Nocturnos de la Porticada
Que Santander necesita un auditorio es indudable: para el invierno, para el festival y, sobre todo, para el concurso internacional, hay que desear, sin embargo, el logro de algo que es a la vez necesario y casi imposible: conservar el espíritu de la Porticada, que, si llena, es una gloria de expectación, de clamor.Signo de progreso en el gusto son, sin duda alguna, los llenos rebosantes con Bruckner y Mahler, pero yo gocé mucho y critiqué a los ausentes con el programa de Rolan Petit dedicado a Debussy. En tiempos, adjudiqué a ciertos intérpretes el calificativo de educados: son los que hacen música sin avasallar, concentrados en la expresión, huyendo del truco. Así toca Tinney, el ganador del concurso, y eso hizo Rolan Petit con su ballet en blanco y azul sobre las más hermosas músicas de Debussy.
El ambiente de la Porticada se tensa al máximo con las obras sinfónico-corales. Bueno es recordar que cuando los románticos definen el carácter del festival y lo definen a orillas del Rin, piensan en esas obras y aparte de la clausura de la sala. Claro que entonces no había autos, no había escapes-bufidos que aparecen como música concreta en los momentos más tiernos. Lo de los ruidos es un contrapunto casi tan irritante como los disparates de los programas de mano, juntura de prisa y desidia.
"La música, ese misterio de las ciencias del hombre": así se titulaba nuestro curso de la universidad, y la frase es de Levy Strauss, pero el misterio, como los de fe, no es una barrera, sino una incitación, un reto que aparece como indispensable para penetrar en la misma entraña de la forma. Bruckner construye juntando la fe ingenua y rotunda con una sabiduría que le permite, no siempre, hacer del estrépito manos alzadas de gratitud: su programa medieval para la Cuarta sinfonía -castillo, caza, marcha fúnebre- es bien ingenuo, no es idea-angustia, oímos su música, su romántica, como un gran himno, pero no sin el contraste de oración íntima, con esa. ternura del gran canto de las violas. Y esa pajarería, cima de la delicia, que pasará a Mahler, al Mahler de la segunda sinfonía, cuando los pájaros se truecan en peces a los que san Antonio predica. Esos desarrollos, esas progresiones, son ejemplo, en Bruckner, de forma-participación, precioso equilibrio entre lo que se repite y lo que se varía desde el contrapunto.
Mahler, en esta segunda sinfonía, parte de la duda, pero religiosamente, y su forma, su necesidad interior de emular la gran hazaña de Beethoven en la Novena sinfonía, no será nunca comprendida desde el árido y rutinario escepticismo, sino viviéndola desde lo que no envejece: la gran pregunta sobre nuestro destino.
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