuevo entre nosotros

Hubo veranos en los que no vinieron. Los echábamos lentamente de menos. Sucedía de esta manera: aquí, en San Sebastián, nos habíamos acostumbrado a ellos. Ésta nutrida colonia de familias de Madrid que invadía nuestra ciudad en cada verano había causado en nuestro ánimo una sutil adicción. Sutil porque caló en nuestras ánimas sin un previo reconocimiento: ignorábamos que les queríamos. A veces sucede así en la vida. Se muere alguien que, mientras existía, hubieras jurado que te resultaba indiferente y, cuando conoces la noticia, el espejo te devuelve la imagen de una lágrima insólita. "Es increíble que llore yo por esta persona. Estaba tan seguro de que su presencia me resultaba superflua...". Y escribo adicción porque, cuando perdimos a estos madrileños, su ausencia vino acompañada de connotaciones nostálgicas. Les echamos en falta casi con sorpresa. En los viejos años transcurridos, estas familias llegaban a nuestra ciudad y se expandían por los veladores de las cafeterías de la avenida de la Libertad. Era frecuente que en la mesa contigua a la que yo ocupaba se instalara una de estas familias de Madrid. Resultaban amablemente inconfundibles. Sin darte casi cuenta, prestabas atención a su diálogo. Y entonces, al escucharles, se producía en ti -se producía en mí- una especie de sonrisa interior que al principio no sabías interpretar. Luego, cuando ellos dejaron de venir y los veladores se mostraron desoladamente vacíos, sí que interpretabas correctamente esa interior sonrisa: les estabas echando de menos, sentías una suerte de nostalgia, había una lágrima en la imagen dlel espejo ante la muerte de un ser al que creías no querer. Los madrileños habían dejado de veranear en esta ciudad.Porque hubo, sí, veranos en los que no acudieron. Al principio nos limitamos a constatár su ausencia: "Ya no vienen los madrileños". Pero en los primeros estíos la conclusión no era tan rígida: "Apenas hay madrileños en este verano", decías. Luego quitamos el apenas, cuando la proposición se hizo más rotunda y el adverbio carecía ya de base humana en que apoyarse. "Ya no vienen los madrileños a San Sebastián", cornentabas. Y a esta aseveración, que en un principio parecía casi fría, sucedía en seguida la compañía de la nostalgia. La nostalgia siempre accede al ánimo humano con un discurrir tan sutil que su llegada pasa inadvertida. Un día miramos y vemos que la nostalgia está ya dentro de nosotros. "Qué raro, qué raro que no hayamos presentido su entrada", musitas. Y, sin embargo, debe llevar ya bastante tiempo en nuestro interior, pues la apariencia le delata como instalada con aires definitivos. (Los centinelas del alma, sin duda, dormitaban.) No hay en esta nostalgia, recién descubierta, indicios de un equipaje recién abierto.

Escuchabas a estos madrileños, en los viejos veranos transcurridos, conversar en el velador contiguo. A veces les mirabas, y entonces anotabas vagamente algunos rasgos que se te antojaban característicos, rasgos que tal vez no eran esenciales. Los caballeros, por ejemplo, gastaban bigotillo de pulcro y cuidado corte, puntual corbata y alguna sortija de destacada piedra. Las damas eran generalmente bellas, sus miradas resultaban inocentes, y, en ocasiones aisladas, una asociación mental con las modelos preferidas por Rubens resultaba casi inevitable. Por cierto, que tener inocente la mirada es algo bello y casi insólito en estos tiempos nuestros. Las conversaciones que escuchabas estaban transidas de la dulce superfluidad que, inevitablemente, procura en vacaciones un velador de estío. Y uno tenía, al escucharles casi sin propósito, la rara convicción de que aquella misma conversación la habías oído ya en el verano pasado o tal vez en otro más antiguo.

Resultaba muy divertido, en los antiguos veranos clausurados, observar cómo nuestros madrileños se comportaban cuando la Auvia amagaba su húmeda presencia.

Cuando sucedían las primeras gotas, los madrileños se alarmaban notablemente. Mientras los donostiarras, habituados al sirimiri hasta el hastío, se mostraban indiferentes, un apresurado ceremonial de enarbolamiento de plásticos, plexiglases, gabardinas y paraguas acometía repentinamente a la colonia madrileña. Era sumamente divertido.Cuando los madrileños dejaron de acudir a nuestra ciudad nos dejamos envolver por suaves capas de nostalgia. Llegamos a pensar con inquietud que aquella ausencia iba a ser definitiva. Había ecos de noviazgo roto, de esos viejos noviazgos de antes cuyas rupturas conllevaban precisos ceremoniales de devolución de cartas amorosas y regalos.

Pero un buen día los madrileños volvieron. Es decir, empezaron a volver. Eso aconteció hace tres o cuatro veranos, me parece. Al principio no eran muchos. Creo que la suya era una regresión tímida. Más tarde fueron engrosando. Hoy, gracias al cielo, son ya habituales en nuestras calles, en nuestras playas, en los veladores de cafetería de la avenida de la Libertad.

Y ahora, ahora que yo ya sé que les quiero, prometo que me voy a fijar mucho más en ellos, especialmente cuando nuestro sirimiri les alarme tanto y se pongan nerviosamente a echar mano de todos los plásticos, y plexiglases, y gabardinas, y paraguas que lleven consigo. Me alegra tanto que el noviazgo no se haya roto y todo haya quedado en una larga y dilatada nube de verano, de verdad que esto me alegra tanto.

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